¡He ido, he ido!

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—¿Adónde has ido?

—¡Al garito de Pablo Iglesias, por Dios! Lo confieso.

No pude resistir a la tentación y el otro día encaminé mis pasos al ayer castizo barrio de Lavapiés, convertido hoy en feudo de pijoprogres rojos (“fucsias”, los llamaría Diego Fusaro) y de representantes de la ocupación mora y africana. En el número 8 de la calle Ave María (no es broma) acaba Pablo Iglesias de abrir su Garibaldi, “Bar sólo para rojos”, establecido en lo que fuera una antigua peluquería cuyos hermosos mosaicos han sido bien conservados, hasta ahora, por los diversos propietarios que ha tenido la tienda. Pensé acudir camuflado con sombrero, gabardina y gafas de sol que disimularan mi apariencia habitual. ¡Qué estupidez! Habría llamado aún más la atención. Me decidí, pues, a revestir un uniforme que desentonara lo menos posible con los clientes del lugar.

Encontré unos viejos vaqueros que había relegado desde hacía tiempo al olvido. Aumenté, ¡zas, zas, zas!, sus pequeños desgarrones por los que había dejado de usarlos; completé mi vestimenta con zapas blancas de gruesa suela, camiseta roja con el careto de Marx y una gastada chupa de motero. Al ser de quita y pon, pude ponerme tatuajes en los brazos, un anillo en la nariz y pendientes en las orejas. Un desaliñado peinado completaba mi atuendo. Hasta estuve tentado de acudir en compañía del perro de un amigo y una flauta. Desistí, sin embargo, al constatar que no había anillas a las que sujetar el animal, como tampoco hay rampa para facilitar el acceso a Pablo Echenique y a otros inválidos, hoy denominados “personas con discapacidad”.

En el interior, el odio (de clase) lo envolvía todo. Gruesos goterones de pijoprogre rencor rezumaban de las paredes. En una de éstas, un cuadro con la Marisol de nuestra infancia, aquella niña que cantaba “La vida es una tómbola, tom, tom, tómbola”, proclamaba una idiotez parecida pero siniestra: “El comunismo es lo único por lo que vale la pena luchar y morir”.

Gotas de resentimiento se mezclaban también , junto con las de angostura, en la coctelera donde se preparan los famosos cócteles de la casa. El Pasionaria, con frutas de la pasión, vodka soviético (“Hasta agotar existencias”, decía la carta) y ron cubano (portorriqueño, en realidad, pues don Facundo Bacardí tuvo que irse de Cuba poniendo pies en polvorosa). Otros renombrados cócteles son El Che Daiquiri o el Fidel Mojito, que son un daiquiri o un mojito a los que se les añaden las referidas gotas. O el Durruti Dry Martini, por cuya culpa la fachada de la taberna fue vandalizada por enfurecidos anarquistas. Después de tomar unas carrilleras a la salsa Santiago Carrillo, le pregunté al compañero camarero si no tenéis, tío, algún Margarita Trotski, pregunta cuya alusión al país donde Stalin mató a Trotski ni siquiera pareció entender.

El ruido denominado música —¡bumba, bumba, bumba!— atronaba en el antro de reducidas dimensiones. Seamos justos, sin embargo: aquella bullaranga tampoco era más insoportable que la que nos aturde en cualquier bar corriente y moliente, cuyo ruido tiene una sola finalidad: hacer que, no pudiendo la gente hablar, roten más rápido las mesas.[1]

Imposible, en medio de aquel bullicio, entablar conversación con nadie.Daba igual, pues ni yo lo pretendía ni nada teníamos que decirnos.

Odian —no se sabe por qué— el mundo que los encumbra y mima

Sólo había ido a contemplar el esperpéntico espectáculo de una fauna de hombres y mujeres entre los que ningún transexual, por cierto, se vislumbraba. Todos (y todas) eran “cisexuales” de pro. Es decir, individuos normalmente constituidos en sus cuerpos, pero a quienes les ha dado por demoler el inmemorial y “cisexual” orden de la naturaleza y del mundo. Suelen vestir zarrapastrosos atuendos (hasta de marca) con los que intentan parecer pobres y disimular su vida de pijos. Odian —no se sabe por qué— el mundo que los encumbra y mima. No creen en nada. Ya ni siquiera en aquel “Asalto a los cielos” al que sus compañeros jefes los querían arrastrar; un asalto que, primero, conquistó los dineros y resortes del poder. Y, ahora, los de la taberna.

[1] Nunca había entendido las razones de esa cutre manía “musical”. Lo acabo de pillar gracias a un artículo de Víctor Lenore sobre la misma podemita taberna.

 

     

 


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