Igualdad, ¿para qué?

Ningún Estado, por ágil y dinámico que fuere, es capaz de intervenir inmediatamente en la base económica para corregir sobre la marcha las desigualdades e injusticias generadas por el sistema y el mercado.

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La igualdad de los seres humanos es un postulado doctrinal de raíz judeocristiana, y un valor ideológico-político burgués. Alain de Benoist es especialmente crítico con el cristianismo (“el comunismo de la antiguedad”), al que considera germen del igualitarismo y el universalismo y, por tanto, motor ideológico de los fenómenos totalitarios del siglo XX. Los conceptos de clase (marxismo) y raza (nacionalsocialismo) son para Benoist, factores homogeneizantes, indiferenciadores e igualitaristas. Para la burguesía activa como clase social y el capitalismo como sistema de producción, la igualdad es una construcción jurídica que implica “igualdad de todos los ciudadanos ante la ley” e “igualdad de oportunidades” en el acceso a la educación y la riqueza, es decir, en cuanto a la posibilidad de promoción y ascenso social. Para el marxismo clásico, en su expresión concretada en los regímenes “socialistas” y “democracias populares”, la igualdad es un abstracto que contradice la lógica de la lucha de clases mientras estas existan, por lo que formula una igualdad asimilable a la “equidad” (“a cada cual según su trabajo”), en una sociedad regida por la “dictadura del proletariado”, la cual, a su vez, es ejercida por la “vanguardia organizada del proletariado”: el partido. El esquema parece simple —más que simple, simplista—, y de hecho lo es, mas no puede describirse con mayor floritura porque los teóricos del bloque socialista, tras setenta años de enquistamiento en el poder absoluto de los “Estados Obreros”, fueron incapaces de hilar más fino aquella brutalidad del “socialismo realmente existente”. La pujante economía china, transformada en la potencia capitalista más decisiva en el siglo XXI —de momento—, no hace sino confirmar el postulado de que la dictadura del proletariado, ejecutada por medio del partido y el Estado, es muy capaz de favorecer el desarrollo de las fuerzas productivas hasta niveles exorbitantes; aunque, eso sí: siempre que la política económica sea “realista” —en este caso, capitalista—, y la planificación del desarrollo cuente con masas ingentes dispuestas a dejarse explotar en aras del “bien común”, también convencidas de que su seguridad existencial depende absolutamente de una previa renuncia a mínimos niveles de libertad, tanto individual como colectiva.

El remedio a esta contradicción, al parecer insalvable, entre libertad e igualdad, se postula desde hace siglo y medio en los enunciados “reformistas” de la socialdemocracia europea. Con más o menos énfasis en el aspecto “económico” o el aspecto “igualitario” de la cuestión, la socialdemocracia propugna una fórmula también sencilla y en apariencia sagaz: dejar que el mercado actúe conforme a sus propias reglas —algo tautológico porque el mercado siempre acaba funcionando conforme a sus propias reglas—, al tiempo que se establecen férreos controles legales y sobre todo fiscales para “corregir” la desigualdad económica y atajar las injusticias inherentes a la distribución de la riqueza en una sociedad sometida al principio general de producción–valor–precio de los bienes de consumo, tanto básicos como los susceptibles de acumulación. Este planteamiento, asumido en la contemporaneidad tanto por los partidos y fuerzas de izquierda como por los “liberales”, “centristas” y “centro derechistas”, tiene sin embargo un serio problema de base: la presunción y al mismo tiempo reconocimiento de que, para preservar la libertad de los individuos, es necesario asumir que el proceso de producción de bienes, crecimiento financiero y acumulación de la riqueza ha de ser intrínsecamente injusto. Tal como afirma Marcos López Herrador en el prólogo a Pikkety y el capital en el siglo XXI, “si el sistema fuese justo, no habría nada que redistribuir, porque cada cual se encontraría justamente remunerado en su esfuerzo o cubierto en sus necesidades por la solidaridad del conjunto”.

Ningún Estado, por ágil y dinámico que fuere, es capaz de intervenir inmediatamente en la base económica para corregir sobre la marcha las desigualdades e injusticias generadas por el sistema y el mercado; esto sólo se consigue mediante un colosal sistema de control, exacción fiscal y punición a los díscolos responsables de supuestas anomalías. La gran paradoja —más bien grandísimo problema—, es que para conseguir que este sistema de control funcione con precisión, lentamente pero con regular eficacia, no queda otro remedio que expandir los “límites” del Estado, su presencia y capacidad de intervención hasta lo “ilimitado”, y alimentar cada vez más, con más medios humanos, administrativos y dinerarios, una maquinaria que por su propia naturaleza crecerá proporcionalmente al desarrollo de las sociedades, hasta parasitarlas en lo fundamental y convertirlas en elemento contable secundario, encargado de producir y generar la riqueza que el Estado necesita, en primer lugar, para satisfacerse a sí mismo, y después, en la medida de sus ya menguadas posibilidades, en corregir desigualdades y “distonías” en esa arcadia feliz con la llevan soñando los socialdemócratas desde que se fundó la II Internacional.

Por supuesto, el formulado socialdemócrata precisa otra condición inexcusable: para que el paraíso funcione es obligatorio que sean ellos y no otros quienes lo gestionen. La burocracia “democrática” igualitarista de las sociedades sujetas al ideario socialdemócrata sustituye entonces a la nomemklatura despótica de las democracias populares. El resultado, en atención a los principios de igualdad y libertad como valores superiores, es más o menos el mismo: unos mandan y otros obedecen; unos producen y otros distribuyen la riqueza. Para que el ingenio se sostenga desde su perspectiva “moral”, resulta entonces necesario exacerbar el sentimiento de libertad del individuo, instituyendo una individualidad “soberana” donde los anhelos y miserias de cada uno tienen refrendo en su correspondiente “colectivo”; el cual, a su vez, reclamará su derecho como obligación de los demás. El resultado: una sociedad desgajada de su legado histórico–civilizacional, donde sectores (re)definidos por su derecho a la excepción y atomizados en un disperso ideológico —cada cual con su queja —, vigila a los demás en una especie de ecología artificial, en la que todos fingen tolerancia, respeto e incluso preocupación por las extravagancias de los otros “diferentes”. Una fórmula, desde luego, perfecta para destruir una sociedad, pero bastante inútil para construirla: cesada la voluntad de ser colectiva, y aferrado el individuo al privilegio de lo singular en sustitución de la potestad de lo comunitario, acabado el futuro.

Lo cierto es que no hay fórmula para evitar la desigualdad. El mercado y los mecanismos de acumulación de la riqueza funcionan aproximadamente igual tanto si el propietario de los medios de producción es el Estado o de titularidad privada; los abstractos y conceptuales sobre los que se edifican los referentes financieros son los mismos: dinero, crédito, deuda, interés, patrimonio, corresponsabilidad… Todo concurre en la misma dirección, se trate de economías planificadas, liberales o “corregidas” por el esfuerzo socialdemócrata de ajustar desigualdades conforme a un ideal humanitario. La única posibilidad de salir de este círculo vicioso —de nuevo acudimos a Alain de Benoist—, es establecer claros conceptos de equidad respecto al trabajo y el beneficio en un entorno significado desde su base por el acuerdo sobre “lo comunitario”. Desde este punto de vista, la desigualdad sería una forma no–relevante en el plano ético pero muy eficiente en el ámbito histórico–cultural de lo que Benoist llama “diversidad humana”. La real disimilitud de los seres humanos no se encuentra en su particular identidad sexual —“de género”, dirían los visionarios de este discurso—, ni en su posicionamiento en el entramado de las relaciones de producción, ni en su estilo de vida, creencias, manifestaciones de espiritualidad, etc. La “diversidad” concierne al talento de cada cual para aportar lo más creativo —productivo— de sí, al entente comunitario, considerado éste como el resultado y la herencia de siglos de civilización y voluntad de ser compartida. Desde tal punto de vista, la forma de producción de bienes, incluso el modo de producción dominante, no tiene mayor trascendencia. Según el proverbio chino, muy utilizado por la dirigencia revisonista que acabó con el “socialismo” e instauró el neocapitalismo comunista tras la barbarie maoísta, “lo importante no es de qué color sea el gato, sino que cace ratones”.

En el devenir consolidado de lo comunitario, lo importante no es a quién pertenezcan los medios de producción —privados, estatales, cooperativos, particulares—, ni el signo de las relaciones de producción —empleados, autónomos, inversionistas, capitalistas, patronos…—, sino la equidad de la retribución y el beneficio; equidad, por otra parte, inseparable de la consideración de la diversidad humana como una riqueza común que da sentido al constructo individual tanto como al sujeto proyectado en el superior “nosotros”, comunitario, de la sociedad a la que contribuye. Aunque todo esto es teoría, pues esta visión —novedosa— nunca ha sido puesta en práctica. Día llegará en que los economistas, primero, y los políticos después, tendrán que retomar los viejos textos sobre la materia para intentar una reinvención de los modelos que están ya agotados desde hace tiempo.

Eso o… ya veremos.

© Posmodernia

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