Dios, dioses y mitos

Mitos: relatos tan imaginarios como poéticamente fundadores de mundo, engendradores de sentido.

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A raíz del libro La edad de la penumbra, de Catherine Nixey, que atribuye al cristianismo la principal responsabilidad en la destrucción de la cultura antigua, se ha desarrollado en nuestras páginas una apasionante polémica en torno a dicha cuestión histórica. En ella se ha puesto en juego, sin embargo, algo mucho más importante aún: la relación con lo sagrado, esa cosa que ha marcado la vida y la muerte de todos los hombres y de todas las culturas, y que hoy no marca el corazón –ya simple órgano, ya mera carne– de nadie, salvo el de los creyentes, por supuesto, así como el de quienes vibran ante el estremecimiento de la belleza, pero tomados unos y otros como individuos y no como integrantes de una comunidad política o social.[1]

Antes de de profundizar en tan decisivo asunto, se impone volver un instante a la cuestión histórica en torno a la cual se inició el debate. No voy a entrar –nos llevaría demasiado tiempo y páginas– en la detallada, erudita y brillante exculpación del cristianismo que lleva a cabo Boethius. Me limitaré, a fin de rebatirla, a efectuar dos preguntas. Antes de ello me complace, sin embargo, coincidir con Boethius en lo obvio: si la sociedad romana no hubiera estado sumida en la profunda descomposición que la caracterizó en sus últimos tiempos, jamás aquella pequeña secta procedente de Judea hubiera podido triunfar como triunfó al cabo, es cierto, de trescientos años de enormes sacrificios, tesón y perseverancia. (Lo cual nos permite sacar una lección: demos muestras de paciencia y perseverancia quienes consideramos que a lo que hoy está abocado el mundo, si quiere salvarse, es a una transformación de signo distinto, desde luego, pero de envergadura tan considerable como lo que significó el triunfo del cristianismo.)

Vayamos a mis preguntas. ¿Cabe imaginar un solo instante que se hubieran incumplido disposiciones tan categóricas como, por citar las más importantes, las de Teodosio I (al que por ello mismo llaman “el Grande”) ordenando destruir los templos de “aquellos –proclamaba el Edicto de Tesalónica– a los que juzgamos dementes y locos”? ¿Cabe imaginar, de igual modo, que aquel cristianismo que iba a implantar la religión del “único Dios verdadero” hubiera sido tan inconsecuente consigo mismo como para no destruir unos templos, monumentos y estatuas que consideraba obra y expresión, no ya de unas divinidades a las que se enfrentaba, sino del mismísimo diablo?

Es inimaginable, impensable, por supuesto. Y si alguien acaso lo piensa (o si piensa que sólo se le pueden achacar al cristianismo unos pocos y puntuales excesos), queda en este caso otra pregunta: ¿quién entonces destruyó todo aquello? Porque alguien lo destruyó, de eso no cabe la menor duda. ¿Fueron los bárbaros? ¿Serían ellos los principales responsables? Supongámoslo. Ocurre, sin embargo, que cuando los bárbaros invadieron el Imperio la mayoría ya habían sido convertidos. Con lo cual, que las destrucciones hayan sido obra de cristianos romanos o de cristianos bárbaros (dicho sea sin juego de palabras), nada cambia en el asunto.

Y, sin embargo, por importante que haya sido toda aquella aniquilación de arte, cultura y belleza (como unos setecientos oscuros años –hasta la luz del Románico y, sobre todo, del Gótico– tardó en recuperarse Europa, siendo indiferente que, mientras tanto, hayan podido subsistir algunos islotes), lo decisivo no está en absoluto ahí.

Lo decisivo, lo realmente esencial, no fue la destrucción de templos, monumentos y estatuas. Infinitamente más crucial fue la destrucción de toda una concepción del mundo, de todo un imaginario, de toda una sensibilidad que acogía lo sagrado como parte integrante, intrínseca del mundo y de la tierra. Éste fue el cambio fundamental, ésta fue la pérdida irreparable.

¡Ah, si sólo se hubiesen destruido los dioses, sus templos e imágenes! Pero no. Lo que se derrumba con el nuevo Dios no son sólo los dioses; es, en últimas…, la posibilidad misma de Dios. Es una especie de autodestrucción lo que emprende ese insólito Dios que, socavando su base terrestre y mundana, hace que lo sagrado deje de estar consubstancialmente presente en la naturaleza, en el mundo y entre los mortales.

La cosa, es cierto, no sucedió de inmediato. Tardó siglos en culminar, pero ya estaba en germen desde un comienzo. ¿Cómo hubiera podido el mundo no acabar privado del influjo de lo sagrado, cómo hubiera podido mantenerse envuelto en el aliento de lo maravilloso y misterioso, cuando lo sagrado fue expulsado del mundo para ser ubicado en un inaccesible (salvo para los muertos y bienaventurados) Más Allá?

Mil elementos hacían, por supuesto, que “el Valle de lágrimas” estuviera en permanente relación con el Más Allá que pretendía haberlo creado y que constituía un orden de realidad radicalmente distinto. Desde él, desde el Altísimo, llegaban al mundo órdenes y admoniciones; o bondades y favores, da igual. Da igual porque –esto es lo que importa– lo que se había abolido era el mundo entendido como una única realidad internamente desdoblada en dos caras: la de los hombres y la de los dioses. Unos dioses que disponían, por supuesto, de considerables poderes, pero eran cualquier cosa menos omnipotentes; unos dioses que eran como la expresión simbólica de las potencias y pasiones que conforman a los hombres; unos dioses que eran tan buenos y tan malos, tan misteriosos y tan luminosos, tan lujuriosos y apasionados, tan sometidos al destino y a su incertidumbre como los mortales mismos.

Es esto lo que quedó abolido. Es esto lo que fue remplazado por el ansia de lo absolutamente eterno, unívoco y verdadero; por esa ansia encarnada en el Dios que no puede, por consguiente sino oponerse radicalmente al mundo: a ese mundo llevado por el tiempo y el cambio, por la vida y la muerte, por la indeterminación y la pujanza, por la incertidumbre y la afirmación; a ese mundo tan maravilloso como inquietante que, de tal modo, conoce y sólo así puede conocer la belleza.

El Dios de lo absoluto y sobrenatural ha mantenido su presencia y establecido su marca durante largos siglos. Para hacerlo, tuvo que componer con el mundo en mil diversos asuntos. Como por ejemplo (y sin entrar en detalles de lo que constituye el doble rostro de un cristianismo que ha permitido de tal modo la grandeza de nuestra civilización) cuando la Iglesia compuso con el mundo al contrarrestar su profundo igualitarismo con el aristocratismo social y político en cuyo orden se insertó y al que afianzó durante estos mismos siglos.

Ya no sirven tales componendas, la última de las cuales habrá consistido en el aggiornamento posconciliar, esa desacralización de la mismísima Iglesia, como la calificaba en mi artículo. El Dios de lo absoluto ha dejado de marcar al mundo. “Ha muerto”, como decía aquél. El problema, sin embargo, no es esa muerte como tal. El problema es que, al dejar de marcar al mundo, ha hecho que se desvaneciera en él toda posibilidad de lo sagrado. ¿Cómo podría ser de otro modo cuando nuestro corazón y nuestra mente han quedado marcados a fuego por la idea de que lo divino es sinónimo de lo eterno, absoluto y verdadero?

Nada expresa hoy lo sagrado, nada encarna lo maravilloso y misterioso del desgarrado y jubiloso hecho de existir. El alma mundi no alienta en sitio alguno. Todo, entonces, se hunde; todo, entonces, se desmorona. La pregunta es, pues: ¿cómo podría lo sagrado –un sagrado intramundano, desprendido tanto de su naturaleza sobrenatural como de su pretensión a la verdad eterna y absoluta– volver a latir entre nosotros?

¿Podría ello suceder si regresaran acaso los antiguos dioses? No, en absoluto. En la historia –es lo que los reaccionarios no entienden ni jamás entenderán– no cabe vuelta atrás. Ni siquiera cupo cuando, en el Renacimiento, los dioses y sus mitos regresaron, para escándalo de Lutero, en una simbiosis tan insólita como magnífica con el Dios cristiano. Si los antiguos dioses me importan, si defiendo con ardor su memoria, no es en absoluto pensando en la posibilidad de su regreso. Es por otro motivo: es porque su presencia constituyó lo más parecido posible al latir de lo sagrado en el mundo. Es porque los dioses nos dicen –y da igual que no lo hubieran dicho categóricamente, que sólo lo insinuaran, que medio lo balbucearan– que la naturaleza de lo divino sólo es y sólo puede ser imaginaria, simbólica, mítica. Y por ello mismo real: tan real como la de la belleza que en el arte se plasma y en la naturaleza exulta.

¿Podría algo parecido ser algún día posible entre nosotros? Quién sabe… Tendría que ser posible, si se quiere que lo sagrado florezca de nuevo. Pero no es seguro, claro está. Lo único seguro es que, además de los antiguos dioses, quien tampoco va a resucitar –desengáñate, amigo Sertorio– es el Dios de nuestros mayores: aquel topoderoso Dios, juez de nuestra vida y fiscalizador de nuestros amores, que ubicado en un ignoto Más Allá, proclamaba y prometía cosas tan absurdas como la verdad y la vida eternas. ¿Cómo podría semejante Dios volver a dar sentido a la vida de unos hombres cuya Revelación les aparece y no puede sino aparecerles como el relato mítico que es?

Un relato mítico… Mítico, en efecto, es tanto lo que cuenta la Biblia como lo que relata la Teogonía de Hesíodo. Tan mítico es que Atenea surja de la cabeza de su padre Zeus o que Afrodita nazca de la espuma del mar, como que, por mediación del Espíritu Santo, la Virgen María engendre sin cópula al Hijo de Dios. Mitos son. Con una diferencia, no obstante, entre ambos: los segundos exigían ser aceptados como inquebrantables dogmas de fe, mientras que los primeros daban juego para poder ser sentidos como la verdad del poema en la que, entre luces y sombras, consiste todo mito.

Mitos: relatos tan imaginarios como poéticamente fundadores de mundo, engendradores de sentido; lo cual es, por supuesto, lo que el hombre moderno, desvirtuando la naturaleza íntima del mito, ignora tanto como desprecia. Cree el muy necio que decir mito es lo mismo que decir engaño o falsedad.

Reconocer el mito en cuanto mito, estimar y adherir a todo lo que semejante reconocimiento implica: es ello –no el regreso al periclitado orden de otros tiempos– lo que de verdad nos puede salvar.

Los artículos del debate

Javier R. Portella: “El cristianismo y la destrucción del mundo clásico” (5.6.2018).

Fernando Sánchez Dragó: “La edad de la penumbra” (13.6.2018).

Boethius: “Historiando la penumbra” (19.6.2018).

Sertorio: “El crepúsculo de los dioses” (21.6.2018).

 

 



[1] Al final del artículo figuran los enlaces a los textos de Dragó y mío; al artículo de Boethius, que va en sentido contrario al nuestro, y al de Sertorio, que se sitúa, por así decirlo, a medio camino entre ambos.

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