Jünger, el entomólogo del Edén

Jünger fue testigo de excepción del siglo XX. Participó como combatiente en las dos guerras mundiales. Presenció todos los fenómenos centrales de nuestra época.

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Jünger fue testigo de excepción del siglo XX. Participó como combatiente en las dos guerras mundiales. Presenció todos los fenómenos centrales de nuestra época: la Primera y Segunda Guerra, la Guerra Fría y su final, la reunificación de su patria… Comenzó a escribir sus diarios en 1939. Los fue titulando Radiaciones. (Radiación, será ésta una palabra que a Jünger llamará la atención de manera peculiar: “…recibimos radiaciones del ser humano, de nuestros prójimos y de quienes nos quedan lejos, también de nuestros amigos y enemigos. ¿Quién conoce las consecuencias de una mirada que nos rozó furtivamente? En cada instante estamos envueltos en haces de luz que nos tocan, nos rodean, nos traspasan.” El conjunto de sus diarios, de 1939 a 1949 se llaman, precisamente, Radiaciones.

No hay casi nada que no afecte el corazón de un ser humano que no afecte a la vez a su razón, Jünger lo supo desde su infancia.

Jünger cultivó el afán de conocer la naturaleza, sondearla y captarla en su más alta poesía, el naturalismo prodigado por otros escritores alemanes, como Goethe. Había que conversar con la naturaleza a menudo para pensar mejor sobre los problemas de uno mismo, ya que no hay ni puede haber palabras que nos comuniquen con lo sagrado. Esto se hace notar en buena parte de sus ensayos, cuya paradoja primordial reside en evocar con el pensamiento aquellas cosas que no pueden pensarse. Podemos pensar de Jünger que era un exquisito coleccionista en la medida en que se dedicó a atraer hacia sí los símbolos de la existencia que más le fascinaron, al menos en su segunda etapa, la del observador, cuando Jünger pasó más décadas en su gabinete que en el mundo. No había, para él, imágenes de la naturaleza más significativas que las flores, las piedras y los insectos: “diseños llenos de sentido, aunque su superficie no sea mayor que la palma de una mano”. De hecho, de estos últimos —los insectos— se volvió un experto, así como de las flores.

Habiendo estudiado zoología en Leipzig, Jünger aprendió a mirar los escalafones en los que cada ser vivo se encuentra, desde aquellos que pueden remontar el vuelo sobre nuestras cabezas hasta aquellos que no pueden hallarse sino tras una segunda mirada —se encuentran estos seres mejor ocultos entre la maleza que en sí mismos, y fueron éstos los que Jünger captaba mejor. En la escala de los insectos, Jünger acaso asimiló bien la idea de que la mayor parte de los seres que están vivos son minúsculos, pero sobre todo que sus representaciones y relaciones con la vida del hombre dan para imaginar cómo actuó la mente de Dios en la construcción del mundo.

De las flores, que continuamente aparecen en sus escritos, Jünger afirmó: “Aún la flor más pequeña tiene raíces en lo infinito y lo que las descubre es la afición que sentimos por ella”. Por su conocimiento de los insectos, su estructura, su belleza tan perfectamente adaptada a sus necesidades, Ernst colocó a estos animales como verdaderas obras de arte. Llamó “cacería sutil” o “cacería mínima” a esta actividad. Entre sus mayores descubrimientos se halla la Trachydora juengueri, una mariposa nocturna de las más bellas que se encuentren en la oscuridad. En Jünger se hayan diversas pasiones; su manía zoológica llama la atención sobremanera como la del hombre que halla la felicidad en la comprensión de lo mínimo, más que en la arrogancia científica del dominio del mundo; su cualidad de intérprete de los sueños, su interés por astrología, la atención que prodigó a los símbolos en que el hombre se forja, como el dolor.

Para un hombre como Jünger el tiempo no suscitaba un problema técnico sobre el que había que sacar el mayor provecho, sino una cuestión que había que contemplar con detenimiento. El tiempo que el hombre dedica a sí mismo es un tiempo sagrado. En la contemplación encuentra el hombre su sanación, escucha su existencia dentro del pulsar del universo. Incluso en la contemplación de las balas y de la muerte Jünger halló conocimiento propio, y fue este conocer lo que lo llevó a escribir libros como El combate como experiencia interior o La emboscadura.

Es ilustrativa la anécdota que origina el título de La emboscadura. En la antigua Islandia, cuenta Jünger, el hombre que había cometido un grave delito era castigado a una curiosa forma de ostracismo: debía emboscarse; esto es: retirarse a vivir al bosque, solitario, lejos de toda compañía humana, y allí permanecer indefinidamente. El bosque era el lugar de su solitario. Era su refugio. Allí a solas consigo mismo, el emboscado debía conservarse gracias a su esfuerzo, a su voluntad. El bosque, lugar de castigo del emboscado, resulta hoy, para Jünger, una perfecta metáfora del espacio del hombre independiente. 

Jünger tenía una mirada sumamente fría sobre los acontecimientos humanos. Para él resultaba natural ser sólo un observador de los acontecimientos ante los cuales no se podía intervenir. De hecho, alguna vez manifestó tener una sensibilidad para mirar mucho más que para actuar. Prefería la distancia, oteaba. Jünger tenía perfil aristocrático. Sus ocupaciones lo sitúan como un auténtico decadente, un gentleman disidente que pasó sus mejores años en el exilio: después del combate se retiró, tal como haría Montaigne en 1571, de las labores mundanas. A veces, en los días soleados, se entregaba haciendo pompas de jabón que el viento llevaba entre las plantas y las flores, mientras él permanecía cautivado por esa imagen simbólica de fugacidad y su inasible belleza.

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