La clave fue (y esperemos que no lo siga siendo) el odio

Un siglo después, la agitación del odio sigue siendo la herramienta central del socialismo –y de los separatismos, por supuesto– para construir su hegemonía política.

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Uno de los hechos de la historia de España que más asombra a quienes intentan comprenderlo sin los ahumados anteojos de la propaganda es la violencia izquierdista desde los primeros pasos de la República —quema de conventos de mayo de 1931— y el inaudito salvajismo desatado en la retaguardia republicana desde que, con el alzamiento del 18 de Julio, cayeron todos los frenos. La dimensión del baño de sangre y la ferocidad de los crímenes cometidos contra miles de personas por votar a las derechas, no tener callos en las manos, llevar sombrero o ser católicos, hacen de aquel horrible episodio de la historia contemporánea de España algo extraordinario. Aquella explosión de salvajismo, además, fue una de las principales causas de la derrota de un bando republicano cuyo buen nombre entre las potencias occidentales quedó manchado desde el principio, como lamentó Indalecio Prieto ante la matanza de la cárcel Modelo: "La brutalidad de lo que aquí acaba de ocurrir significa que con esto ya hemos perdido la guerra".

"Blood, blood, blood!", le espetó un asqueado Churchill al embajador republicano en Londres

"Blood, blood, blood!", le espetó un asqueado Churchill al embajador republicano en Londres.

La explicación más habitual son las grandes diferencias sociales de la España de aquel tiempo, inexistentes en la de hoy. Pero eso no basta: España no era, ni de lejos, el país con mayores desigualdades sociales. Por ejemplo, la hambrienta Italia de comienzos del siglo XX se vació de jóvenes que marcharon a América: sólo en la primera década emigraron dos millones a USA; y Argentina y Brasil recibieron otros cinco. La Irlanda de entonces, también vaciada por la emigración y la gran hambruna de mediados del siglo anterior, era un país depauperado y ensangrentado por la guerra de independencia y la sucesiva guerra civil. Y las condiciones en otros países europeos, sobre todo del sur y el este, no eran mejores que las españolas. Por no hablar de casi todos los países africanos, asiáticos y suramericanos, incomparablemente menos prósperos y estables que España.

Pero en ninguno de ellos hubo un estallido de furia similar. ¿Qué distinguió a España? Porque no se torturan, no se destripan, no se queman vivos a miles de personas por casualidad. Tiene que haber un acelerador, un detonador que inicie el horror.

Un estudio todavía pendiente, y que convendría hacer si no fuese porque el apabullante silenciamiento mediático provoca que cualquier aportación de datos sea inútil, es la neutral comparación entre la prensa izquierdista y la derechista entre 1931 y 1936. Con eso bastaría para comprender los hechos y las culpas de aquella gran tragedia que nos sigue salpicando por la voluntad de algunas opciones políticas.

Un ejemplo de esas aportaciones de datos que, a pesar de su gran importancia historiográfica, suelen quedar sepultadas bajo la losa del silencio —como el extraordinario 1936. Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular, de Manuel Álvarez y Roberto Villa (2017)—, es el recientísimo La represión de la posguerrade Miguel Platón. Se trata de una minuciosa investigación, en los archivos del Cuerpo Jurídico Militar, de los expedientes de condenados a muerte remitidos a Franco para que confirmara la ejecución o decidiera la conmutación de la pena capital.

Una de las conclusiones principales del estudio de Platón es que muchos de los más influyentes artífices de la versión "canónica" de aquella guerra, tanto españoles como extranjeros, llevan décadas haciendo afirmaciones gratuitas, cometiendo errores de bulto, citándose unos a otros sin prestar atención a los documentos en los que deberían haberse apoyado y soltando cifras a voleo. Cifras infladas, por supuesto, porque las leyes fundamentales de la falsificación histórica imponen el frívolo añadido de ceros, nunca su eliminación.

Pero, cifras aparte, el detalle más relevante quizá sea el de las numerosas alegaciones de los reos de haber sido envenenados por los doctrinarios izquierdistas aprovechándose de su ignorancia. Discursos explicando que "toda la riqueza de España era de los obreros y había que tomarla fuera como fuere" acabaron convenciendo a miles de personas a menudo analfabetas. Por ejemplo, un campesino que había llegado a tener mando en la UGT de un pueblo granadino alegó haber sido engañado "por la lectura de una prensa infame y los discursos de falsos apóstoles, en el ambiente de hambre y de pobreza a que me tenían reducido jornales irrisorios".

Así lo resume el autor:

Otro aspecto que muestran los expedientes es la humilde condición social de la mayoría de los condenados. Las ejecuciones de la posguerra fueron, en buena medida, una matanza de pobres. No eran inocentes y en muchos casos habían cometido crímenes atroces, pero no resulta posible quedar indiferente ante una propagación de odios que hundía sus raíces en la ignorancia y la miseria secular de tantos españoles, sobre todo en las zonas rurales del sur del país. Más de la mitad de los ejecutados eran campesinos: jornaleros sin trabajo fijo y con una familia que alimentar, que constituían terreno abonado para sembrar la semilla de una revolución esparcida por falsos profetas anarquistas, socialistas y comunistas. Éstos les habían inculcado la esperanza de un nuevo orden social en el cual la mejora de sus expectativas vitales pasaba por la destrucción del orden existente, incluida la muerte de los derechistas en general.

Esta siembra de odio fue denunciada por voces republicanas tan autorizadas como Unamuno, Sánchez-Albornoz, Madariaga, Marañón y muchos otros. Clara Campoamor, por ejemplo, escribió amargas líneas sobre el dominio en el bando republicano de "una chusma rencorosa envenenada por una odiosa propaganda de clase". Y Wenceslao Fernández Flórez atribuyó aquel horror al "envenenamiento de las ideas":

Y la sangre corre bajo la complacida mirada de los ministros, de la Policía, de los periódicos que trafican con las ideas, de una muchedumbre inmensa de hombres envenenados de rencor.

Un siglo después, la agitación del odio sigue siendo la herramienta central del socialismo —y de los separatismos, por supuesto— para construir su hegemonía política. Aunque la siembra es previa, y para comprobarlo no hay más que pensar en el maniqueo cine español del último medio siglo, la recta final arrancó con la Ley de Memoria Histórica de Zapatero y su continuación de Sánchez. ¿Acaso el "¡Los Borbones a los tiburones!" de la pareja Iglesias-Montero, la deslegitimación de toda la oposición y la demonización de Vox pueden llevar a otro resultado que a la crispación de la sociedad española? No tardaremos en vivir los lamentables resultados.

© Libertad Digital

 

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