El análisis de uno de los pocos que predijeron la gran crisis

El crack: aún no es la gran ruptura del Sistema, pero…

Nicolas Sarkozy dice que desea "moralizar el capitalismo", es decir, ponerle límites. Pero ¿cómo se podría poner límites a un sistema que, por definición, no admite ninguno? "El capital siente cualquier límite como un obstáculo", decía ya Karl Marx. El capitalismo se realiza en lo ilimitado, y la ley de la ganancia sólo conoce una consigna: "¡Cada vez más!". Tal es la eterna paradoja: el capitalismo intenta vender cada vez más a una población cuya capacidad de compra reduce cada vez más. El "capitalismo moral" es un oxímoron. Aún no es la gran ruptura, pero ésta bien podría producirse.

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A los franceses, es bien conocido, les gusta muy poco afiliarse a los sindicatos, pero andan manifestándose todo el tiempo. Ahora bien, tres millones de personas en la calle, como sucedió el pasado 19 de marzo, es algo que no se había visto desde hacía mucho tiempo. Últimamente, los franceses tienen muchas razones para protestar. Se manifiestan contra los proyectos de reforma de la enseñanza, del sistema sanitario, del sistema de jubilaciones, contra el aumento del paro, contra las deslocalizaciones, contra los cierres de fábricas y la disminución del poder adquisitivo. Pero ahora, y posiblemente por primera vez, se manifiestan ante todo contra el sistema del dinero.

Les habían dicho hace algunos meses no se podían satisfacer sus reivindicaciones porque “las cajas del Estado están vacías”. Pero después, cuando se hicieron sentir las primeras consecuencias de la crisis financiera mundial, vieron que el Estado sacaba milagrosamente de no se sabe dónde miles de millones de euros para sostener a los bancos más amenazados. También se les dijo que, con la crisis, se evaporaron cientos de miles de millones de euros o de dólares —sumas de una cuantía tal que uno no consigue medir a qué corresponden.  Ahora comprueban que su situación personal se degrada, mientras que las grandes empresas cotizadas en bolsa experimentan, globalmente, un vertiginoso aumento de sus beneficios, al tiempo que multiplican sin embargo los despidos. Ven cómo los bancos utilizan el dinero entregado por el Estado para conceder a sus dirigentes bonificaciones, primas excepcionales, stock-options y “paracaídas dorados”. Saben que ciertas categorías de “famosos” (de los deportistas a los actores de cine, pasando por los presentadores de televisión) ganan cada mes sumas astronómicas superiores en más de cien veces a sus salarios.
 
George Orwell consideraba que la “decencia común” (common decency) era lo propio de las clases populares. Lo contrario de la decencia común es la indecencia pública. La ostentación del dinero por parte de unos, y la miseria creciente por parte de otros implica una indecencia que ya no se acepta más. El ensayista Alain-Gérard Slama decía recientemente que hemos pasado de una sociedad de la desconfianza a una sociedad de la indiferencia. No es cierto. La desconfianza sigue estando ahí: nunca había sido tan fuerte como hoy el repudio de las élites indignas por parte del pueblo. Pero la indiferencia cedió el sitio a la ira: los franceses están hartos de vivir bajo el horizonte de la fatalidad. Ya no es la envidia lo que les mueve —es el asco.
 
Su descontento se basa en causas objetivas. Con 90.200 parados más en enero, y 80.000 en febrero, se han registrado en los últimos meses 375.000 solicitudes de empleo más que en el curso de los siete últimos meses. Dentro de poco se llegará a los dos millones y medio de parados (tres millones y medio contando a las personas que ejercen una actividad reducida).
 
En 2008 el patrimonio de los franceses también bajó por primera vez desde hace treinta años. La clase media inferior (aquella cuyos ingresos mensuales se sitúan entre 1.100 y 1.750 euros) está en vías de perder su posición social, lo cual significa que, contrariamente a lo que era la regla en los “Treinta Años Gloriosos”, es cada vez más frecuentemente el caso de los hijos que tienen una posición social inferior al de sus padres: en la Francia de los años 2000, uno de cada cuatro hijos de ejecutivos y una de cada tres hijas son empleados u obreros. Para compensar este empobrecimiento relativo, los hogares  recurrieron durante mucho tiempo al crédito, lo que agravó su endeudamiento. Hoy ni siquiera les queda esta posibilidad, ya que el crédito se ha evaporado.
 
El peso de los gastos “insoslayables” (vivienda, electricidad, teléfono, etc.) o “ineludibles” (alimentación, transportes, salud, educación) casi se ha duplicado desde 1979, contrariamente a los gastos no insoslayables (ocio, vestido, electrodomésticos, ahorro). Representa ahora cerca del 90% del presupuesto de los más pobres y —lo que es nuevo— el 80% del presupuesto de la clase media. Por su parte, el precio de los alquileres ha subido más que la inflación (un 3,4% anual frente a un 2,3%) en el contexto del espectacular aumento de precios en el sector inmobiliario, y eso cuando un francés de cada dos gana hoy menos de 1.600 euros al mes.
   
A causa de la frágil situación de los asalariados, del fracaso escolar y de la aceleración de los procesos de movilidad social descendente, la “cuestión social” ya no se sitúa en la periferia, sino en el mismo corazón de la sociedad. La crisis financiera se ha transmitido por completo a la economía real.
 
Hecho notable: la oposición se beneficia muy poco de este hastío general. Los socialistas están desacreditados, en gran parte a causa de sus disputas internas y de su falta de programa. El partido comunista se ha convertido en un fantasma. Olivier Besancenot [un dirigente troskista, cartero de profesión, que ha fundado un nuevo partido “anticapitalista” – N.d.T.] ha obtenido una audiencia mediática que lo hace muy popular ante los “pijos progres”, pero su nuevo partido no ha alcanzado los objetivos que se había fijado. El cartero vitupera a los “patronos”, pero se cuida mucho de no reprocharles que utilicen la inmigración como ejército de reserva que les permite reducir los salarios. Todas las encuestas electorales muestran que las clases populares, y aún más las “venidas a menos”, tienden, hoy sobre todo, a votar a los partidos populistas de derechas. Pero en Francia, los soberanistas están divididos, y el Front National se encuentra en fase terminal.
 
Frente a esta agitación que le espanta, pues teme que se radicalice, Nicolas Sarkozy afirma que desea “moralizar el capitalismo”, es decir, ponerle límites. Pero ¿cómo se podría poner límites a un sistema que, por definición, no admite ninguno? “El capital siente cualquier límite como un obstáculo”, decía ya Karl Marx. El capitalismo se realiza en lo ilimitado, y la ley de la ganancia sólo conoce una consigna: “¡Cada vez más!”. Tal es la eterna paradoja: el capitalismo intenta vender cada vez más a una gente cuya capacidad de compra reduce cada vez más. El “capitalismo moral” es un oxímoron.
 
Aún no es la gran ruptura, pero ésta bien podría producirse. La forma en el que los dirigentes mundiales siguen actuando como si el sistema financiero mundial sólo fuera víctima de una avería pasajera muestra que siguen sin comprender ni el carácter sistémico (e histórico) de la crisis —una crisis que, más aún que financiera o bancaria, es una crisis generalizada del régimen de acumulación del capital—, ni la necesidad de establecer otro sistema financiero internacional (ya se trata de volver al patrón oro o de crear una moneda de reserva mundial distinta del dólar, como lo piden los rusos y los chinos).

La crisis partida de los Estados Unidos ya ha sumido al mundo en la recesión global (en el cuarto trimestre de 2008 se registró una contracción del producto interior bruto del 6% en Estados Unidos y en Europa, del 8% en Alemania, del 12% en Japón y del 20% en Corea del Sur). Pero esto no se ha acabado. La recesión tiene ahora todas las posibilidades de conducir a una casi depresión. El sistema bancario norteamericano ya es desde ahora insolvente, y ello en un país cuyo enderezamiento exigiría la disminución del consumo, el aumento del ahorro y la reducción de sus déficits monstruosos.
 
La destrucción de puestos de trabajo se multiplica en todas partes, acarreando trastornos políticos y sociales que no van a cesar de hincharse. Al mismo tiempo, asistimos a una caída de los ingresos, del consumo, de la producción industrial, de las exportaciones, de las importaciones, de la propiedad inmobiliaria y de la inversión. Y la hiperinflación amenaza.
 
Pero los dirigentes mundiales se comportan más que nunca como bomberos pirómanos. En vísperas de la cumbre del G 20, prevista en Londres este 2 de abril, han condenado unánimemente el “proteccionismo”, mientras que el presidente de la Comisión Europea, José Manuel Barroso, afirmaba que “sobre todo no se debe renunciar a la mundialización”. En tales condiciones, pocas posibilidades le quedan a la “nueva arquitectura financiera global” reclamada por Angela Merkel y Nicolas Sarkozy. Los Estados Unidos, que intentan que se adopte un “plan de reactivación” consistente en que el resto del mundo comparta la carga de la enorme deuda que han acumulado, se opondrán a cualquier nueva regulación. El sistema mundial seguirá dependiendo del corazón financiero norteamericano. Y el “capitalismo de baja presión salarial” (Frédéric Lordon) seguirá aplastando a los trabajadores bajo la doble limitación de la presión competitiva y de la presión accionarial, no teniendo los trabajadore sotra posibilidad para salir del atolladero que trabajar más (¡sin revalorización de la unidad de tiempo trabajado!) o endeudarse aún más.
 
Ciertos observadores prevén que a partir de finales de este año se produzca una ruptura del sistema monetario mundial, la cual acarreará el hundimiento del dólar y que incluso podría conducir dentro de algún tiempo a una verdadera dislocación geopolítica a escala mundial.

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