El negro Juan Latino, un ejemplo de integración en la España del XVI

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Hace unos años, en Granada, se produjo una pintoresca polémica a raíz de la queja formulada ante el Ayuntamiento por algunas asociaciones filantrópicas, señalando lo inapropiado de que un céntrico emplazamiento urbano fuese conocido popularmente, y también a efectos postales, como Plaza del Negro. La dificultad de esta reivindicación tan humanitaria era múltiple, pues no había rótulo ni ninguna otra señal visible que identificase a la plaza con tal nombre; por otra parte, al ser conocida así por los granadinos desde tiempos muy remotos, ¿cómo cambiar no sólo el apelativo del lugar sino también la arraigada costumbre de referirse al mismo como Plaza del Negro? Pendiente quedaba, por supuesto, el debate real sobre la cívica pertinencia de tal denominación, pues bastantes vecinos se manifestaron en el sentido de que la palabra negro, en sí misma, ni es racista ni xenófoba ni insolidaria; es una palabra de nuestro diccionario que puede convertirse en insulto o alabanza dependiendo del contexto en que se utilice.
 
El cabildo ciudadano, inusualmente ágil en aquella ocasión, zanjó la polémica de la noche a la mañana, literalmente. De noche, sin avisar a nadie ni pedir opinión a ninguna de las asociaciones implicadas en aquella anécdota, rotuló y rebautizó el entorno con la flamante dirección postal de “Plaza del Negro Juan Latino”. Y se acabó la controversia. “Negro” era un calificativo inaceptable para las ONG´s, pero “Negro Juan Latino” se consideró, desde el primer momento, un título perfectamente decoroso para la plaza. Por supuesto, cualquier persona curiosa mas ajena a las singularidades de la  intrahistoria granadina se preguntaría quién fue aquel negro, cuál la fuerza de su recuerdo y la autoridad de su nombre al punto de poner de acuerdo, de inmediato, a tirios y troyanos en una de esas polémicas ciudadanas que tanto apasionan a los discutidores natos, de los que en Granada hay media docena en cada esquina.
 
¿Y quién era Juan Latino?
 
Digamos someramente que Juan Latino (cariñoso remoquete por el que siempre fue llamado en Granada Juan de Sessa), fue un esclavo negro traído en su infancia al Algarve por los comerciantes de esclavos portugueses, vendido en Sevilla al convento de San Francisco y posteriormente a la poderosa familia Fernández de Córdova —los herederos del Gran Capitán—; creció en Baena, se trasladó a Granada en la segunda década del siglo xvi, siguiendo a sus amos los Fernández de Córdova, cursó estudios de bachiller y licenciatura en artes liberales, fue manumitido a la edad de treinta años, casó con doña Ana de Carleval, bella joven de muy distinguida familia, llegó a ser profesor de latín en la universidad fundada por Carlos I y catedrático de gramática en el Colegio Catedralicio; y en los efímeros tiempos en que por decisión del César Carlos Granada fue capital política del imperio español, se convirtió en persona de gran influencia en los ámbitos  más exclusivos del poder. Fue amigo íntimo del arzobispo Pedro Guerrero, del omnímodo presidente de la Real Chancillería Pedro de Deza, y consejero de Juan de Austria cuando el hermanastro de Felipe II se instaló en la ciudad, con armas y bagajes, para sofocar la rebelión de los moriscos ocurrida en 1568. Años más tarde, con motivo del triunfo en Lepanto, Juan Latino le dedicaría su obra más célebre, la elegía Austriada Cármine.
 
Tal era la confianza que en su talento y habilidad diplomática tenían los regidores de Granada, que con ocasión del traslado al Escorial de los restos mortales de los antecesores de Felipe II, hasta ese entonces sepultos en la granadina Capilla Real, el cabildo le encomendó la difícil tarea de convencer al Emperador para que no se llevase de la ciudad los sepulcros de los Reyes Católicos. Juan Latino era un hombre muy sagaz, amén de culto. Tan astuto que mereció de Miguel de Cervantes, en el prólogo de El Quijote, la siguiente alusión —refiriéndose a sí mismo—: “Pues al cielo no le plugo / que salieses tan ladino/ como el negro Juan Latino”. Haciendo, pues, uso de su proverbial talento persuasivo, nuestro negro dedicó a Felipe II una sentida elegía titulada De traslatione corporum regalium. En esta composición poética, escrita en latín como toda su obra, presenta a Granada como una matrona gozosa y doliente que se congratula por el nacimiento del príncipe Fernando, heredero de la corona, para de inmediato suplicar al Emperador que no se lleve de Granada los cuerpos de sus bisabuelos, pues constituyen y dan aliento al ser profundo de la ciudad; le recuerda amablemente su origen granadino, ya que el Emperador fue concebido en estos pagos, fruto del amor entre su padre e Isabel de Portugal, y promete eterna lealtad a la corona y fervoroso reconocimiento por la solicitada merced.
 
Accedió el Emperador a las pretensiones del negro. Si hoy los sepulcros de los Reyes Católicos continúan siendo visitados por muchos miles de turistas cada año, subrayando su asentamiento la transcendencia histórica de Granada, es gracias a la habilidad, el ingenio y lucidez de aquel hombre extraordinario que, según sus propias palabras, era negro de llamar la atención “como mosca en leche”, y según su amo, amigo y admirador Gonzalo Fernández de Córdova —nieto del Gran Capitán—, “rara avis in terra”.
 
Un caso ejemplar
 
La biografía de Juan Latino, aparte un maravilloso ejemplo de superación personal por vía del estudio y apego al saber, denota algunos aspectos muy interesantes que desmienten la presunta intolerancia y fanática racialidad —obsesión por la limpieza de sangre—, en la sociedad española del xvi. Por muy erudito y buen preceptor que hubiese sido un esclavo negro en cualquier otra nación europea, no digamos en las Indias Occidentales o en cualquier lugar del mundo colonizado por, a modo de ejemplo, los anglosajones, jamás se le habría permitido tomar en matrimonio a una mujer blanca de acaudalada e influyente familia, tener con ella nutrida descendencia mulata y, a mayores transgresiones, tomar cátedra en instituciones religiosas y sentarse a la mesa de los príncipes para verter en sus oídos consejos sobre asuntos de capital importancia para la administración del reino. Este panorama, extrapolado a las severas sociedades protestantes, anglicana y demás, nos parece un absurdo. Sin embargo, no lo es tanto cuando situamos dichas circunstancias en la bullente España del xvi, una unidad territorial recién nacida que continúa siendo crisol de culturas y razas, las cuales tienden vigorosamente hacia su completitud en el humanismo cristiano. Por cierto que, en dicha línea de pensamiento, tanto ética como estéticamente, se situó siempre el estudioso esclavo, poeta, músico y profesor Juan Latino.
 
¿En verdad eran tan intransigentes aquellas épocas? ¿Será cierto que hoy se contemplan desde distinta óptica y se tratan con más naturalidad las diferencias raciales y sociales semejantes a las que pendieron sobre la vida de Juan Latino? No lo tengo yo muy claro. Habría que estudiar con el debido detenimiento la reacción de cualquier familia de bien, solidaria a más no poder, biempensante y adinerada, si su primogénita del alma les notificase planes de contraer matrimonio con un negro trabajador en condiciones de esclavitud o algo similar —de todo hay—, y cuyo gran mérito en la vida fuese… saber latín.
 
Seguro que más de dos se lo pensaban más de dos veces.

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