No me sea usted islamófobo

Ante unos crímenes con firma y sello islamistas, nuestros mandamases parecen preocupados sobre todo por evitar que caigamos en la "islamofobia".

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Que el islamismo radical ataque a Occidente no es nuevo. Lo nuevo es más bien esto otro: ante un atentado con firma y sello, los líderes del mundo parecen preocupados sobre todo por que no caigamos en la islamofobia. Es decir que nuestros jefes, los que han de protegernos, no claman tanto contra las causas directas del crimen como contra nosotros mismos, contra nuestros fantasmas, contra nuestra potencial maldad: la potencial maldad de la víctima.
Uno lee los editoriales de la prensa hegemónica en estos días y se diría que el verdadero problema de Europa no es el islamismo violento descontrolado (descontrolado, por cierto, por los mismos que tanto nos amonestan), sino Marine Le Pen, Pegida, incluso usted mismo. Nuestros mandamases han asistido impávidos a la matanza de miles de cristianos (y musulmanes) en Siria e Irak, incluso han estimulado indirectamente el proceso (esta misma semana, secuestro masivo de coptos por nuestros “amigos” libios), pero lo que de verdad les preocupa es que no se nos haga usted islamófobo. ¿Sorprendente? Quizá no tanto. Porque nuestros amados líderes tienen buenas razones para comportarse así
Primera razón, preventiva: es verdad que los terroristas son minoría, pero la solidaridad de fe en esa comunidad es muy fuerte; advertir contra las generalizaciones es una forma de prevenir la extensión del problema. Más aún, el sistema cree posible que, con un poco de suerte, sean las propias comunidades musulmanas en Europa las que señalen a los violentos y faciliten su detención.
Segunda razón, electoral (oh, sí): en Europa hay casi 25 millones de musulmanes y en Estados Unidos más de 4 millones. En el caso de Francia, nadie ignora que el voto musulmán ha sido determinante en la mayoría socialista. En otros países –España, por ejemplo- ese peso es menos determinante, pero, con carácter general, nadie quiere ganarse la animadversión de un nicho electoral bastante homogéneo.
Tercera razón, financiera: el dinero árabe pesa mucho. Los emiratos del Golfo y la monarquía saudí tienen en sus manos una parte no desdeñable de la deuda pública española. ¿Cuánta exactamente? No lo conocemos porque el Tesoro oculta esos datos, pero sí sabemos que en octubre de 2008 el Gobierno (era aún el de Zapatero) abrió nuestra deuda pública a los fondos de inversión árabes y después hemos visto cómo las grandes empresas españolas firmaban contratos en Kuwait o Arabia, por ejemplo, al mismo tiempo que el dinero de Qatar y Bahrein empezaba a verterse en España.
Cuarta razón, socioeconómica: la demografía europea en general y española en particular está hecha unos zorros, cada vez parimos menos y, por lo que se ve, ningún gobierno occidental quiere invertir la corriente; el déficit de población quiere cubrirse con mano de obra inmigrada y, en ese paquete, la afluencia de gente procedente de países musulmanes es un filón inagotable. La reagrupación familiar, inaugurada en Francia en los años ochenta e imitada después en España, ha permitido compensar el déficit demográfico porque, además, los recién llegados tienen más hijos que nosotros. A nadie parecen preocuparle las consecuencias sociales y culturales de este “reemplazamiento demográfico”. Lo que el sistema necesita para sobrevivir es que entre más gente –preferiblemente, con sueldos magros- y bajo ningún concepto puede darse la impresión de que el musulmán será rechazado.
Todo esto bastaría para explicar la sorprendente islamofilia de los portavoces del desorden establecido, pero hay más. Hay una quinta razón. Una razón de orden ideológico que quizás es la más importante, porque toca el auténtico fondo de la cuestión. Se trata de lo siguiente: desde hace casi medio siglo, desde antes incluso de la caída del muro de Berlín, eso que aún llamamos “occidente” se ha construido como una no-identidad, como un espacio de vida sin raza (con perdón), ni credo (con perdón), ni cultura autóctona (perdón, perdón, perdón), como una suerte de Cosmópolis en la que todos cabemos a condición de que todos dejemos de ser lo que somos. Bueno, no todos: sólo nosotros, los de aquí. Los demás, los que llegan, ya se “integrarán”, es decir, se “diluirán” en una civilización concebida como aparato, como estructura, como máquina neutra. Es el viejo sueño ilustrado del “Estado Mundial”. Un sueño que exige la destrucción previa de la identidad colectiva. Justamente esa identidad en la que uno podría parapetarse para hacer frente al vecino hostil. Eso es lo que se esconde tras la acusación preventiva de “islamofobia”. Y en lugar de esa identidad, ¿qué nos proponen? Lo llaman libertad, pero en realidad quieren decir otra cosa. Otro día lo veremos.
© La Gaceta

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