Intromisiones

En esto de las intromisiones las hay buenas y las hay malas. Por ejemplo, es buena cuando la ejecuta un gobierno ético por naturaleza y con una superioridad moral innata, verbigracia: los Estados Unidos.

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Por seguir con nuestra vocación "desestabilizadora", con nuestra cruzada contra los heraldos de la perfección moral y de la conducta intachable –Estados Unidos y la Unión "Europea"–, hoy nos vamos a ocupar de un tema que cada día sale en la prensa y es tratado por ella con la habitual objetividad, equilibrio y ponderación que caracteriza a nuestros papagayos mediáticos cuando de Rusia, China, Siria o Irán se trata. Me refiero a las "intromisiones", más bien soñadas que reales, de Rusia en los procesos políticos de Occidente. En principio, para la prensa progresista, esto no debería ser tan nuevo; comparado con otras épocas, el Kremlin no presta demasiada atención a Occidente; sólo la justa para mantenerse bien informado, nada que ver con hace sesenta o cincuenta años, cuando los partidos comunistas de Italia, Francia o España actuaban como verdaderas correas de transmisión de Moscú. Eso sí que eran intromisiones.

Pero en esto de las intromisiones las hay buenas y las hay malas. Por ejemplo, es buena cuando la ejecuta un gobierno ético por naturaleza y con una superioridad moral innata, verbigracia: los Estados Unidos. En el año 1996, el presidente Clinton y los oligarcas rusos pusieron a todo el dinero y a todos los periodistas del mundo a hacer campaña por el beodo Borís Yeltsin frente al comunista Ziugánov, un precedente de lo que pasó el año pasado entre Marine Le Pen y el muñequito Macron. Aquello fue una intromisión legítima, realizada por hombres de la alta talla moral de Jodorkovski, Berezovski y Chubáis, por no hablar del propio Yeltsin, todos intachables emprendedores, que en el breve plazo de seis años se hicieron multimillonarios, repartiéndose a precio de saldo los bienes públicos de la difunta URSS. Que varios millones de ciudadanos inadaptados pereciesen de hambre, frío, falta de atención médica o delitos de las mafias, sólo prueba lo poco preparado que estaba el pueblo ruso para el capitalismo y el libre mercado. Gracias a esta benefactora intervención, en el año dos mil, tras menos de una década de gobierno liberal y amigo de Occidente, la industria rusa producía un 60% menos que en 1982; un 25% de los habitantes estaba por debajo del umbral de la pobreza, comparado con un 2% en la era de Brezhnev; la tasa de suicidios andaba por las nubes y la delincuencia florecía con una exuberancia digna del Chicago de los años veinte. Sin duda, todos estos logros del libre mercado merecían ser defendidos mediante una justa y necesaria intromisión. La superioridad moral de Occidente consolidó el poder de Borís Yeltsin y sus filantrópicos oligarcas.     

En el año 2012, las cosas habían cambiado. El liberal Yeltsin fue sustituido por Putin, quien decidió que el Estado debía hacerse respetar y que en sus tratos externos a Rusia no se le debía ningunear como a una criada. Obama, esa encarnación bípeda e implume del imperativo ético, se indignó con semejante proceder por parte de su homólogo moscovita. Decidió intervenir en el proceso de las elecciones presidenciales rusas y su Secretaria de Estado, Hillary Clinton, la que desencadenó la guerra de Siria, reconoció sin ambages que la administración Obama había desembolsado nueve millones de dólares para favorecer la campaña de liberal Prójorov. No se puede decir que fuera dinero bien empleado. Los rusos demostraron ser unos inmorales y el 64% votó a Putin, el 17% al comunista Ziugánov y sólo un 8% tuvo la sensiblidad ética de votar por el occidentalista Prójorov. A veces, a la gente le da por elegir lo que no quieren los expertos. Parece ser que el pueblo ruso se dejó engañar por un gobierno que redujo al 11% el número de pobres, que mejoró las condiciones sociales de tal manera que la esperanza de vida pasó de 65 a 71 años, que limitó el paro a una tasa cercana al 5%, que impuso el respeto a la ley, que redujo una muy escandinava tasa de suicidios y que restauró la natalidad. Inadmisible, además, fue su pretensión de que el petróleo y todas las materias primas del suelo ruso perteneciesen a Rusia y sirviesen a fines nacionales.

Y no es que Occidente no se haya involucrado a fondo en la lucha por la libertad y la paz en los países de la antigua Unión Soviética: baste con recordar como Amnistía Internacional declaró preso de conciencia al angelical oligarca Mijaíl Jodorkovski, émulo ruso de George Soros, cuya fortuna se originó de la noche a la mañana en el campo de la energía. Su empresa, la petrolera estatal Yukos, fue adjudicada prácticamente gratis por el ministro Anatoli Chubáis al magnate, quien obligó a las empresas subsidiarias a suministrarle crudo a precios muy inferiores a los del mercado, lo que las hizo quebrar y pasar a manos de emprendedores de la misma talla moral que Jodorkovski. Si algún ingenuo, como el pobre alcalde de Nefteyúgansk, se interponía en su camino con recursos legales y denuncias, no tardaba en ser asesinado. Esto es lo que pasaba cuando uno se situaba fuera de la krysha (literalmente: "tejado") o protección de la familia Yeltsin. Al llegar al poder, Putin decidió algo intolerable: poner reglas (pocas) a los oligarcas y tratar de que algo de sus mal halladas riquezas sirviera al Estado. Muchos, como Avramóvich, pactaron, colaboraron y siguieron haciendo muchísimo dinero, pero dentro de unos límites acordes con la soberanía económica de Rusia. Otros, como Berezovski y Jodorkovski, se negaron, conspiraron y acabaron en el exilio, el primero, y en la cárcel, el segundo. Obama, Merkel y la totalidad de la opinión europea convirtieron al magnate encarcelado en una víctima de la tiranía de Putin, mientras que las pruebas legales contra el preso de conciencia nos ponían los pelos como escarpias. Tan grande es el prestigio de Jodorkovski en su país que ninguno de los opositores de Putin desea que se le identifique con él. Y tan cómodo se siente Putin con semejante rival que lo indultó hace poco y lo envió a Suiza, país muy indicado para héroes de nuestro tiempo como este Pechorin del petróleo.

Otro de los campos de batalla del Bien contra el Mal es Ucrania, donde la UE, dirigida entonces por el botarate tecnócrata de Durao Barroso, al que Putin calificaba sencillamente de "imbécil", obligaba al gobierno de Kíev a elegir de manera categórica entre Bruselas y Moscú. De Rusia le llegaban a Ucrania el petróleo y el gas, además de que en el oriente del país vivían diecisiete millones de rusos y de que el intercambio mercantil entre los dos Estados alcanzaba un volumen mayor que el de Ucrania con la UE. Pero Durao y los comisarios europeos no dejaron opción al gobierno ucraniano, que decidió suspender sus negociaciones de asociación con la UE hasta que llegaran tiempos mejores. Ucrania se podía ver en el espejo de Bulgaria, país cuya producción era adquirida casi por entero por Rusia, hasta que cometieron el error de entrar en la UE; los búlgaros perdieron un cliente, pero ganaron un amo.

Bruselas no estaba dispuesta a gastar más tiempo y más dinero en un país que consideraba "suyo" y los Estados Unidos no querían perder otro peón más en su cerco contra el imperio del mal. Ya en los años 2002-2005 el Departamento de Estado americano se había gastado sesenta y cinco millones de dólares en intervenir en el proceso político ucraniano, donde el tándem compuesto por los occidentalistas Yulia Timoshenko y Viktor Yúshenko logró llevar a buen puerto la llamada Revolución Naranja, el experimento modélico de los agentes de George Soros y su red de oenegés. Pero la naranja salió amarga y podrida, corrompida hasta extremos de verdadero bandolerismo. Tanto fue así que, en 2010, el prorruso Víktor Yanúkovich ganó las elecciones e inició un moderado giro hacia Moscú mientras buscaba un acuerdo con Bruselas. La interrupción de las negociaciones del tratado con la UE desató, seguramente por casualidad, la revolución del Maidán de Kíev en 2014, de la que hasta ahora nadie ha explicado quién mandaba a los francotiradores o quién movilizó con tanta eficacia y contundencia a los golpistas que derribaron un gobierno legítimo, que había ganado unas elecciones supervisadas internacionalmente. Pero cuando los golpes se dan en nombre de una buena causa, como son los derechos humanos y la libertad de mercado, ¿qué importa la voluntad popular? ¿Es que la política progresista de Occidente va a tener que depender de las equivocaciones de las masas ignaras que no entienden de economía?

Entonces fue cuando el monstruo del Kremlin cometió su mayor crimen, el que conmovió la sensible conciencia ética de instituciones como la CIA, el BND o el MI5: convocar el referéndum de anexión de Crimea a Rusia, que ganó con un 93% de los votos y un 80% de participación. Crimea, de población abrumadoramente rusa, no quería servir de rehén a los Poroshenko y Yatseniuk, nacionalistas radicales ucranianos en el poder en Kíev. Y lo mismo sucedió en el este de Ucrania, en el Donbass y Lugansk, donde los legendarios cosacos del Don se alzaron en armas y derrotaron ignominiosamente a las milicias gubernamentales en Ilovaisk. El derribo del avión malayo MH17 sobre el este de Ucrania sirvió a Estados Unidos para lanzar una campaña de criminalización contra Putin, que nada tuvo que ver en el suceso, y para volver a dar cursos de moral. Curiosamente, los americanos también pueden dar lecciones sobre derribos de aviones civiles, pues en 1988 el USS Vincennes derribó con un misil el Airbus de Iran Air, el famoso vuelo 655, del que nadie en Occidente se acuerda cuando se trata de dar sermones a los rusos. Que se sepa, ningún tribunal internacional se ha puesto a investigar el caso.  

Como podemos comprobar, es completamente injustificado el recelo contra Occidente de los rusos (el 60% según las últimas estadísticas de que dispongo): los buenos recuerdos de la era Yeltsin, las sanciones económicas de la plutocracia de Bruselas, la implacable progresión de la inofensiva OTAN por el este de Europa y el apoyo occidental a todos los enemigos de Rusia no son motivo suficiente para que esta vieja y cristiana nación se sienta cercada por los sicarios del mundialismo, que sólo quieren repartirse evangélicamente sus riquezas naturales e impedir que sean los rusos quienes disfruten de ellas. No es un proyecto nuevo: los antecesores de la señora Merkel lo llamaban Lebensraum [“espacio vital”. N. d. R.]. Su consecuencia práctica se bautizó Barbarroja. En eso estamos, hacia ello vamos.

Occidente prepara una Gran Intromisión al lado de las cuales los juegos informáticos supuestamente patrocinados por el Kremlin son una broma. Recordemos: la belicosa Rusia tiene un presupuesto de Defensa doce veces menor que el de los pacíficos Estados Unidos. Cuando Trump desaparezca de la escena –o cuando se traicione de todo– empezará el fuego; posiblemente una reedición by proxy de la Guerra de Crimea (1854–1856), un escenario limitado que desgaste a Rusia y la aniquile económicamente. Desde el Báltico a Chechenia, desde el Daguestán al Donbass o Crimea, cualquier escenario vale. Lo que nadie parece preguntarse es qué vendrá después. Putin, aunque les cueste creerlo a las víctimas de la propaganda de Soros, es un moderado, culturalmente germanófilo y más civil que militar. Los que le puedan sustituir no serán ni tan pragmáticos, ni tan discretos, ni tan civiles.

Otro artículo de Sertorio sobre Rusia: "Desestabilizando".

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