René Guénon, ¿profeta de nuestro tiempo?

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En El Cairo de 1951, convertido desde hacía décadas al islam, moría una de las figuras intelectuales más significativas del siglo XX: René Guénon, brillante defensor de la gnosis eterna y uno de los críticos más lúcidos de la moderna civilización occidental. La tesis central del pensamiento de Guénon es bien conocida: Occidente ha abandonado el sendero de la Tradición y se ha transformado en la civilización del poder y de la materia. Ha olvidado la dimensión vertical y transcendente del ser, y ha optado por una visión horizontalista del mundo.

 Ahora bien: este alejamiento del Centro Polar, del eje metafísico inconmovible de la realidad, producirá necesariamente en las sociedades occidentales una situación de desquiciamiento que, llegada a su paroxismo, provocará una crisis definitiva, un “fin de ciclo” que dará paso a una nueva fase ascendente en la historia circular del mundo. Entonces retornaremos a los principios en los que se basaron todas las civilizaciones tradicionales y asistiremos a una restauración universal del espíritu que hoy nos parece inconcebible.
 
El Guénon que moría como musulmán en su casa de El Cairo pronunciando el sagrado nombre de Alá estaba muy lejos de tener prisa. En Europa hacía furor el existencialismo sartreano y la Rusia de Stalin era considerada por muchos intelectuales como la plasmación del paraíso sobre la tierra, mientras millones de deportados trabajaban como esclavos y morían en el Gulag. Se imponía en Occidente el american way of life, la botella de Coca-Cola se convertía en un mito planetario y se aproximaba una época de extraordinario progreso económico que culminaría en la gesta del viaje a la Luna. Y, sin embargo, Guénon miraba más lejos: fueran cuales fueran los avatares concretos del espíritu occidental, y también sus aparentes éxitos, la suerte final de Occidente ya estaba echada: una civilización basada en el culto idolátrico a Mammón y en la hybris de Prometeo sólo puede acabar en el desastre. Consumiéndose a sí misma, canibalizándose, ha de terminar en una gigantesca implosión. El castillo de naipes no puede sostener indefinidamente su engañoso equilibrio. Por uno u otro camino, la inconsistencia de los fundamentos sobre los que se cimienta nuestra orgullosa Torre de Babel provocará una crisis global del sistema. Y entonces el cataclismo final, por mucho que intentemos evitarlo o, al menos, retrasarlo, ya sólo será cuestión de tiempo.  
 
¿Qué diría Guénon si viviese en nuestros días, si contemplara la crisis financiera planetaria que hoy nos asola? A buen seguro, habría pensado que sus vaticinios se estaban empezando a cumplir: Occidente llega al fin de su ciclo, nos aproximamos a nuestro nadir, al punto de máximo descenso y oscuridad, al clímax del kali yuga. Tras la caída del comunismo –ese hijo espurio, bastardo, del espíritu occidental, pero completamente occidental en sus fundamentos-, deberá llegar necesariamente una simétrica caída del capitalismo. Y ello porque Occidente, en sí mismo considerado, desde Copérnico, Galileo y Newton, desde Descartes, Kant y Adam Smith, ha sido todo él un inmenso error. Un error que, al alejarse de la sabiduría eterna de la Tradición, ha terminado creando un mundo de locos cuyos desvaríos y excesos –por ejemplo, la orgía del crédito y de la deuda- ahora debemos disponernos a pagar.
 
Evidentemente, y ante la convulsa situación mundial a la que hoy asistimos, no resulta difícil coincidir en muchos sentidos con el análisis de Guénon. Y, sin embargo, ¿es René Guénon el verdadero profeta de nuestro tiempo? ¿Ha sido él quien mejor ha sabido describir los términos del gran problema espiritual en el que nos hallamos inmersos? Y, sobre todo, ¿es cierto que la civilización occidental es toda ella un gigantesco error, un disforme aborto de la Historia, y que, por tanto, está condenada a desaparecer?
 
Es aquí donde al autor de estas líneas le resulta imposible continuar siguiendo a Guénon. Y ello porque, pese a sus múltiples aspectos criticables, la moderna civilización occidental contiene una extraña fuerza, una capacidad de seducción que constituye un inequívoco signo de su paradójica legitimidad. Ciertamente, puede sostenerse que nuestra cultura se ha construido de espaldas al espíritu, y que en consecuencia debía desembocar en un pernicioso nihilismo terminal. Ahora bien: pese a todo, Occidente parece constituir el destino fatal del mundo. Culturalmente, el espíritu de Occidente se extiende hoy en día por toda la Tierra: sus símbolos, su manera de vivir, su concepto de libertad. La juventud china, la juventud iraní, la juventud hindú, quieren ser occidentales. Seguramente no sin importantes matices, y también sin romper por completo con su propia tradición; pero, en lo esencial, quieren vivir como los hombres de Occidente: quieren ver Los Simpson, quieren llevar vaqueros y poder leer tanto a Rumi como a Nietzsche. La actual celebración del Mundial de Fútbol en Sudáfrica constituye un buen ejemplo de lo que decimos. Gracias a las parabólicas –ese instrumento de Satán odiado por los ayatollahs-, hasta los yemeníes, los sudaneses, los saudíes y los indonesios siguen con pasión a sus grandes ídolos: Cristiano Ronaldo, Messi, La Roja. Algo que, a buen seguro, habría disgustado al gnóstico y musulmán René Guénon.
 
¿René Guénon, profeta de nuestro tiempo? Pese a todo, creo que sólo a medias. Y ello porque, aunque la sociedad occidental tal como hoy la conocemos efectivamente esté destinada a desaparecer –el gran edificio de la economía mundial es insostenible en sus actuales términos-, el espíritu mismo de Occidente es el Zeitgeist de nuestro tiempo, el espíritu de nuestra época. Ni China, ni La India, ni Rusia, ni Irán o Turquía, tienen nada que proponer como gran alternativa espiritual, como nueva imagen del mundo, como piedra angular de una nueva civilización planetaria. Los sueños de una futura restauración del Califato son sólo eso: sueños. Por mucho que desagrade a los occidentales que tanto denuestan a Occidente, el futuro sólo está en nosotros. Extra Occidentem nulla vita, podríamos decir. El mundo del futuro, aunque será muy distinto del que hoy conocemos, seguirá siendo, pese a todo, espiritualmente occidental.
 
Lo que hoy se aproxima no es el final de Occidente, sino la metamorfosis de Occidente: una metamorfosis tras la que seguiremos siendo occidentales, y después de la cual el mundo será incluso más occidental de lo que hoy ya lo es, pero a la vez seremos profundamente diferentes de como hoy somos. Descubriremos otra manera de ser occidentales. Y no porque nos adhiramos a ninguna de las ya demasiado gastadas religiones seculares de nuestro tiempo –de las que el ecologismo y la mística de Gaia constituyen hoy el más claro paradigma-, sino porque caeremos en la cuenta de que hemos vivido hasta ahora sólo en uno de los hemisferios de nuestra propia identidad. Y es que, si Oriente es el espíritu sin materia, y el Occidente que conocemos se ha construido en muchos sentidos como la materia sin espíritu, el Occidente del futuro deberá ser precisamente materia y espíritu. Tradición y libertad. Pasado y futuro. Disciplina e imaginación. Inmanencia y transcendencia. Ascesis y fiesta.
 
En cierto sentido, la civilización del futuro deberá pasar por una inteligente recuperación de la metafísica tradicional, como tanto le habría gustado al viejo Guénon; pero, en realidad, será mucho más que eso: se constituirá como una sorprendente unión de contrarios que acogerá múltiples elementos hasta ahora considerados como incompatibles. Y por esta razón será mucho más apasionante de lo que hoy podemos imaginar.

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