Atrocidades racistas: el gran ajuste de cuentas a Occidente

El líder negro de África del Sur Julius Malema (del EFF) declaró: "No exterminaremos a los blancos". Y a continuación añadió: "por ahora".

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Las fuentes oficiales lo han negado, pero en la era de Internet ninguno de nuestros actos escapa al escrutinio global: sí, Donald Trump cantó en 2012 el himno supremacista “mata al moreno [shoot the negro]”, y quedó constancia en vídeo. Una vez en la presidencia, su política de acoso a la minoría afroamericana confirma que aquello fue algo más que un derrapaje alcoholizado.

En efecto, la Cámara de Representantes ha iniciado los debates para la reforma constitucional que permitirá la expropiación sin indemnización de las propiedades de los ciudadanos negros. Enardecidas por la retórica racista oficial, y convencidas de su impunidad, bandas del Ku–Klux–Klan están asaltando ya las granjas afroamericanas. Los agricultores, aterrorizados, rodean sus propiedades de vallas electrificadas, cámaras de vigilancia… Duermen literalmente con la pistola bajo la almohada. Aun así, desde principios de 2018 no pasa una semana sin que se produzcan ataques mortales. ¡Y ay de las víctimas!

Son afortunados los que mueren del primer disparo. Porque los que se dejan atrapar vivos son sometidos a torturas impronunciables. Se han encontrado cadáveres de niñas con las mejillas rajadas al estilo “sonrisa del Joker”. Niños de doce años cocidos en agua hirviente. Ojos extraídos con tenedores. El gobierno enmascara este genocidio racial manipulando las estadísticas y asegurando que los asesinatos se deben simplemente a “robberies gone wrong” (robos en los que el propietario intentó defenderse).

¿Imaginan cuál sería la reacción de la comunidad internacional si lo anterior fuese verdad? Sin embargo, es verdad. Sólo tienen que trasponer EE.UU. por Sudáfrica, y permutar las razas protagonistas. Sí, Jacob Zuma, presidente del país hasta hace seis meses, fue filmado cantando “Shoot the Boer”(“dubul’ibhunu”), uno de los himnos del Congreso Nacional Africano (ANC), en 2012: el jefe del Estado gritando “matad al blanco”. Su sucesor, Cyril Ramaphosa, inició en Febrero de 2018 el proceso de reforma constitucional que permitirá la expropiación sin indemnización de las tierras de los blancos.

En este vídeo pueden ver a un dirigente del ANC reconociendo (a partir del minuto 2:25) que se expropiará sin indemnizaciones, y que “la burocracia y los jueces” harían mejor en no entorpecer el proceso con puntillosidades jurídicas, pues “nada que ordene el gobierno puede ser ilegal”; a partir del minuto 6:00 se puede escuchar a una portavoz del movimiento “Blacks First, Land First”, a quien no se podrá reprochar ambigüedad: “Vamos a por vosotros, y vamos a quitaros todo lo que poseéis [We are coming for you, and we are going to get everything that you own]” (6:50). En fin, tampoco hay que exagerar: el líder negro Julius Malema (del EFF) ha asegurado que “no exterminaremos a los blancos”. Cierto es que añadió: “por ahora”.

¿Por qué los medios de todo el mundo miran para otro lado? ¿Por qué ha tenido que ser la periodista y YouTuber Lauren Southern la que, por libre, sin guardaespaldas y financiada por crowd–funding, se echase a las peligrosísimas pistas rurales sudafricanas para entrevistar a los granjeros afrikaner asediados (el resultado es el impresionante documental “Farmlands”)?

La imagen que emerge es la de la “nación arcoiris” –el sueño buenista–multicultural hecho realidad– hundiéndose en el colapso económico y aproximándose peligrosamente a la guerra civil: hay granjeros blancos que han poseído sus fincas por diez generaciones (de hecho, los boers son el grupo étnico más antiguo de Sudáfrica: ninguna de las etnias negras ahora mayoritarias –salvo los san o bosquimanos– estaba allí cuando desembarcaron los holandeses en 1652; los zulúes no llegarían hasta el siglo XIX), y están dispuestos a defenderlas con su vida.

El gobierno sudafricano está aplicando cuotas raciales en las empresas y la administración: como los blancos son el 8% de la población del país, no deben ocupar más del 8% de los puestos. Partidos radicales como los Economic Freedom Fighters exigen la depuración de los blancos. El resultado es la pérdida de personal cualificado, el caos, la ineficiencia. Sudáfrica parece no haber escarmentado en las carnes de la vecina Zimbabwe, donde la expropiación y expulsión de los blancos sumió al país en la hiperinflación y la carestía a partir de 1980.

La política de cuotas raciales y de “negros primero” está generando una clase blanca desfavorecida a la que el Estado no asiste –no se les admite en los shelters públicos– y que se ve obligada a agruparse en “white displacement camps” o “white squatter camps”. Malviven en chabolas. No tienen dinero para emigrar a Occidente. Además, no está claro que Occidente los admita como refugiados: Canadá ya ha denegado el asilo a algunos.

En 2015, sudafricanos blancos pidieron a la Comisión Europea que reconociese oficialmente un “derecho al retorno”, pues sus antepasados eran holandeses, británicos o franceses. La respuesta fue el silencio. El celo desplegado hasta ahora por las instituciones europeas para detener la limpieza étnica en Sudáfrica es el mismo que el mostrado frente a la persecución de los cristianos en Oriente Medio.

Llegados a estas alturas del artículo, apostaría a que dos ideas han saltado ya en el cerebro de algunos lectores: que soy un “supremacista blanco” y que los afrikaners “se lo han ganado a pulso, pues impusieron el apartheid”. Es la reacción por defecto del occidental progresista: en cualquier contencioso del que no estés muy informado, empieza por presuponer la culpabilidad de los tuyos y la inocencia de los diferentes.

Es el mismo mecanismo que llevó a millones de europeos a reaccionar al 11–S con un instintivo “¡los yanquis se lo merecen!”. El que, tras cualquier atentado islamista, lleva a los políticos a visitar mezquitas y a proclamar que el verdadero peligro es la islamofobia(“Presidente, los japoneses han atacado Pearl Harbor”. “¡Rápido, reservadme mesa en restaurante de sushi y una butaca en Madame Butterfly!”). El que, tras nuestro 11–M, empujó a millones de españoles a culpar al gobierno y no a los terroristas.

Y es que el marxismo cultural ha triunfado: ha inculcado en nuestro subconsciente un mapa social que divide a la humanidad en opresores y oprimidos. El criterio segmentador ya no es (sólo) la clase social, sino el sexo, la raza, la orientación sexual, la religión… Varón malo, mujer buena. Blanco malo, otras razas buenas. “Cis–heteronormativo” malo, LGTB bueno. Cristiano o judío malo, cualquier otra religión buena.

Mark Steyn escribió: “¡Racista!: Es el grito del progre occidental que no puede soportar que sus fantasías ideológicas sean perturbadas”. Si alertas sobre las altas tasas de delincuencia de la inmigración extraeuropea y su difícil asimilabilidad cultural, o arguyes que cualquier Estado digno de tal nombre tiene derecho a controlar sus fronteras: ¡racista! Si te preocupan las tasas de natalidad paupérrimas de casi toda Europa, eres un racista que “teme que se extingan los blanquitos”. Si te preocupa que a los niños afrikaner les saquen los ojos, eres un racista que añora los buenos viejos tiempos del apartheid.

Todos los negros son el mismo negro: por eso, las sevicias que sufrió la víctima de la esclavitud hace 200 años o de la segregación racial hace 50 pueden ser reparadas ahora ofreciendo “discriminación positiva” a su bisnieto. Todos los blancos son el mismo blanco: por eso, las injusticias de los orquestadores del apartheid pueden ser expiadas mediante el descuartizamiento de sus descendientes. Sippenhaft, “castigo colectivo”: un concepto muy amado por los nazis.

Un masoquismo penitencial lleva al progresista occidental a extender el cuello para que los mil y un agraviados por la opresión blanco–masculino–cristiano–heterosexual se lo corten. La historia entendida como una interminable revancha de los supuestamente humillados y ofendidos. Hay que reservar a las mujeres el 50% de los puestos en todos los ámbitos; a los sudafricanos negros el 92% (y los blancos deben expiar con sangre el pecado del apartheid); hay que entregar al lobby LGTB la educación sexual en los colegios, para compensar milenios de “homofobia”… Cuando termine el gran ajuste de cuentas, Occidente será Zimbabwe.

© Disidentia

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