Del nacionalismo al federalismo

Nacionalismo e Imperio (I)

Primera entrega de una reflexión, a partir de los postulados de la Nueva Derecha, sobre la dimensión de los conceptos de "nación" e "imperio", en relación con la posible articulación de Europa y de la vertebración de nuestras "Españas".

Compartir en:

1. Concepto de nación y nacionalismo

Es un lugar común la condena del nacionalismo. La condena proviene de la derecha, de la izquierda y del centro. En realidad, es muy ambiguo el término “nacionalismo”, y de ahí tantas clases de condenas, no siendo ambiguo, en cambio, el concepto de nación. En aquellos países donde existe un nacionalismo centrífugo, separatista (el caso de España), la terminación “-ismo” ya alude a una tendencia, a una corriente, a un movimiento o a una ideología. Sin embargo es la raíz misma de la palabra, “nación” la que presenta una absoluta claridad por encima y más allá de las ideologías.

Es la nación lo más cercano, carnal y concreto en la experiencia de los individuos, al menos para las personas pertenecientes al continente europeo. Nación, evidentemente, viene de nacer. Las naciones, ya en tiempos medievales (siglos nada “nacionalistas”, desde luego) eran las patrias de origen de las personas. En cada patria habría fueros, usos, lenguas y peculiaridades, pero la Cristiandad constituía la comunidad universal a la que todos se sentían vinculados de una forma fundamental. Fueron la modernidad, el racionalismo, el auge del Estado absoluto, los procesos que prepararon las condiciones para convertir esas patrias carnales y de procedencia en entes sustantivos por los que luchar, morir, matar. En el medievo, donde las diferencias culturales entre cristianos occidentales eran mínimas, las lealtades se fijaban con respecto a la Fe y a los Señores (reyes o nobles) legítimamente soberanos. Los pueblos sólo comenzaron a prestar lealtades, juramentos, o a ejercer derechos colectivos, en una fase del medievo bien tardía, justamente en el momento en que las ciudades habían recobrado cierto desarrollo y fueron instituidas entonces como repúblicas, autogobiernos plenos en su casco urbano y su alfoz.

Pero la existencia de una nación más amplia que todas esas “repúblicas” medievales, comienza realmente a raíz de la Revolución francesa. Ese momento en que a los monarcas se les retira su exclusividad en la Soberanía, y se les retira todo derecho patrimonial sobre territorios y gentes. La “voluntad general” absoluta de Rousseau es el sustituto del Monarca como voluntad unipersonal absoluta. En medio del Soberano y el Pueblo los adeptos a Rousseau no reconocen cuerpos intermedios. Desaparece poco a poco la legitimidad y la razón de ser de aquellas corporaciones que eran autónomas con respecto al Rey, y que la Corona debía aceptar como realidades necesarias, órganos vitales del cuerpo político. Los gremios, la familia, el concejo o municipio, las asambleas regionales y eclesiásticas, todo ello quedará amalgamado y reunido dentro del “Pueblo” o dentro del “Estado”. Un Estado “popular”, siguiendo la estela de Rousseau y de la Revolución, es necesariamente un Estado absoluto. Ya no habrá una cabeza coronada, pero sí habrá un caudillo, un directorio, un Partido, una Asamblea, una entidad más o menos colegiada que se arroje el anterior carácter absolutista del Estado monárquico. El Rey es ahora un “Primer ciudadano” o, bien será sustituido por un colegio de déspotas, pero en ese Estado popular no se reconoce en la nación una organicidad propia, previa, con sus elementos y corporaciones ya dotados de legitimidad.

Hoy, cuando empleamos la palabra “nacionalismo” nos olvidamos de la nación como cuerpo intermedio entre el Soberano y el “pueblo”. Nos dejamos llevar por la idea revolucionaria, en su origen, según la cual la nación es ese mismo Pueblo sustantivado, homogéneo, a modo de amalgama de mónadas autárquicas, cuyo voto, discreto y puntual, da lugar a una Voluntad soberana igualmente autárquica. El triunfo aplastante del liberalismo y del democratismo nos ha cegado, y nos conduce inevitablemente a entender que la Nación es ese agregado de mónadas, y un mónada en sí misma. El liberalismo de raigambre británica, y el democratismo (o jacobinismo) de raíz gala fueron introducidos en suelo hispano, en las Españas, tanto en las Españas europeas como americanas, por obra de bayonetazos y cañonazos. Sin embargo, la existencia misma de las guerras carlistas, y de un fuerte movimiento “tradicionalista” en nuestro país, demuestran claramente que tales “-ismos” extranjeros no se adaptaron bien a nuestro suelo y a la idiosincrasia de nuestros pueblos. Los pueblos de “Las Españas”, valga este plural para afirmar la pluralidad dentro de una unión, se encontraban en el siglo XIX en un estado mental mucho más semejante al de los pueblos centroeuropeos de la misma época: muy acostumbrados a una idea federativa y diferencialista de Monarquía, sin perjuicio de valores como lealtad al Poder legítimo o fraternidad entre pueblos vecinos y hermanos.

Es la tradición federalista y “simbiótica” que, últimamente, ha reivindicado Alain de Benoist en su estudio sobre Althusius (ese gran desconocido, frente a Bodin, Hobbes, Rousseau, etc.), la que podría ayudarnos a entender nuestras Españas así dichas, en plural.

La construcción de entidades políticas superiores nunca debe suponer la anulación de las entidades naturales preexistentes. Nación, volvemos a repetirlo, viene de “nacer”, nación es naturaleza; Estado o Imperio, por el contrario es política. Las entidades políticas son obra del hombre, son “cultura” o “civilización”, fábrica humana y realidad de segundo orden por cima de las partes materiales constituyentes, realidades étnicas, comunidades religiosas, regiones y países. El mismo absolutismo con que el Monarca proclamó “El Estado soy yo”, lo encontramos en ese tipo de nacionalismo que entiende el Estado como una expresión inmediata de una Etnia: “El Estado somos nosotros”. Los Estados de Europa son, en general, de origen multiétnico: son fruto de la unión de etnicidades distintas, una unión en la que el linaje de los señores (reyes y nobles) o la acción eclesiástica eran decisivos, por cima y más allá de las partes materiales conformantes. Al no ser “nacionalistas” ni los reyes, ni los nobles, ni los pueblos ni los eclesiásticos, al no haber “nacionalistas” en sentido alguno de la palabra en la Edad Media, esto permitió a los actores, precisamente, ir edificando las futuras naciones, creando reinos. Y los reinos medievales eran estructuras orgánicas, que ya se alzaban sobre cuerpos intermedios dados. Los gremios, las ciudades, las congregaciones religiosas, las asambleas territoriales, los “estados”, eran órganos con los que el Monarca debía contar. La tradición del Pacto y de la Soberanía compartida existía en muchos lugares de la Cristiandad, también en Las Españas.

2. Construcción europea y principio confederativo

En la actualidad, las naciones europeas son muy pequeñas, y hace tiempo que se reconoce la necesidad de una unión o confederación. Sin embargo, el modelo que los grandes poderes financieros e industriales promueven para la construcción europea supone una merma de autonomía de los Estados-nacionales, especialmente en los aspectos económicos. La propia U.E., despótica en materia económica con sus “socios”, no parece ser, ella misma, un Poder distinto del poder multinacional. El capital americano, chino, petrolero-musulmán, etc. es el capital que controla la U.E., y la pone de rodillas. Tenemos una Unión Europea cada vez más impotente hacia el exterior, y más tiránica hacia dentro, hacia las patrias constituyentes.

Los pueblos de Europa, y más concretamente, de las Españas, van sumiéndose en la desilusión con respecto a la idea federativa continental. Hemos caído todos en ilusiones creadas por burócratas que, a golpe de reformas jurídicas e institucionales, van fabricando un Ente supranacional que recorta soberanías nacionales, a la par que desdibuja y olvida las etnicidades y las regiones. Entre el viejo centralismo jacobino de las naciones “canónicas”, y la locura separatista de la Europa-mosaico, Europa es hoy una fantasía de burócratas, por no decir una falsa conciencia al servicio de las compañías transnacionales. En la crítica a Europa como sueño irrealizado y como unión en falso, todo el mundo lleva razón en su parcialidad, pues es objetivo el dato de que Europa como potencia decae; como civilización con moral y valores propios se hunde; como hermandad de pueblos afines, fracasa. Llevan razón los defensores de la nación-estado (en España, los “españolistas”) cuando observan la merma de Soberanía nacional a cambio de beneficios muy dudosos. Llevan razón los defensores del separatismo y del regionalismo, cuando dicen que la U.E. es ciega, en el fondo, a los intereses territoriales y derechos colectivos subestatales. Llevan razón los defensores de una “Europa nación”, unida, cuando denuncian que, en realidad, prima la plutocracia y la unión meramente mercantil, sojuzgada, además a los norteamericanos y al Capital internacional que, como tal Capital es un “dinero que no huele”, es decir, que en rigor no tiene patria. La crisis de identidad que padecen los europeos en general se exacerba especialmente en las Españas, lugar en que las masas se sienten, progresivamente, desafectas a todo ideal de patria y de pertenencia a la Civilización.

3. Las Españas y el Imperio como idea

Hasta la venida del industrialismo y de la “lucha de clases”, los españoles de todas las regiones percibían con naturalidad su doble lealtad al Trono y al Altar, a pesar de la falta de ejemplaridad de muchos representantes de ambas instancias, las cuales llenaban todo el espacio de la Autoridad, un espacio que después, al norte de los Pirineos, será ocupado de un “nacionalismo” de corte populista. A pesar de que hoy los liberales y socialdemócratas han llegado a ponerse de acuerdo en señalar 1812 como fecha inicial de una “España nación”, obviando todo el proceso realizado las monarquías medievales, culminado en la conquista del último reino moro y la unión y anexión de las Coronas peninsulares (a excepción de Portugal), ha de reconocerse que los procesos “nacionalitarios” en España fueron incompletos, irregulares, contestados. La voz del carlismo, con su reivindicación foral y su oposición al centralismo jacobino (amén de corrupto) fue acallada, y lo sigue siendo. La tradición carlista, el “Tradicionalismo”, conducía a otra índole de Estado basado en un confederalismo que no comprometía la lealtad a la Corona (siempre que la rama dinástica fuera la legítima) ni la integridad unionista de Las Españas, de muy otra manera a como el republicanismo federalista propugnaba.

Precisamente la apelación a una “Tradición” hacía referencia a lo que nuestros mayores nos habían “entregado”. La Cristiandad común a todos los reinos ibéricos, desde su núcleo inicial asturiano, y su vocación unitaria en lo que respecta a la expulsión del invasor (árabe, sirio y bereber, en cuanto a lo étnico, musulmán en cuanto invasor, como elemento humano religiosa y culturalmente alógeno) fueron la base de Las Españas. Españas étnicamente diversas –pero no en extremo- al punto de origen de las mismas, pero muy próximas en materia cultural y religiosa. La propia configuración de las Españas a fines de la Edad Media –bien expresada en la etapa de los Reyes Católicos- es análoga en todo al modelo germánico imperial. Este modelo germánico conllevaba la diversidad jurídica de territorios y vínculos con respecto a la Corona, la concepción de una Corona directora de esa heterogeneidad bajo el precepto de máxima lealtad a la Autoridad y máxima descentralización. Justamente lo que hoy nos falta en el “Estado de las Autonomías” español, donde la descentralización no ha evitado la duplicación de funciones con relación a la Administración Central, y en donde la lealtad brilla por su ausencia en algunas de las Comunidades autogestionadas. Ahora que las naciones europeas sin duda se han vuelto muy pequeñas e impotentes antes los imperios regionales del planeta (EEUU, Rusia, China, Países Árabes), la aparición de nuevos “reinos de taifas” dentro del Reino de España podrá tomar una coloración siniestra, trágica.

La propuesta de Alain de Benoist y de buena parte de la (mal) llamada “Nueva Derecha” consiste en reivindicar el Imperio –en el sentido medieval del Sacro Imperio Romano Germánico- como unidad de la diversidad, como síntesis conciliadora de la Institución monárquica y la multitud de ciudades, principados y repúblicas constituyentes. Se trata de una propuesta basada en diversos principios fundamentales: (1) Jerarquía: la unidad supranacional contiene el máximo de soberanía, en el sentido schmittiano, decisión sobre las cuestiones últimas, (2) Subsidiariedad, en el sentido de que aquellas cuestiones que puedan ser resueltas de manera eficaz por la escala más local de la soberanía, deberán quedar relegadas a ella, evitando injerencias por parte de la más alta. A tales principios hemos de añadir por nuestra parte (3) Solidaridad: las unidades conformantes del Imperio están obligadas entre sí a prestarse ayuda y a sostener una defensa común ante agresiones externas.

La tradición que Benoist reivindica, la de Althusius, es la de un Imperio que nosotros hemos dado en llamar “aglutinante”2. Esto es, un catalizador, un sintetizador de las disparidades, aunándolas bajo un proyecto común. A lo largo de la Edad Media, la Cristiandad europea occidental –Cristiandad fáustica, la podría llamar Spengler- fue un universo en este sentido. La idea del Imperio investido de sacralidad, en pugna dialéctica, en bicefalia y en complementariedad con el Papado, es la heredera directa de la más vieja idea indoeuropea de una realeza sacra. Los reinos de las Españas, en independencia con el Sacro Imperio Romano Germánico, conformaron en esta parte del occidente cristiano exactamente la misma idea: una unidad en la diversidad, una “simbiosis” (Althusius) con un destino común. En nuestro caso fue la expulsión de los extranjeros islamitas que mantenían su yugo sobre la Península. En un buen resumen de las ideas de Benoist al respecto, leemos:

“Todo imperio comienza en principio por la alianza orgánica de algunos elementos. El contagio se extiende luego al conjunto. La desaparición de las naciones actuales, como paso previo a esta unión, constituye una utopía que impediría toda construcción europea imperial. Europa no es una idea abstracta, es una pieza de la geopolítica mundial. Europa no tendría sentido más que si se convierte en una potencia. La solución no se encuentra en negar la existencia de las naciones europeas en favor de las regiones únicamente, pues una asamblea ideal de pequeños enclaves roussonianos, sería presa fácil para las superpotencias, ni tampoco en negar la existencia de las naciones en favor de una sola nación. Entre el jacobinismo y el separatismo es posible una tercera vía”.

En modo alguno el Imperio debe suponer la destrucción de las naciones. En esto consiste el concepto confederativo y aglutinante de Imperio, a diferencia del Imperio absorbente, esto es, la construcción basada en el predominio de un Estado sobre territorios conquistados que pasan a ser absorbidos como prolongación, periferia, provincia (palabra, provincia, que viene de “vencida”). En suma, Alain de Benoist realza el modelo germánico o althusiano frente al modelo romano. En éste último, una urbs, una ciudad-estado, ensanchada sucesivamente en forma de República e Imperio, imponía rígidamente sus formas a los países y gentes que se habían sometido a ella. El módulo de la urbs romana se tenía que multiplicar con pulcra exactitud y cuadratura a cada capital provincial, quedando el territorio circundante sometido a colonización, esto es, a diversos grados de aculturación. El provinciano queda, en el modelo romano, organizado verticalmente, en una jerarquía donde el hombre máximamente romanizado es quien detenta el poder y disfruta de los privilegios, y en el fondo ínfimo, el provinciano escasamente romanizado es, en realidad, un bárbaro sometido, un bárbaro intra-liminar.

El caso del Imperio Hispánico es paradójico. A lo largo del medievo se va formando una conciencia unitaria sobre la base territorial de una península que coincidía con la monarquía de los godos, grosso modo. También sobre la base de una religión cristiana compartida, que los hermanaba como una confederación frente a un enemigo común, los invasores y ocupantes de este mismo territorio, los musulmanes. No obstante lo cual, la especificidad foral, la integridad de cada una de sus Coronas –sin perjuicio de su unión a partir de los Reyes Católicos- permitió la pervivencia de un modelo Imperial al estilo germánico (mal llamado feudal): unidad de Corona, pero diversidad territorial en cuanto a leyes, representatividad, fisco. Ahora bien, como la Conquista de las Indias fue una empresa fundamentalmente castellana, el trasvase de un módulo dominante, multiplicativo, fue el trasvase de un módulo castellano (castellano a través de sus modalidades extremeñas y andaluzas, en gran medida) y con ello se reprodujo un estilo imperial “romano”, absorbente, en las Américas, en lugar de hacerse al modo aglutinante.

Aglutinar posee el sentido de aunar lo que puede ser, en sí mismo, semejante o dispar. Absorber, en cambio, posee el sentido de atraer las sustancias fluidas que rodean a un centro que las cautiva, las incorpora, les retira la independencia existencial y las engulle como partes materiales, no ya formales, del centro de absorción. Es evidente que el derrumbe de las culturas indias de las Américas ante los españoles –castellanos- fue un momento absorbente en la construcción del Imperio español, mientras que la anexión de las Asturias (1388), convirtiéndola en Principado, o la conquista de Navarra (1512), por ejemplo, fueron procesos aglutinantes, con independencia de los métodos empleados (aquí sólo hablamos del resultado, y no del procedimiento).

En la actualidad, la Unión Europa dista mucho de ser una verdadera Confederación de naciones hermanadas, un bloque continental-imperial que integre la máxima lealtad a un Poder Soberano, central, rector, y plena subsidiariedad, con un respeto escrupuloso a los ámbitos regionales y locales de autogobierno. Como dice Carlos Pinedo “entre el jacobinismo y el separatismo es posible una tercera vía”.

Las naciones europeas, dotadas de una moneda común, de un espacio económico auténtico y de una defensa común, se proveerían de un poder ejecutivo, limitado a las cuestiones esenciales de la gran política del Imperio europeo. No hay ninguna necesidad de transplantar a Europa el modelo de Estado-nación, de tipo francés. Ningún pueblo lo aceptaría. Por el contrario, la modernización del modelo del antiguo Imperio romano-germánico, donde coexistían una esfera real y una esfera imperial, podría constituir la solución de la unidad europea. El modelo imperial permitiría a cada Estado definir sus instituciones políticas, es decir, su propio régimen, reservándose un escalón superior para la función propiamente imperial”.

Con este modelo, es evidente que, en términos geopolíticos, Europa se convertiría en una potencia, y no en un mosaico de pequeños estados, controlados más o menos por el eje franco-alemán, que es lo que ahora tenemos. Un eje que, a su vez, se ve sometido a los intereses de potencias extranjeras, directamente, los EE.UU. e Israel, y, de manera muy significativa, los intereses del Capital transnacional. La debilidad de Europa, precisamente, reside en el rechazo de su tradición política, la del Imperio germánico (Sacro Imperio) y, entre nosotros, la de Las Españas. Un aparato burocrático elefantiásico, un despotismo sobre el poder local y regional, un abandono de la Soberanía nacional... todo lo que implica la U.E. a los ojos de sus pueblos es justamente lo contrario al proyecto Imperial aglutinante que formula el pensador francés.

En España, don Ramiro de Maeztu, el gran teórico de la Hispanidad, sostiene, avant la lettre, ciertas ideas confederativas y neogremiales que, años después, sostendrá la Nouvelle Droite. En su obra La Crisis del Humanismo6, el pensador vasco sostiene ideas descentralizadoras, corporativistas, con vistas a ponerse en frente del marasmo en que se veía sumida Europa en su tiempo. Entre las causas de ese marasmo se encontraba el paso de una filosofía objetiva a otra de corte subjetivo, que Maeztu sitúa en torno al Renacimiento (Humanismo). Sorprendentemente, Maeztu no parece ser conocedor de la Filosofía Escolástica, o no la cita en su obra, ni tampoco se reclama heredero de Aristóteles y Santo Tomás, o de los grandes escolásticos españoles del Siglo de Oro, ni tampoco vincula sus concepciones distributivistas para el siglo XX con el concepto medieval de Imperio. Hubiera sido una vía de enriquecimiento teórico muy valiosa.

Las formulaciones pluralistas, confederales (a la vez que imperiales) de Alain de Benoist y otros pensadores neoderechistas han de ser combinadas con su planteamiento claramente regionalista y –en algunos casos- corporativista. Todo ello, inmerso en un inequívoco planteamiento identitario. Un Imperio aglutinante, descentralizado y participativo por la parte de abajo (gremial, regional, municipal), pero fuerte y dotado de autoridad (y poder militar) por la parte de arriba debe contar entre sus miembros a colectividades inequívocamente europeas.

No sirve el criterio geográfico puro: nunca sirvió. Ahora mismo, un Estado sólo formalmente laico, pero masivamente musulmán –Turquía- ocupa una parte de suelo europeo, y quiere ser miembro de la Unión Europea. Igualmente, hay musulmanes en los Balcanes. Son enclaves éstos que junto a la masiva emigración proveniente del mundo árabe-africano, pero moradora en Europa, pondrán en grave peligro la identidad colectiva de esta Unión, más necesaria que nunca, dentro de un mundo de múltiples potencias regionales:

A la región debe corresponder el enraizamiento y el afecto, a la nación el patriotismo, y a Europa el nacionalismo. Se trata de extender el principio espiritual y afectivo de solidaridad y pertenencia nacionales a los otros países europeos, pero limitándolo únicamente a éstos. En esta perspectiva, es inconcebible que cualquier pueblo forme parte de Europa. Únicamente entrarán a formar parte de Europa los pueblos del conjunto cultural, histórico y geográfico europeo. Esta concepción se opone a la doctrina de la CEE puramente contractual y mercantilista, que asimila Europa a una sociedad comercial (es el caso de la inclusión de Turquía e Israel)”.

Tras el fin de la II Guerra Mundial, las potencias con vocación universalista han jugado con la Geografía. La “Guerra Fría” que sucedió a la derrota del Eje fue –en rigor- el resultado de un reparto del mundo que intentaba eludir criterios civilizatorios y trascenderlos en función de criterios ideológicos. Fue así como la “Europa del Este” se equiparó a la Europa Comunista, y al “Occidente”, a incluir aquí no sólo la Europa Occidental con una Alemania dividida, sino las Américas, los países de la Commonwealth, etc., se denominó “mundo libre”. Pero Europa quedó escindida por algo más que por un telón de acero. Europa quedó hendida en su alma, y su territorialidad quedó desvinculada de sus bases anímicas, de su espíritu. Al dividirse ideológicamente, el suelo común (territorio y espíritu) de todos los pueblos europeos quedó enajenado. Para el liberal (pro-occidental) y para el comunista (pro-soviético), la base civilizatoria de los europeos fue simplemente una moneda de cambio, un elemento de trueque, una mercancía que se jugaba en el tablero de la lucha ideológica, la cual era puramente coyuntural y super-estructural, pues se trataba en realidad del equilibrio mundial de las dos superpotencias, EE.UU. y URSS.

4. La Nación y la incrustación

Hoy vemos, en su doble faz, las consecuencias de haber jugado con Europa y haber manipulado su “geografía” por motivos ideológicos y de geoestrategia foránea. En cuanto a la territorialidad, a este Continente se le va negando su identidad, su especificidad. Europa va camino de convertirse en un albergue de todos los pueblos de la tierra, huidos de las guerras, del hambre, pero también venidos por el señuelo de una Tierra de Promisión, Cuerno de la Abundancia, un supuesto Paraíso donde habrá para todos. El hecho incontrovertible es que las naciones de Europa se van segmentando en su interior, en cada barrio, en cada pueblo, y no hay tal cosa como la “integración”. Una vez se da el aumento de cierto porcentaje mínimo, en el cual la población alógena se diluye perfectamente en la población nativa, los extranjeros que traen consigo un universo cultural completamente distinto tienden al “comunitarismo”, esto es, a crear solidaridades con los de su misma procedencia, y el “guetto” pasa a convertirse en incrustación. Las incrustaciones tienden a crecer, y a ejercer su propia ley en el seno de ciudades y territorios, al margen de la ley y los valores del país anfitrión. Este grave problema ha sustituido a la “lucha de clases” como causa de fractura social e inestabilidad. Europa, a nivel territorial y cultural ya no posee la homogeneidad que le caracterizó durante milenios. En lugar de esto, hoy es un agregado de países que contienen, a modo de mosaico y no de sistema, una miríada de incrustaciones que –por su mayor celo pseudorreligioso, islamista- van cubriendo la totalidad de la sociedad y del tierra. Las incrustaciones, esto no debe olvidarse, se encuentran coordinadas bajo un proyecto universalista de sometimiento. El “Islam” (sumisión) no reconoce verdaderas fronteras, etnicidades, razas, patrias. Estas incrustaciones en la Cultura Europea, de tradición Cristiana, tienen como objetivo invertir la balanza, inclinar el peso de la balanza hacia el otro lado, del cristianismo al islamismo. Para ello se cuenta con una condición necesaria: el indiferentismo hacia la religión y hacia la tradición de buena parte de la masa europea, progresivamente desenraizada y aculturizada. La Globalización y la Islamización se realimentan recíprocamente.

Algunos análisis sobre el Cristianismo a cargo de la llamada “Nueva Derecha” entran en el terreno del extremismo, pese a su acierto y su gran capacidad crítica (analítica) de fenómenos tales como la colonización cultural norteamericana o la imposición islamista. En una línea nietzscheana y neopagana, se culpa al Cristianismo de haber propiciado una homogeneización y nivelación social entre los pueblos de Europa. Así, G. Faye:

“El Sistema ha tenido un procedente histórico: la Cristiandad, que pretendió también construir –proyecto que todavía ha abandonado – un mundialismo por encima de las particularidades de los pueblos. La homogeneización de las culturas en nombre de la salvación se ha metamorfoseado simplemente en homogeneización en nombre de la felicidad burguesa. Dicho de otro modo, el monoteísmo ha cambiado de forma. Hoy en día ha tomado la forma de un complejo económico-cultural”.

Con respecto a citas como ésta, hay mucho que decir. Explican demasiado, en la medida en que el Cristianismo es la matriz y el precedente absoluto de todo cuanto ha devenido en la Civilización Europea (hoy, por extensión, “Occidental”): capitalismo, sociedad burguesa, secularización, mundialización. Todo cuanto ahora vemos y conocemos se remonta a aquella Civilización Cristiana Occidental, y el precedente es señalado, de manera abusiva, como el causante y responsable. El autor citado, que en otras ocasiones hace depender sus ideas, en buena medida, del influjo de Oswald Spengler, ignora en este punto que el autor de La Decadencia de Occidente distinguió géneros diversos de Cristianismo. Spengler, escribiendo como filósofo de la Historia y no como teólogo dogmático, no admite una Universalidad enteriza, absoluta, esencial del Género “Cristianismo”. Para Spengler la palabra “Cristiano” esconde diversos tipos de alma, aun cuando la dogmática, petrificada, pueda parecer idéntica en sus diversas Iglesias. El Cristiano fáustico surge, según Spengler, algo antes del siglo X, en la Edad Media germanolatina; nosotros hemos retrocedido la fecha hasta el siglo VIII, siglo en que se crean las condiciones de posibilidad de un Renacimiento de los pueblos celtogermánicos y latinos (Covadonga, Poitiers, Reino Asturiano, Imperio de Carlomagno...). Al sur, el cristianismo mozárabe, así como el de Oriente, formó parte de un universo anímico “arábigo”, como ya era “arábigo” el cristianismo en el mundo tardorromano. Para quien no se encuentre familiarizado con los conceptos spenglerianos, diremos debe entenderse por arábigo algo muy distinto de “musulmán”. De hecho, la religión islamita nacida en los desiertos de Arabia supo encauzar muy bien un cierto tipo de alma que ya habitaba en el interior de pueblos diferentes, del mundo tardoantiguo, principalmente, habitantes en la Cuenca Oriental del Mediterráneo, y en general en latitudes sureñas de Europa. El alma arábiga, presente en gentes racialmente muy diversas, entiende el universo como una Cueva, y entiende su existencia como finitud bajo tal bóveda y bajo un Poder Divino absolutamente único y distante. Por el contrario, una nueva clase de alma, el alma fáustica, busca infinitos, e intenta dominar el espacio y el tiempo, traspasar horizontes, derribar retos.

Todos los artículos de El Manifiesto se pueden reproducir libremente siempre que se indique su procedencia.

Compartir en:

¿Te ha gustado el artículo?

Su publicación ha sido posible gracias a la contribución generosa de nuestros lectores. Súmate también a ellos. ¡Une tu voz a El Manifiesto! Tu contribución, por mínima que sea, dará alas a la libertad.

Quiero colaborar