«Mayo 68», la enfermedad infantil del capitalismo

No se encontró la playa bajo los adoquines, pero se puso la playa sobre los adoquines.

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No hay duda de que hubo varios meses de «Mayo 68», el de los libertarios, el de los maoístas, el de los situacionistas, el de los autogestionarios, el del fin del marxismo-leninismo y el del inicio de la ecología política y del feminismo. Pero tanto focalizarlo sobre la polisemia del “feliz mes de mayo”, nos hemos olvidado de su unidad específica, de su espíritu federador, de su figura tutelar, Daniel Cohn–Bendit, expresión de la nueva dinámica izquierdista, que cerrará la larga secuencia de revolución proletaria. “La era del proletariado ha llegado a su fin”, resumirá la socióloga liberal Michel Crozier. De hecho, los sesentayochistas volverán sobre el célebre enunciado de Lenin, que vituperaba contra el “izquierdismo”, enfermedad infantil del comunismo. Es el tema del famoso libro de los dos hermanos Cohn–Bendit, Daniel y Gabriel, El izquierdismo, cura de la enfermedad senil del comunismo (1968). Lo que era cierto seguramente, pero aún más el preludio a la nueva era del capitalismo festivo.

¿Por qué hablar de enfermedad infantil del capitalismo? Es que «Mayo 68» no fue ni un drama, ni una tragedia, sino un psicodrama con la apariencia de happening gigante, una recreación tragicómica que terminó bien, con acentos de fiesta revolucionaria más que de revolución. Se habla de la Comuna estudiante, pero sin fusilados, sin muro de los “Fédérés[1], y donde, finalmente, los estudiantes disfrazados de comuneros triunfaban sobre los complacientes “Versaillais[2] ‒y por una buena razón, ¡eran sus padres! Siempre es la misma historia, la que ya contaba Marx en el Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte. Los grandes acontecimientos se repiten dos veces, la primera como tragedia, la segunda como farsa. Sabemos en qué categoría clasificar el 68. La farsa de la provocación, el teatro del Odeón, en el Barrio Latino, donde toda la “aristocracia” revolucionaria se había dado cita, representándola ad nauseam.

Esta es la paradoja de la revuelta de mayo. La verdad es que la revuelta había perdido, desde hace tiempo, su razón de ser. El único espectáculo autorizado era el de imitar las vanas gesticulaciones en los anfiteatros llenos de clones con los cabellos alborotados y los eslóganes alborotadores. Así fue la revuelta sesentayochista, reducida a repetir un gesto de insumisión convertido en superfluo por la derrota de los maestros, de los padres y de los modelos. Esto es lo que le dio al estudiante su lado irreal, fantasmagórico, condenado a describir una inmensa antífrasis: el conformismo del anticonformismo. Un “no” que no tiene su “sí”. “El nuevo rebelde es muy fácil de identificar: es aquel que dice sí”, afirma, cortando  por lo sano, Philippe Muray. Es desviándose como se alinea, protestando como consiente, oponiéndose como se integra. Su protesta se asemeja a un camelo “contestatario”, por retomar el neologismo tan sugestivo de los psicoanalistas Béla Grunberger y Janine Chasseguet-Smirgel en su reseña tan intensa y viva de El universo contestatario (1969), que bien valía el universo concentracionario que se encontraba al otro lado del Muro.

Entonces, ¿dónde situar el 68 en la escala Richter del delirio? Si, a fuerza de celebraciones, no estuviéramos prevenidos contra las ilusiones sesentayochistas, la gran “colección de disparates” del mes de Mayo continuaría pasmándonos como el primer día. «Mayo 68» está atravesado por un inmenso candor. El Espíritu Santo de la revolución parecía haber descendido sobre los estudiantes que pedían ardientemente creer en él, como los apóstoles en Pentecostés. Durante un mes, todo el mundo predicó la Buena Nueva. Una erupción de amor se desparramó por las calles. El cristiano revolucionario Maurice Clavel, apodado el “periodista trascendental”, tomó acentos de profeta bíblico para cantar la venida del Reino de un Cristo libertario: “La tierra se hunde y los cielos se abren”. Para continuar delirando como si estuviera en Judea en el primer siglo de nuestra era: “Tierra y cielo no se cerrarán jamás”. Los contestatarios, que no tenían ninguna cultura religiosa, se mantuvieron fieles: “Cuanto más hago la revolución, más hago el amor” o “¡Yo decreto la felicidad permanente!” Pero todo volvió a ser lo mismo.

Debemos detenernos un instante en esta generación. Porque el 68 es, en primer lugar, un asunto de generación. Y aquellos que han escrito sobre el tema no se equivocan. De Generación, de Hervé Hamon y Patrick Rotman (1987-1988), a Baby–Boomers. Una generación (1945–1969) de Jean–François Sirinelli (2003), pasando por La Generación lírica. Ensayo sobre la vida y la obra de los primeros nacidos del baby-boom” de François Ricard (2001). Y los baby-boomers son, ciertamente, la “generación lírica”, nacida en la euforia de la Liberación en el seno de un mundo que salía de una guerra total y de la mayor crisis económica desde los inicios de la revolución industrial. Niños consentidos de los Treinta Años Gloriosos, del Plan Marshall, benditos dioses del consumo, los nacidos del baby-boom serán también la primera generación en no conocer ninguna frustración social, ninguna privación una vez pasado el episodio de las cartillas de racionamiento. Podrán elegir su trabajo, no conocerán más que el pleno empleo. La idea dominante que se hacen de la vida es que todo es muy fácil, que todo se desliza, desde el surf al automóvil. La “metafísica del deslizamiento”, dirá Julius Evola, para resumir la época. En este mundo, el relieve, la negatividad, los obstáculos, el peso de lo real son absorbidos por el progreso, Todo se hace más ligero. Liberada de la ley de la gravedad, la vida podrá cumplir su potencial liberador. Lejos de la maldición de Adán, la humanidad contempla, finalmente, la posibilidad de la felicidad a través de la tangible realidad de la abundancia, auténtico maná celestial, que no será criticada más que para adaptarse mejor a las facilidades que ofrece.

El sociólogo Louis Chauvel, que no se adhirió al “destino de las generaciones” ‒es el título de uno de sus libros (de nuevo el término “generación”)–, hace, por otra parte, de 1948 el año de nacimiento astrológicamente ideal, el que habría permitido acumular todas las ventajas y pasar a través de todas las crisis. “A los nacidos diez años antes, dice Chauvel, el Estado les ofrecía una estancia de veinticuatro meses en los Aurès[3], con la perspectiva, a la vuelta, de un salario de hambre en una sociedad de crecimiento mal compartido. A los nacidos diez años más tarde se les daba el derecho al desempleo como rito de iniciación en la vida adulta”.

Y esa generación no sólo fue bendecida por los dioses, también fue bendecida en el seno de su grupo de edad (hablo de los estudiantes revoltosos que formaban un grupo sociológicamente homogéneo). Porque la sociología de la revuelta coincide con la de los buenos barrios. Es en el muy selecto Instituto de Enseñanza Media Louis-le-Grand donde la contestación es más virulenta. Es en el prestigioso Instituto Buffon donde los estudiantes queman sus cuadernos de notas. La revolución, entonces, es un asunto de estudiantes de clases preparatorias, de formación literaria, de aprendices de sociólogos. 1968 será una revolución burguesa, como la de 1789 en este sentido. Burguesa, Nanterre, Nanterre la roja, Nanterre la pop, donde todo comenzó y donde albergaba una parte del excedente estudiantil, rebosando los bellos barrios del oeste parisino. Tal era el segmento sociológico de la facultad de Nanterre. 12.000 estudiantes y un dios vivo, Daniel Cohn–Bendit, el objeto transicional del capitalismo festivo. En la entrada del campus, como en la de cualquier campo de reeducación “jemer”, una pancarta recibía a los estudiantes: “Fascistas que habéis escapado a Dien Bien Phu, no escaparéis a Nanterre”. El decorado de la tragicomedia estaba montado. Los infradotados hicieron la revolución, con Daniel Cohn-Bendit en su papel protagonista. La diva de los estudiantes, que sabrá transformar su cuarto de hora warholiano en renta vitalicia, icono decrépito de una revolución institucionalizada. En sí mismo, Dany el rojo, Dany el verde, Dany el arcoíris, reenvía a todos los siglos XIX del mundo de los viejos señores con levita y su ética calvinista del trabajo. «Mayo 68» será la primera de las revoluciones de color, de todos los colores. La juventud no hizo la revolución, se instaló en los dormitorios de las chicas. Porque al principio del movimiento, el 22 de marzo, del que saldrá 1968, sólo existía la voluntad para invadir el pabellón de Nanterre reservado a las chicas.

En Le Monde del 15 de marzo de 1968, el periodista Viansson-Ponté publica su famoso “Francia se aburre” entre los últimos fuegos del gaullismo y el ascenso de la clase media. Incluso De Gaulle confesaba justo antes de mayo: “Esto no me divierte demasiado. No hay nada difícil ni heroico que hacer”. Sí, Francia se aburría. Consumía las ridículas mitologías que un buen semiólogo de lo cotidiano, Roland Barthes, había censado escrupulosamente una quincena de años antes. El teatro de la historia se había desplazado a los lejanos Orientes, a fuego y sangre, donde los floridos guardias rojos pulverizaban el antiguo mundo de los mandarines e inauguraban una revolución que, realmente, sería una liquidación general. El peligro amarillo y el peligro joven. En La Chinoise (1967) Jean–Luc Godard lleva a la pantalla la versión germanopratine[4] con un Jean–Pierre Léaud salmodiando de forma histérica el Pequeño Libro Rojo. En una de estas parábolas sobrecogedoras de las que guarda el secreto, Godard evoca a los sabios egipcios que habían encerrado a un grupo de niños de poca edad para saber si aprenderían solos el lenguaje, sin la asistencia de los gramáticos ‒¿el lenguaje es innato o adquirido?, vieja disputa. Diez años más tarde, les hicieron salir. Ninguno de ellos hablaba: balaban. ¡Los habían encerrado al lado de un corral! El panurgismo[5]: esperanto de la época.

Los estudiantes no terminan de perorar, de interpelar, de balbucear en jerigonza marxista-leninista o freudo-marxista, una “revolución inencontrable”, según la expresión de Raymond Aron, que hablaba, con ocasión del 68, de un “maratón de palabras”. Y el jesuita, filósofo y sociólogo Michel de Certeu dirá, con admiración, a diferencia de Aron: “En el último mayo se tomó la palabra como se tomó la Bastilla en 1789”. Una especie de gran desvergüenza intelectual, de embriaguez del verbo, una verborrea interminable, un furor jaculatorio, la ingenua creencia en la performatividad de la palabra.

Se tenía la impresión de revivir, pero bajo un modo paroxístico, con un poder de réplica viral exponencialmente superior, la revolución de 1848 y las elucubraciones del “Club de la Inteligencia” consignadas por Flaubert en La educación sentimental”: “¡No más academias!” ¡No más institutos! ¡No más exámenes! ¡No más pruebas de selectividad! ¡Abajo los grados universitarios!” Con ciento veinte años de antelación, estos son ya los panfletos, las octavillas y los grafitis del mes de mayo, pero entonces fue asunto de un puñado de jóvenes de letras fogosas y salvajes. En el 68 es la juventud en su conjunto la que está aburrida y desea despedir lo más rápido posible esa morosidad. Una universidad en crudo que no sabía dónde alojar su excedente de estudiantes. 200.000 en 1958, 500.00 diez años más tarde. Los canosos maduros del conocimiento, guardianes del academicismo, no habían visto venir la democratización de la enseñanza. Además, estos elementos descuidados y descamisados se contentaban con estudiar el griego y el latín, recitando un poco a Baudelaire y más de Fénelon, pero ¡querían reemplazar las humanidades por las ciencias humanas y los cursos magistrales por el teatro de la calle!

De París a Los Ángeles, de Canadá a Nueva Zelanda, de Alemania a Italia, arrojamos a los gerontócratas por la borda. El 68 es una revuelta contra lo gris, lo viejo, los uniformes, los burgueses, los generales. Un putsch generacional. Porque se trata, en principio, de una revuelta de la juventud dorada, la cual, convirtiéndose en actor social a parte completa, va a tomar el poder, no tanto para tomarlo como para vaciarlo, rechazando todas las mediaciones, del padre al profesor, para ser finalmente su propia referencia y su propio fin. Sin reglas, sin Iglesia, sin sabios ni autoridad. Es el “discurso de la institución vacía”, según la expresión de Jean–Claude Milner. Desde el Vaticano II, en 1962, en el mismo seno de la más vieja institución de Occidente, hasta «Mayo 68», un mismo antiautoritarismo, que se erigirá en autoridad por defecto. Una antropología sin precedentes ve la luz, con la carga de transformar un ritual de transición ‒la crisis de la adolescencia‒ en modo de vida para la vida. ¡No crecerás, no envejecerás! Así, los baby-boomers se negarán a crecer como Peter Pan, y ellos mismos se convertirán en papy-boomers que no querrán envejecer, como Dorian Gray, el héroe de Oscar Wilde. Pasolini escribirá contra este mundo sus implacables Cartas luteranas y sus Escritos corsarios, como el adiós de un padre a sus hijos.

Con el consumo de masas y la sociedad del ocio es el propio estatuto de la adolescencia el que va a ponerse patas arriba. Infancia y adolescencia dejan de ser breves estadios en el camino de la vida. Se hacen intrínsecamente superiores al llegar la edad adulta. Es allí donde se expresa el ser más próximo a los orígenes. Los adolescentes forman un grupo distinto, autónomo, valorizado. Un mundo en sí mismo, que dará nacimiento a una nueva categoría, la juventud. Ella trazará también en letras de oro su mitología, sobre un fondo de Movimiento de liberación de la mujer, del triunfo de la referencia a las minorías, de las road movies, de la música rock, de Bob Dylan, de las peregrinaciones a California, a Katmandú, para cristalizar en su cénit, el 68, año de cosecha.

Este es el nacimiento del Homo festivus, el Homo festivus de Philippe Muray. Ciertamente, no hubo que esperar a 1968 para celebrar la fiesta, ni tampoco la fiesta revolucionaria. Pero el “bonito mes de mayo” no fue tanto la fiesta de la revolución como el advenimiento de la revolución como fiesta, como triunfo de lo festivo. Y la revolución como fiesta consagra el escarnio de toda revolución. ¿Qué decir del deseo? El deseo de revolución no hace más que preparar la revolución del deseo. Lo mismo sucede con la revolución: bajo la subversión revolucionaria lo que se prepara es la subversión misma de la idea de revolución. Estas inversiones y reversiones reflejan las dinámicas puestas en marcha durante estos años, los procesos de reinversión en curso. Detrás de todo ello, aflora la gran figura de estilo de los universos orwellianos y postorwellianos: la antífrasis. ¿Qué quieren los estudiantes, hijos de la media y gran burguesía? ¡Ser como los proletarios, sobre los que proyectan su deseo de desaburguesamiento! ¿Y qué quieren los proletarios? Ser como los burgueses. Desde este punto de vista, podemos interpretar «Mayo 68» como un simulacro: el simulacro de la revolución, el simulacro del antifascismo, el simulacro de las barricadas. De paso, hay una paradoja de las barricadas: los estudiantes quieren derribar todos los muros, todas las fronteras, todos los obstáculos, pero levantando barricadas.

Sorprendentemente, serán Debord y los situacionistas, sin embargo, en el corazón de los acontecimientos, en Estrasburgo, a continuación, en Nanterre y París, los que proporcionaron una de las claves de interpretación más acertadas del levantamiento estudiantil. Guy Debord decía, sustancialmente, que habíamos entrado en la era de la falsificación. En el mundo realmente reinvertido lo verdadero es sólo un momento de lo falso, siguiendo el célebre aforismo extraído de La sociedad del espectáculo (1967), reinvirtiendo la dialéctica hegeliana de lo falso como momento de lo verdadero. Con ello, es el principio de no contradicción el que es revocado. Ya no hay adecuación de la palabra con la cosa. Para mantener el predicado "revolución", se reenvía ahora a cualquier otra cosa, la revolución como farsa y revolución. De ahí el simulacro. En este nuevo mundo ya se podrá decir y no hacer, hacer y no ser. Y esta será incluso la condición de acceso a la nueva era que se estaba abriendo.

El otro nudo que se va a desatar en 1968 es la cuestión del padre y, a través de ésta, la de la ley y la autoridad. Sobre los muros de la Sorbona y de Nanterre es, en primer lugar, el principio de autoridad el que se descarta ‒y a través de él el principio de realidad. “Todo maestro es estudiante y todo estudiante es maestro”, “la paternidad es una mascarada”, “todo poder es abuso, el poder absoluto abusa absolutamente”, ¡Papá apesta! Y este “papá” es De Gaulle, viejo monarca de quien pende simbólicamente la efigie.

En cualquier caso, es el padre el blanco que está en el punto de mira, especialmente o no, porque es el portador en la sociedad del principio de autoridad (qué importa que se le llame padre, dios, ley o el nombre que sea). Se optará por castrarlo simbólicamente, única forma de terminar con la autoridad. El padre ya no existirá más sino como auxiliar de la madre. El que era modelo para todo, de repente, se verá transformado en antimodelo. La sociedad no tardará demasiado en sintonizar con este diapasón. El derecho no hará sino ratificar esta (r)evolución mediante la votación de la Ley de 4 de julio de 1970, suprimiendo la noción de “cabeza de familia” y sustituyendo la autoridad paternal por la autoridad parental conjunta.

En verdad, no es tanto el padre lo que se busca revocar como la función paternal, sin la cual, sin embargo, no hay diferenciación posible. Y renunciar a ella es exponerse al riesgo de la confusión y de la indiferenciación de los sexos. Sin padre, el niño se ve encerrado en la relación fusional con la madre, mundo cerrado, narcisista, conflictual, regresivo. Es el padre el que aporta al niño una ley superior sin la cual no hay socialización ni intercambio posibles. Tal es la función del padre: hacer pasar al niño de lo fusional a lo relacional; y aprender el límite, la frontera, la frustración, es decir, el disfrute diferido, no inmediato. Pero este era el objetivo de los sesentayochistas (“disfrutar sin trabas”). No sólo era una postura infantil, era también una postulación infantil. Todo, todo de inmnediato, aquí y ahora. “¡Esto es lo que queremos: todo!”, como decían los “mao-spontex”, del nombre de su periódico (Roland Castro).

En fin, podemos ver «Mayo 68» como el objeto transicional del capitalismo festivo. El 68, ciertamente, no tuvo ausencia de militantes, pero estuvieron lejos de ser mayoritarios. Se estiman hoy en uno de cada cien. Esta es la razón por la cual la politización de la revuelta no podía más que fracasar (y, de hecho, fracasará en la primera mitad de los años 70), porque «Mayo 68» apuntaba a otra cosa. Los estudiantes hablaban el freudo-marxismo en boga, pero se encontraban en las antípodas de Marx y Freud. La revolución fue cultural, no política. Sartre no debió pensarlo cuando decía que “la izquierda social” se había levantado contra “la izquierda política”. Le habían dado la espalda al comunismo. El Partido comunista francés lo entendió perfectamente. Igual que los soviéticos, que nos querían una revolución. ¡Mejor De Gaulle que los izquierdistas!

Esencialmente, los estudiantes estaban en trance de experimentar, entre los primeros en hacerlo, esta “revuelta consumada”, por retomar el acertado título del libro de los canadienses Joseph Heath y Andrew Potter (2004), signatura del “nuevo espíritu del capitalismo” que trazará en letras de oro su mitología publicitaria sobre un fondo de música rock ‒el auténtico agente revolucionario. La política está en todas partes, por supuesto, pero son las “elucubraciones” de la canción de Antoine (“Mi madre me ha dicho: Antoine, haz el favor de cortarte el pelo”) la que más nos dice sobre esos años. La gran masa de “cabreados” estaba despolitizada. Vestían jeans, fumaban cigarrillos americanos, escuchaban música pop o yé–yé, imitaban a James Dean o a Marlon Brando. Era una ola de trasfondo mundial. El 68 consagró la americanización de Francia, que descubrió con deleite una nueva forma de consumir lo prohibido. Mar, sexo y sol; variante edulcorada y hawaiana del rousseaunismo. En la orquesta, los Beach Boys ‒mientras esperaban los Chicago Boys. Daniel Cohn–Bendit será la expresión hiperbólica de este mundo, que nos transportará de Woodstock a Wall Street, de Lenin a Lenon y de Marx a Groucho. La nueva Santa–Alianza liberal–libertaria.

La sociedad de consumo necesitaba la energía destructiva de la juventud para democratizar el acceso al deseo. Como tal, «Mayo 68» no es más que una mutación del capitalismo tardío. Con el izquierdismo en el papel de ajuste variable o de idiota útil, según se mire. La juventud había sido, como dijo Milan Kundera, la “colaboradora inconsciente” del capital. La liberalización de las costumbres era una condición previa necesaria. Gracias a la cual pasamos del capitalismo de productores a un capitalismo de consumidores. Se pudo comprobar inmediatamente después de «Mayo 68». La sociedad que salió de este evento no podía, ciertamente, abolir el amor burgués, pero estandarizará normativamente todas las nuevas estructuras familiares (recompuestas, monoparentales, divorciadas, rotas). Seguramente, no se planteó implementar el programa de los activistas del Frente homosexual de acción revolucionaria, que preveía abolir el “orden heteropatriarcal”, pero sí que podía establecer la boda burguesa de los homosexuales en el ayuntamiento. No pudo encontrar la playa bajo los adoquines, pero pudo poner la playa sobre los adoquines.

En el fondo, «Mayo 68» sirvió como catalizador, tanto en su brevedad como en su interminable repetición. Desató una revolución que el capitalismo esperaba enmudecer para hacerla suya. Una partida jugada a dos bandas. Juventud y neoliberalismo, libertarios y liberales, burgueses y bohemios. Bajo la apariencia de una ruptura, el 68 se inscribe en la continuidad de la historia del capital. Si bien la “comunidad estudiante” abrió una “brecha”, como escriben Edgar Morin y Cornelius Castoriadis, no fue, ciertamente, lo que ellos preveían ni lo que esperaban.

Taine, autor de Orígenes de la Francia contemporánea, un libro de referencia en la historiografía de la Revolución francesa, publicado a finales del siglo XIX, dijo que la Revolución era, detrás de su fachada de declaraciones, una “translación de la propiedad”, una transferencia de riqueza de una clase a otra, de la nobleza a la burguesía. Visto lo visto, por otra parte, podría decirse lo mismo del “bonito mes de mayo”, excepto que la transferencia de soberanía no tuvo lugar de una clase a otra, sino de un grupo de edad a otro, sin jamás separarse del horizonte de la burguesía. No fue una revolución en términos de clase social, sino en términos de generación. De padres a hijos, de la paleoburguesía haussmanniana a la neoburguesía libertaria. Nunca insistiremos bastante sobre la metamorfosis del capitalismo postindustrial ‒”las metamorfosis de la burguesía”, decía Jacques Ellul, uno de los grandes pensadores del siglo pasado. La figura del burgués balzacesco, del burgués prudhomnesco tan caro a Henry Monnier, era insoportable. No se correspondía con nada. Entonces lo reubicamos a bordo del mundo, en nuestras fábricas. Hoy se pavonea incluso en Rusia y en China. He aquí, en nosotros, donde la descendencia del señor Prudhomme se ha hecho alérgica a la línea de conducta de los antepasados y no asume su parte de herencia familiar, al menos del pasivo, la parte maldita de la burguesía: la religión del trabajo productivo, el afán de lucro y, por último pero no menos importante, el confort intelectual, en el sentido dado por Marcel Aymé: la reivindicación de un conformismo que no se produce más que en la comedia de ser anticonformista.

La gran virtud de la rebelión es la de resolver “las contradicciones culturales del capitalismo”, las cuales revelaba ya, hace cuarenta años, Daniel Bell, sociólogo norteamericano injustamente caído en el olvido, pero no para nosotros. Hoy, señalaba, el modernismo está agotado. Ya no hay tensión. Los impulsos creativos han perdido su ardor. El vaso está vacío. La “masa cultural” ha institucionalizado la rebelión, cuyas formas experimentales se han convertido en la sintaxis y la semiótica de la publicidad y la alta costura.

La sociedad de consumo necesitaba la energía destructiva de la juventud para democratizar y legitimar el acceso al deseo. La contestación sólo sirvió de catalizador, tanto por su virulencia como por sus propiedades refractivas. Este es el análisis que Regis Debray hizo, diez años más tarde, de los “acontecimientos” en su Modesta contribución a los discursos y ceremonias oficiales del décimo aniversario (1978). «Mayo 68» había liquidado dos cosas: el pueblo y la nación, el Partido comunista y el general De Gaulle ‒dos fósiles del Jurásico. La hora del giscardismo, y después del mitterrandismo, comenzaba a sonar.

Hay una ironía en estos acontecimientos, el 68 habría ocultado uno es esos habituales ardides descritos por Hegel. El verdadero sentido de la historia es disimulado hasta el final por sus protagonistas, que actúan a ciegas, sin ver nada de la pieza que tocan, creyendo incluso oponerse con todas sus fuerzas. Porque, si hay algo, irónicamente, que la contracultura libertaria ataque es, precisamente, la sociedad de consumo. “Se quemarán las mercancías, se ocultarán los objetos”. Uno de los libros de culto de la época era la Crítica de la vida cotidiana, del sociólogo Henri Lefebvre (1947, 1961, 1981), uno de esos raros profesores que hacen gracia a los cabreados. La crítica de la sociedad de consumo era justa, necesaria, legítima, pero lo era para ser sustituida por una nueva economía libidinal en sintonía con el capitalismo festivo que se desarrollaba planetariamente. No era más que un contrasentido. Los estudiantes reivindicaban una libertad que la naciente sociedad de consumo estaba perfectamente dispuesta a conceder. Todo se jugaba “detrás de los actores”, como dijo Régis Debray. Alain de Benoist dirá lo mismo en su diálogo con Jean-Edern Hallier: “No estoy seguro de que Mayo de 1968 fuera una reacción contra el espíritu de los tiempos. Tengo más la impresión de que fue un producto (o incluso un subproducto). Las revueltas de Mayo de 1968 (…) desafiaron a la sociedad en nombre de sus propios principios”.

En un panfleto mordaz, que hizo mucho ruido en su publicación, en 1986, Guy Hocquenghem, el verdadero arcángel de esta revolución sesentayochista, pensaba que ya había dicho todo sobre esta generación fue también fue la suya, con el apodo más infame que se haya dicho, “del cuello de Mao al Rotary Club”. Hocquenghem se equivocaba, creía que su fórmula sólo era el epitafio a una revolución traicionada, cuando realmente era la divisa de una revolución exitosa, que iba a acabar con todo su pasado. El primer término, Mao, contenía finalmente al segundo, Rotary. El cuello de Mao era el Rotary de la dorada juventud. En un mundo totalmente vuelto al revés, lo verdadero no era más que un momento de lo falso.

Traducción de Jesús Sebastián



[1] El “mur des Fédérés” es una parte del recinto cerrado del cementerio de Père–Lachaise, en París, ante el cual, el 28 de mayo de 1871, 147 “Fédérés”, combatientes de la Comuna, fueron fusilados y enterrados en una fosa abierta al pie del muro por los “Versaillais” del ejército regular. Desde entonces, simboliza la lucha por la libertad y los ideales de los comuneros (N. d. T.).

[2] Militares del ejército regular organizado en 1871 por Adolphe Thiers en el campo de Satory cerca de Versalles, y comandado por Patrice de Mac Mahon, para combatir a la Comuna de París, NdT.

[3] Hace referencia a una extensión de la cordillera del Atlas y región lingüística en el este de Argelia, donde era habitual prestar servicio militar por los franceses de la época. (N. d. T.)

[4] Se trata de un un adjetivo que se refiere al barrio parisino de Saint–Germain-des-Prés, correspondiendo también al gentilicio de los habitantes del barrio (N. d. T.).

[5] Frivolidad, vida o proceder frívolo, falta de personalidad propia de Panurgo o Panúrgio (personaje de Françoise Rabelais, siglo XVI), también en el sentido de bellaquería (N. d. T.).

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