El cine de mi niñez

Mi hijo mayor, Antonio, tiene nueve años y ya sabe de qué pie cojea su padre.

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Mi hijo mayor, Antonio, tiene nueve años y ya sabe de qué pie cojea su padre. Conoce perfectamente mis batallitas preferidas, las cosas que me gusta contar una y otra vez, las ideas que repito con tanta insistencia como fruición. Sabe perfectamente, por ejemplo, algo que ya le he dicho un montón de veces: que, de pequeño, mucho más que en la escuela, donde de verdad aprendía cosas era en los tebeos y en la televisión.
Y, en efecto, es que era así. En la escuela aprendía a calcular la superficie del círculo, a no confundir adverbios con preposiciones o paralelos con meridianos; pero en los tebeos y sobre todo en las películas que daban en televisión, lo que hacía era sumergirme en un cálido universo de narraciones. Nunca conseguiré ponderar como se merece la influencia que han ejercido sobre mí las películas de cine clásico proyectadas en la Televisión Española de la década de 1970 y 1980. En aquella época, el cine clásico era una de las estrellas de la programación televisiva. Daban tranquilamente dos o tres películas a la semana. No todas obras maestras, claro -ni falta que hacía-; pero todas unidas por un mismo aire de familia, por unos códigos visuales y narrativos que contribuyeron de manera decisiva a modelar la sensibilidad de varias generaciones de telespectadores, antes de que las cosas empezaran a cambiar.
Porque cambiaron, y vaya si cambiaron. Para un niño como yo, que creció en un hogar rural y desprovisto de inquietudes culturales, la televisión era una ventana abierta a un mundo mágico, complejo y fascinante. ¿Cómo explicar la impresión que produjeron sobre mí, cuando tenía nueve, diez u once años -también ya antes, y luego después-, películas como El séptimo sello, El increíble hombre menguante, Fahrenheit 451, La tentación vive arriba, La gata sobre el tejado de zinc, El hombre de Alcatraz, Un día en Nueva York, La ley del silencio, Casablanca, Doce hombres sin piedad, La ventana indiscreta, Capitanes intrépidos o El apartamento? ¿Cómo explicar la felicidad de aquellos sábados que, durante muchos años, me ofrecían primero, después de comer, la película de aventuras de Sesión de tarde y, por la noche, la clásica de Sábado cine después de Informe Semanal? Sólo puedo decir que no habría sido quien después fui, y tampoco quien soy ahora, sin el bagaje visual y sentimental dejado en mi memoria por largos años de goteo cinematográfico. Un gota a gota que caló en mi alma como pocas cosas más lo han hecho, dejando un poso imborrable de recuerdos, escenas y personajes a través de los cuales he aprendido a vivir.
Luego, como digo, las cosas cambiaron. Podría efectuarse un interesante estudio sobre el progresivo arrinconamiento del cine clásico en las grandes televisiones generalistas. La mayor responsabilidad corresponde, desde luego, a Televisión Española, que desde hace algunos años -tal vez ya desde hace una década-, y salvo esporádicas excepciones, ha expulsado el cine clásico de su parrilla. Ese tipo de cine sigue disponible en los correspondientes canales temáticos, pero de hecho ya no llegará a unas jóvenes generaciones a las que, así, se les hurta la oportunidad de entrar en contacto con un tesoro cultural de incalculable valor.
Como padre cinéfilo y bastante nostálgico, uno puede intentar que sus hijos conozcan un tipo de cine que, para muchos, ya casi se ha convertido en arqueología. Bienintencionados y poniéndonos un poco pesados, les decimos a nuestros hijos que hoy “vamos a ver una película de las antiguas” y les aseguramos que “las películas en blanco y negro no son un rollo”. El éxito de la empresa depende de varios factores; pero, aunque obtuviéramos un cierto triunfo, la experiencia de este cine artificial, programado de manera voluntarista por insistencia paterna, nunca podrá parecerse ni de lejos a la que nosotros conocimos: la del cine visto de manera ingenua y natural en la televisión de aquellos años, en el que se mezclaban los hermanos Marx, las películas del Oeste y otras que te llegaban a lo más profundo del corazón, como me sucedió a mí, por ejemplo, con Los mejores años de nuestra vida. No hace falta ser el Truffaut de Los cuatrocientos golpes ni el Garci que añora las sesiones dobles de los cines de barrio. Hemos sido muchos los espectadores anónimos que, como niños y a través de una televisión muy distinta de la actual, quedamos marcados para siempre por un universo de narraciones con las que aprendimos, de la mano de personajes inolvidables, tanto a llorar como a reír.
No sé si en otros países de nuestro entorno la situación es tan deplorable como en el nuestro; probablemente no. Las audiencias se han fragmentado extraordinariamente como consecuencia de la multiplicidad de canales y soportes audiovisuales. Es el signo inevitable de los tiempos. Sin embargo, si Televisión Española todavía fuese consciente de su misión como servicio público, y si sus directivos no fuesen tan mediocres como son, se darían cuenta de que mantener el gran cine clásico en su programación constituye uno de sus deberes irrenunciables. De acuerdo que ya nunca ocupará para las jóvenes generaciones el lugar de honor que le correspondió antaño en nuestro imaginario; pero una película semanal -no pido más que eso-, programada en día y horario accesibles, si se mantuviera a lo largo del tiempo, sin vaivenes, sin apariciones y desapariciones imprevistas, daría -creo- un fruto de la mayor relevancia. Cincuenta y dos películas clásicas al año son muchas películas. Crear otro mundo, distinto de esta vulgaridad asfixiante que actualmente nos rodea, depende de gestos mucho más sencillos y próximos de lo que se cree.
Las seiscientas y pico películas españolas que compró en pack RTVE y anda emitiendo por la noche en la 2 sirven ante todo para el solaz de los críticos de televisión y otros dinosaurios de la era analógica. Sin ser una mala iniciativa, no creo que sea lo que hace falta. Lo que necesitamos es el hábito del gota a gota. Saber que un día determinado de la semana, a una hora determinada y razonable, echan una película de cine clásico. Y mantener eso durante años, estando realmente convencido de la utilidad y sentido de lo que se hace.
Sin embargo, en una época de volatilidad y cambio acelerado como la nuestra, mantener una iniciativa durante años choca de frente con el Zeitgeist imperante. Para resistirse a éste, hacen falta convicciones sólidas, arraigadas en una visión del mundo donde insertar a los seres humanos en un universo de narraciones -cinematográficas o de otro tipo- se entiende como un elemento absolutamente básico de la educación. Una mente y un corazón bien poblado de películas clásicas de todos los géneros constituye un anclaje de la máxima calidad para una psique, para un mundo emocional, para una vida. Invertir en tiempo cinematográfico puede ser una magnífica terapia indirecta para muy distintos tipos de problemas. Y un alumno que hubiera visto mucho cine clásico sería un tipo de alumno completamente distinto del que hoy tenemos.
Mi hijo Antonio sabe que, antes o después, su pesadísimo padre volverá a insistir en ver alguna película de cine clásico. De momento, he tenido éxito con Sonrisas y lágrimas, Un día en Nueva York, Atraco a las tres, La gran familia, Bienvenido Mister Marshall, El guateque, El coloso en llamas, La aventura del Poseidón, El vuelo del fénix y poco más. A su edad -nueve años-, yo ha había visto muchas más películas que él. Claro que hoy tenemos Toy Story, Monstruos S. A., Ice Age y otros films de este tipo, que están muy bien; pero el cine clásico -por ejemplo, el de aventuras- es otra cosa. Un tesoro del que es una pena -y una irresponsabilidad- privar a unas jóvenes generaciones acostumbradas, sí, a otros códigos y lenguajes; pero a las que es nuestro deber al menos posibilitar el contacto con un mundo de películas que para ellas es prácticamente desconocido.

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