Los bárbaros

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Cycle des contrées 

Los jardines estatuarios

Los bárbaros

Editorial Sexto Piso

Madrid, 2014-2015

 

Escribir sobre una novela (dos en este caso), siempre impone una cierta obligación hermenéutica. De la simple glosa a la reseña, hasta las palabras mayores de la crítica, la tarea de quien escribe sobre lo escrito requiere entre otros cuidados una interpretación sobre las pretensiones y alcance de la obra y una evaluación de lo conseguido, aquello que definiríamos como “mérito” del autor. En lo que concierne a “Los jardines estatuarios” y su continuación en el “Cycle des contrées”, “Los bárbaros”, parece que una tarea tan obvia se convierte en algo extremadamente difícil. Reconozco que antes de escribir esta noticia he leído unas cuántas reseñas sobre “Los jardines estatuarios”; y de todas (que no son muchas), he sacado la misma conclusión: nadie tiene ni idea de qué demonios ha querido contar Jacques Abeille con estas dos entregas novelísticas que se están convirtiendo en obras de culto, por lógica y justicia; de culto porque, precisamente, los lectores reciben la soberana impresión de haber transitado por un discurso narrativo rotundo, impecable, inteligente hasta casi el apabullamiento, elegante y frío como bellas y frías son las estatuas de los jardines... Mas he aquí que junto a esas sensaciones, hay una intención sumergida (como los pedestales de las imágenes pétreas que crecen desde el fondo limoso e indiferenciado, la entraña del ser mineral de la tierra, en los jardines cuidados por maestros en el oficio ancestral del cultivo estatuario). Más que una difusa idea, penetra toda la lectura esa intuición, acaso sospecha, de que Abeille cuenta “algo” mucho más allá del argumento y los personajes, una proyección ideológica, de índole filosófica y moral que es absolutamente necesario descifrar. Se instala en el lector la desasosegante urgencia por interpretar de forma correcta esa propuesta rectora tan endemoniadamente difícil de desentrañar y cuyo aliento poderoso se manifiesta, digamos “a la vista del lector”, a través de una prosa impecable, un discurso extraordinariamente coherente y verosímil y un ritmo tan pausado, desapasionado, honesto como tranquilo, semejante a los libros de viajes o los tratados de antropología. No hay trampa ni enredo en la saga de “Cycle des contrées” (“Ciclo de los países” por personal traducción; por cierto: impresionante el trabajo de Lluís María Todó en la versión en español de las novelas que lo componen).

 

No hay artificio retórico en esta soberbia narración sobre un mundo de misterio e inquietantes evocaciones. Parece como que Abeille hubiese decidido situarse más allá de la superficie del arte y la cultura, ahondar hasta la misma definición y, sobre, todo, la vagarosa y al mismo tiempo insoslayable razón de ser de toda historia, toda narración sobre la misma y, claro está, toda existencia. El argumento (imaginativo, fértil, a menudo notable en la potencia fabuladora del autor), es la gran excusa; los personajes aparecen como testigos irremediables del decurso expositivo, a veces como resignados, otras con sabiduría en la aceptación, siempre dando la impresión de que su mundo no es su propiedad ni se incluye exactamente ajustado al universo argumental, el cual tiene propia lógica y propiaas leyes “más allá de las leyes de los hombres”. He leído en algunos comentarios sobre estos personajes de “Los jardines estatuarios” y “Los bárbaros” que son distantes, impávidos y frecuentemente teatrales. Yo creo que representan la réplica racional y sentimental al caos magmático de una naturaleza avasalladora en su imperio totalizador, sujeta a leyes que ninguno comprende pero que todos reconocen y hacia la que observan un trato obsesivamente protocolario, tanto los abnegados, meticulosos jardineros de estatuas como los nómadas rebeldes que habitan en las fronteras del País de los Jardines, quienes planean la conquista y revancha contra aquella civilización en la que no tuvieron cabida o los expulsó de su seno, a mayor amargura.

 Hablamos, ya en materia más concreta, de una saga y dos novelas que desarrollan un argumento bastante sencillo en sus formas. En “Los jardines estatuarios”, un viajero del que apenas se cuenta sobre sus orígenes (hay una divertida referencia a “los bizancios” que caben en su cabeza, juicios y sentimientos), llega al País de los Jardines, interesado por la extraña y absorbente dedicación de cultivar estatuas. Conoce una sociedad de jardineros de estatuas (todos hombres), regida por unos escrupulosos protocolos no siempre comprensibles pero siempre deliciosamente argumentados. Se interesa igualmente por la sociedad de las mujeres, la cual habita en su propio mundo, al margen de la actividad esencial estatuaria; tras una fase de conocimiento y aprendizaje ineludible, emprende un viaje a los confines del imperio, conoce a Vanina, la mujer, el eterno femenino en la novela, y al príncipe entre los nómadas, un antiguo jardinero que abandonó el País (su “dominio” en el léxico de la novela), y aguarda el momento de regresar al frente de sus tropas para arrasar el viejo orden e imponer su autoridad en todo orbe conocido. Tras esta primera parte “de iniciación”, deviene la segunda entrega, “Los bárbaros”, ambientada bastantes años después. Los nómadas han conquistado el País de los Jardines y su capital, Terrébre, imponiendo un status muy particular que se distingue por el poder sobre las tierras, las cosas y las personas en igualdad de jerarquía para todos (territorios, cosas y personas). Los habitantes de Terrébre tienen la certeza de que los bárbaros los observan con la misma atención e idéntica desafección que a cualquier ser-ente de los entornos, sea animal o cosa, inmueble o semoviente. Los bárbaros, en realidad, sólo aprecian a sus caballos. Un profesor de literatura, filólogo interesado en las crónicas que sobre sus viajes escribió en épocas pasadas el protagonista de “Los jardines estatuarios”, comienza a investigar esta obra clásica; acaba viajando hasta los confines de la tierra en compañía del supremo entre los bárbaros, el príncipe conquistador de Terrébre, quien anhela el conocimiento sobre los arcanos decisorios de su razón de ser en su mundo, la realidad continente de las vidas y destinos de todos. El viaje sapiencial constituye el núcleo de “Los bárbaros”; la ambigüedad aceptada de esa realidad transitable pero incomprensible en las esencias de su índole, acabará por imponer la fuerza impenetrable del misterio para gentes que han curtido su espíritu y aptitud cognoscitiva en la tarea de desentrañarlo, exponerlo, evidenciarlo… Pero nunca explicarlo.

 Este es el argumento, a grandes trazos, del “Cycle des contrées”. A la mayoría de sus exégetas, por lo leído hasta ahora, les interesa la forma, el lenguaje, la superior capacidad narrativa de Abeille, la estoica virtud ambulante de sus protagonistas, la distancia entre los hechos, los sentimientos y las ideas, la muchas veces mencionada “frialdad” del relato que, paradójicamente, tiene la habilidad de fascinar con esa prosa desnuda, certera, despierta tanto como envolvente, implacable… El “Cycle des contrées” compone una metáfora y una verdad irrefutable, de esas que tienen la suprema potestad de convencer a todo el mundo aunque no seamos capaces de explicar el sustrato íntimamente certero de su enunciado. Todos esos elementos trazan el carácter de obras fundacionales; el “Cycle des contrées” se convierte así un “mito abierto” (la famosa obra de culto), sujeto para siempre a interpretaciones. La primera edición de “Los jardines estatuarios” data de 1982 y aún están los críticos y especialistas poniéndose de acuerdo sobre si es una obra maestra o el brillante desatino de un loco genial. El “Cycle des contrées” está constituido, yo creo que concebido, como una apasionante obra literaria de raíz filosófica que impetra de continuo ser interpretada. Explicada.

 Hay dos temas permanentemente vinculados en esta narración: la tradición y el acto humano como ritual de liberación ante la incertidumbre de lo propio humano y el sentido de la muerte. La tradición hilvana el nexo sapiencial y vincula los saberes ancestrales de la humanidad con la inquietud de las generaciones actuales (los jardineros de estatuas, los bárbaros, los terrebrinos desprovistos de su presunción de “ser”, vagantes y tumultuosos en un mundo que ya no existe); y esa unión en el tiempo y en la conciencia se forja tanto en el interior de los seres humanos como en el exterior, esto es, sobre las cosas. En semejante contradicción, o tensión existencial, halla su origen en el misterio, al igual que sus dos categorías consiguientes: el presente (en todas sus formas y en todas las dimensiones del caos), y el destino. Todos los azares relatados en la obra, las búsquedas, viajes, confrontaciones y adversidades, se articulan sobre esta ilusión, este afán sin término. Abeille tiene la habilidad turbadora de no distraer nunca al lector sobre tal objetivo, la auténtica obsesión argumental de ambas novelas: ir para conocer. ¿Ir a dónde y conocer qué? Como lector (quizás me equivoque), tengo la impresión de Jacques Abeille escamotea estas dos respuestas porque conoce perfectamente la enorme eficacia de la imposibilidad sobre cualquier respuesta. El autor, astuto hasta lo exasperante, ha situado la auténtica indagación en un plano diferente a la propia narratividad de ambas novelas. En suma: buscamos donde no hay, pero no nos desalentemos: el avieso, maravilloso autor, nos dirá dónde buscar. Desde este punto de vista, el “Cycle des contrées” tiene el valor tempestuoso, laberíntico, de un enrevesado mapa del tesoro. Antes decía que no hay trampa ni artificio en la obra, y no creo haber distorsionado la realidad: no hay artificio en proponer la búsqueda de lo cierto, el valor supremo de la revelación definitiva, a quien sabe de antemano (y lo sabe porque su propia naturaleza le indica que las cosas son así y nunca van a cambiar), que es inútil buscar el tesoro si no se lleva previamente encima, guardado en el alma; si no somos el apocalíptico “hombre que lleva siempre encima su recompensa”.

 En cuanto a mi experiencia lectora, como diría el famoso viajero inglés después de engullir un cocido andaluz en la montañosa ciudad de Ronda: “Puedo asegurar, sin temor a equivocarme, que jamás en la vida he probado nada semejante”. Han sido dos semanas de entrega y rendición a una experiencia casi hipnótica. No recuerdo un abandono semejante, ante un libro, desde los tiempos casi adolescentes, cuando uno se encandilaba por casi cualquier cosa bien escrita. Pero claro, ni “Los jardines estatuarios” ni “los bárbaros” son sólo algo “bien escrito”. Son una narración tan pulcramente exhibida, tan inteligente y sugestiva, que al final queda la turbadora sensación de haber sido elegido por el “Cycle” como merecedor de leerlo. En efecto (también hay que aclararlo de antemano, que nadie se llame a engaño), esta saga no es para lectores en busca de entretenimiento, ni para forofos de la novela-género, ni de la “novela fantástica”. Se trata de literatura en estado esencial, desprovista de todo aditamento y (a vueltas con lo mismo) artificio. “Los jardines estatuarios” y “Los bárbaros” son dos novelas que desarrollan un titánico universal: el conocimiento y la emoción fundidos en el único misterio sobre el que merece la pena escribir: la conciencia y su diálogo eterno con el ser. Lo demás son adornos. 

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