El Trágala: los liberales y la derecha

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Una de las razones que en cualquier democracia, cuya razón de ser sea la ley del número, explican la superioridad de la izquierda sobre la derecha, es que aquélla no admite enemigos a su izquierda. Yo, que soy un ingenuo, propuse hace años a un dirigente centro-derechista que sabía francés, tránsfuga por cierto par la suite, que a la consigna izquierdista pas d’ennemi à gauche, la derecha debería oponer una consigna que hiciera pendant con ella, a saber: pas d’ennemi à droite. No se me hizo caso y mi corresponsal acabó por dejar su remilgado partido y pasarse a un partido con menos escrúpulos y más sentido de la realidad y la aritmética. La izquierda no distingue entre izquierda moderada y extrema izquierda, a diferencia de la derecha, que la mayor parte de las veces actúa como pidiendo disculpas por ser lo que es y con el miedo de que si afirma con excesivo énfasis aquello que se supone que defiende, se le cuelgue el sambenito de “extrema derecha”. La “extrema derecha” es una necesidad de la derecha vergonzante para hacerse aceptar y, cuando no la hay, se la inventa. Al hacer tal cosa, la derecha no hace más que polemizar consigo misma, con gran regocijo del adversario. No voy a decir que algo de esto no haya ocurrido alguna vez a la izquierda, pero ha sido en situaciones extremas en que la extrema izquierda lo hizo tan mal que acabaría llegando a las manos con la izquierda menos extrema. Tal ocurrió en Madrid en las semanas finales de la guerra civil, cuando los frutos del disenso los recogió una derecha que si ganó la guerra fue porque, contra su costumbre y por fuerza mayor, no estaba dividida. 
 
Ha costado trabajo conseguir que los liberales reconocieran que eran de derechas, pero una vez producido este reconocimiento, se autodenominarían “derecha civilizada”, equivalente política de la denominación de “marido civilizado” en la novela galante o sicalíptica, para distinguirse de la “derecha cerril” y, una vez asegurada su presunta respetabilidad (en democracia todo es presunto), hacerse llamar “centro” y fulminar todo cuanto caiga a su derecha. Y es que este neoliberalismo, al igual que el paleoliberalismo decimonónico, de signo izquierdista, sigue siendo el liberalismo del Trágala. Conviene recordar que lo que los liberales de todas las épocas y todos los signos han obligado a los demás a tragarse es una pócima llamada Constitución. La Constitución es el aceite de ricino del liberalismo, y el hecho es que todas y cada una de las Constituciones que la nación se ha tenido que tragar, empezando por la de Cádiz, si no han sido de aceite de ricino, lo han sido de hígado de bacalao. 
 
Los actuales males de la patria tienen su origen en La Nicolasa o Constitución del 78, que yo me negué a votar porque había que estar ciego para no ver sus vicios ocultos. Esa Constitución, que hoy la clase política está desguazando a cencerros tapados, es tan calamitosa como todas las demás, empezando por La Pepa, obra de unos señores que sólo se representaban a sí mismos, y pasando por el Estatuto Real de María Cristina y la tira de efímeras cartas magnas, incluida la no tan efímera de Cánovas, en avanzado estado de senilidad cuando Primo de Rivera la mandó al asilo. Y conste que ésta era la menos mala. En cuanto a La Nicolasa, baste decir que fue fruto del espíritu de la Transición, lamentable como todas las transiciones, de las que tan mala opinión tenían, entre otros, Galdós y Dostoyevski. El propósito de la Transición no podía ser más plausible: hacer que se sintieran cómodos en España todos aquellos españoles a los que España resultaba incómoda. En la Constitución cabemos todos los españoles, se nos decía y se nos dice. La que no cabe por lo visto es España, de ahí que yo llegara a comparar a La Nicolasa con el lecho de Procusto, pues para que España cupiera en ella, era preciso amputarle dos o tres regiones. En ello estamos, por más que los liberales de la nación una e indivisible y del Trágala constitucional se suban por las paredes mientras tratan de convencerse a sí mismos de que la Historia de España culmina en la Transición de la Segunda Restauración igual que se congratulan de que en el Iraq reine por fin “sin traumas” la democracia fukuyámica.

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