Piropos en Nueva York

Existe una presión insoportable —ejercida en gran parte por el feminismo— para que la mujer se desfeminice, para que reprima su ser profundo de mujer.

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Definitivamente, los piropos son cosa de otra época. Como el auto-stop, como cantar villancicos por la calle en Navidad, pertenecen a un mundo que, más para mal que para bien, se nos ha ido. Esperemos que no para siempre.
El experimento piropeador de Nueva York, que tan popular se ha hecho en Youtube, viene hecho con trampa: está diseñado para provocar que a la chica le digan cosas. Si eres joven y atractiva, te pones ropa ajustada y, encima, te vas de paseo por ciertos barrios bien escogidos de Nueva York, ya sabes que te van a piropear. Es lo que se ve en el vídeo. Unos piropos que, por cierto, son todos ellos bastante educados. No hay ninguna verdadera grosería, ni de lejos. Lo único impresentable es lo del chico que se pone a caminar a su lado durante varios minutos. En una situación real, a los veinte o treinta segundos cualquier chica se le hubiera encarado enfadada, le hubiera gritado o hubiese amenazado con llamar a la policía si no la dejaba en paz. En una situación artificial —como la del vídeo/experimento—, la chica siguió andando como si nada, lo que animó al muchacho a mantenerse a su lado durante tanto tiempo.
El piropo no es una institución anglosajona. No va con el ethos individualista, protestante, puritano. Es algo mediterráneo, latino, hispano. Y, en mi opinión, se trata de una costumbre social y psicológicamente sana. Expresar en el espacio público la admiración por la belleza de la mujer sanea la atmósfera en la que conviven los sexos. ¿Es mejor el silencio, no decir nada, que desaparezca el piropo? Lo dudo mucho. El silencio represivo del puritanismo victoriano engendró a Jack el destripador, y el nuevo silencio que quiere imponer el puritanismo feminista, en vez de favorecer a la mujer, más bien la perjudica.
Me explico. En un ambiente cultural como el de hoy en día, aparentemente civilizado, pero en realidad malsano y caracterizado por una violencia soterrada contra la mujer -pensemos, por ejemplo, en el océano de pornografía durísima existente en Internet-, resulta comprensible que una chica joven quiera sentirse a salvo frente a esa sensación de agobiante omnipresencia de lo sexual que actualmente la acosa. Los gimnasios sólo para mujeres, que hoy existen en cualquier ciudad, constituyen una muestra de este deseo de “ser dejada en paz” por miradas masculinas escrutadoras, groseramente lascivas con tanta frecuencia. En tal atmósfera, en la que todo se sexualiza -hay federaciones deportivas que querrían imponer obligatoriamente para sus chicas el uniforme mínimo del voley playa-, comprendo el deseo de muchas mujeres jóvenes de poder salir a la calle e ir de un punto A a otro punto B sin tener que aguantar impertinencias ni comentarios que no se han pedido. Ahora bien: el verdadero enemigo de estas chicas no es el piropo, sino otro bien distinto.
Supongo que por las calles de Estocolmo o de Helsinki se escuchan pocos piropos, por no decir ninguno. Y, sin embargo, unas estadísticas sorprendentes nos informan de que en esas sociedades, consideradas modélicas y ejemplos a imitar por muchos progresistas de la Europa del sur, la violencia contra las mujeres alcanza cotas altísimas. La imagen de la sociedad sueca que nos ofrece Stieg Larsson en Milennium es precisamente esa: un mundo de aspecto intachable, pero lleno de podredumbre tras esa impoluta fachada a lo Olof Palme. De manera que el silencio escandinavo, la ausencia radical del piropo, no nos conduce al paraíso. De la misma manera que la presencia del piropo no se puede identificar sin más como un signo de acoso contra la mujer.
El verdadero enemigo de la mujer occidental contemporánea no es el piropo, ni mucho menos. Su enemigo es cierta fuerza oscura que se manifiesta bajo múltiples aspectos: la violencia doméstica, la pornografía salvaje de Internet, la industria del aborto, la presión social para reprimir, retrasar o minimizar la maternidad, ciertos modelos de feminidad juvenil (a este respecto, Miley Cyrus es hoy la figura más conocida), la práctica desaparición de la galantería masculina y aun de la más elemental caballerosidad: según un reciente estudio, en el Metro de Londres resulta ya bastante menguado el porcentaje de hombres que ceden su asiento a una mujer embarazada en avanzado estado de gestación. La mujer contemporánea no se siente querida ni protegida, sino agredida de mil maneras, algunas evidentes, otras muy sutiles. Existe una presión insoportable —ejercida en gran parte por el feminismo— para que la mujer se desfeminice, para que reprima su ser profundo de mujer —y no se sonría con suficiencia el lector ante tal expresión “trasnochada” y “anacrónica”— en aras de cierta “emancipación”; y, por otro lado, en una sociedad como la nuestra, que en general ya no piropea, muchas mujeres jóvenes, cuando van por la calle, se saben no ya admiradas por los hombres, sino manoseadas visualmente por muchos de ellos. El silencio del no-piropeo no las salva de esta forma de violencia silenciosa.
De manera que no, el piropo clásico no es enemigo de la mujer, sino, más bien, todo lo contrario. El por todos conocido y nada original “Vete por la sombra, que los bombones al sol se derriten”, u otros piropos más poéticos, son propios de una sociedad en que se admiten tales expresiones porque en ella todos saben que, detrás de tales palabras, no existe ningún fondo de “violencia machista”, sino, simplemente, la natural admiración del hombre ante la belleza de la mujer. Se trata de sociedades comunitarias donde reina el bullicio en el espacio público y donde el piropo constituye sólo un elemento más dentro de la efervescente y alegre atmósfera que asociamos a las plazas de abastos y los mercadillos callejeros. Y es este tipo de sociedad comunitaria, cuya matriz se halla en una visión espiritual y profundamente humana del mundo, lo que hoy, y con suma urgencia, tenemos que recuperar.
Comprendo que muchas mujeres se identifiquen con la chica de Nueva York y quieran que se las dejen en paz. Pero que no se confundan: el piropo —respetuoso, se entiende— no es enemigo suyo, sino, más bien, un sano aliado. Su verdadero enemigo es la agresiva deshumanización de nuestra cultura ambiental y el odio contemporáneo contra el corazón de la mujer.

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