La iglesia de San Porfirio de Gaza

La trampa de Gaza

La única salida posible para un arreglo menos calamitoso que cualquier otra solución posible pasa por los Acuerdos de Oslo. Su cumplimiento, aunque sea con tres décadas de retraso, podría ser el inicio del fin de este conflicto, que nunca acabará mientras no haya un Estado palestino independiente y libre.

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La campaña de Gaza sigue sumando muertos y a cada hora que pasa se van restando oportunidades para un desenlace menos catastrófico; las víctimas civiles, a día 21 de octubre, alcanzaban las 4.385, de las que 1.756 son niños y 976 mujeres, según las autoridades palestinas. Las personas desplazadas llegan al medio millón e incluso 17 periodistas han sucumbido al fuego del ejército israelí. Entre las víctimas no debemos olvidar a los cristianos palestinos muertos en el bombardeo de la iglesia de San Porfirio de Gaza, templo que se remontaba al siglo V y que es un símbolo del declinante cristianismo de la zona.

El colapso de una diplomacia

Desde 2022, los Estados Unidos condenan y sancionan a Rusia en nombre de un orden internacional basado en reglas, en leyes que nadie debe transgredir. Toda esa política se ha venido abajo con el apoyo incondicional de los americanos a la actuación del gobierno de Tel Aviv en Gaza. Los antecedentes de Israel no son poca cosa: fue condenado en diecisiete ocasiones por la ONU y ha incumplido sistemáticamente sus resoluciones desde 1947 hasta el día de hoy. Si las examinamos con un poco de detalle, veremos que dos de ellas afirman el derecho de los palestinos a retornar a las tierras que les fueron arrebatadas en 1947-1948 (resoluciones 194, de diciembre de 1948 y 3236, de 22 de noviembre de 1974). Sobre la cuestión de Jerusalén están la 181 (1947), 242 (1967), 478 (1978) y la de ES-10/L.22 (2017) que rechazan la anexión de Jerusalén por Israel y su proclamación como capital exclusiva del Estado hebreo. Las matanzas de palestinos en la Explanada de las Mezquitas (Haram el Sharif) supusieron las condenas de la ONU en las resoluciones 672 y 673 (1992) y 1.322 (2000). La ilegalidad de la anexión de territorio árabe ocupado y de la implantación de asentamientos en Gaza y Cisjordania se refleja en las resoluciones 446 (1979) y 2334 (2016). La ONU (resolución 3379, de 1975, derogada en 1991) llegó a calificar el sionismo de ideología racista y su política como un ejemplo de apartheid. Toda esta batería de condenas y resoluciones incumplidas nunca ha debilitado el apoyo de Washington y sus satélites europeos a Tel Aviv; y esa actitud desprestigia desde el principio a cualquier diplomático occidental que viaje por África, América o Asia (y no digamos por el mundo islámico) a predicar la cruzada contra Rusia.

Por otro lado, resulta muy difícil justificar el derecho a defenderse de los ataques terroristas mientras se ejecutan bombardeos contra una población civil que lo único que tiene en común con Hamás es la mala fortuna de compartir su vecindad en la Franja de Gaza; algo inevitable en un pequeño territorio que cabe dos veces en la ciudad de Madrid y que ha sido arrasado con miles de toneladas de explosivos. Los culpables del ataque terrorista a Israel fueron los militantes de Hamás, no los niños, las mujeres o los residentes cristianos de Gaza; no olvidemos que se trata de refugiados que se apelotonan desde 1948 en un lugar con una densidad de población de 5.500 habitantes por kilómetro cuadrado. Conviene recordar también que la mayor parte de los milicianos de Hamás fueron liquidados por los israelíes o apresados por ellos, es decir: los autores materiales del ataque terrorista a Israel ya recibieron su retribución. Castigar por una muy discutible culpa colectiva a naciones y grupos humanos enteros es una simple excusa para compensar la ira y la frustración del gabinete de Netanyahu, tras haberse evidenciado la incompetencia de sus principales responsables. Y tiene sus consecuencias: las declaraciones de los dirigentes israelíes llamando animales humanos a los habitantes de Gaza o convirtiéndolos en cómplices de Hamás sólo han servido para incrementar la repulsa en todo el mundo árabe hacia Israel. Lo cual es un grave problema, porque las fronteras del Estado judío no dan a ningún país europeo, sino a Egipto, Jordania, Siria y Líbano, Estados en los que la indignación crece por horas y con los que Tel Aviv debería llegar a algún tipo de convivencia pacífica si no quiere ver muy complicado su futuro.

Treinta años de diplomacia se han desmoronado en dos semanas

Treinta años de diplomacia se han desmoronado en dos semanas. Algún día los historiadores dedicarán sus estudios a la decadencia de las élites israelíes: de Rabín a Netanyahu hay un descenso en la calidad de la clase dirigente que tiene mucho que ver con lo que pasa ahora.

Las incógnitas de la intervención

Todavía no se ha producido la entrada de las tropas del Tsáhal en Gaza, algo que parece inminente, pero que se aplaza una y otra vez. En primer lugar, por las negociaciones para liberar a los rehenes de Hamás, que suman varias decenas y entre las que hay no sólo israelíes, sino europeos y americanos. La irrupción de las tropas de Tel Aviv en Gaza supondría un desenlace fatal para la mayoría de ellos. En segundo término, el asalto es ya un asunto de honor para el gobierno de Netanyahu, aunque es posible que, al examinar en frío las operaciones, los mandos hayan comprendido que tanto la seguridad como la economía y la política internacional israelí puedan sufrir un daño terrible. En tercer lugar, la aplicación de la táctica habitual de la OTAN y los países anglosajones (bombardeos masivos, destrucción de las infraestructuras civiles, aniquilación del enemigo desde el aire) tiene un problema: convertir a la Franja de Gaza en un campo de ruinas limita la acción de los medios blindados y obliga al uso de la infantería en misiones de asalto urbano, lo que causará también un número de bajas superior a lo normal. Israel ha movilizado a 300.000 hombres, buena parte de los cuales serán destinados a la frontera con el Líbano y a Cisjordania. Pongamos que unos cien mil asaltarán Gaza, donde se enfrentarán a unos 20.000, como mucho, militantes de Hamás, que conocen bien el terreno y que disponen de una red de fortificaciones y túneles que pueden convertir el campo de batalla en una suerte de Iwo Jima. Es muy probable que el ejército israelí pague un precio muy alto por cada metro cuadrado de territorio que limpie.

La experiencia del Líbano demuestra que la guerra de desgaste opera siempre en contra de Israel

La experiencia del Líbano demuestra que la guerra de desgaste opera siempre en contra de Israel, que necesita campañas breves y contundentes.

La intervención en Gaza se puede prolongar por dos meses y tendría un efecto desmoralizador entre la población israelí si Hamás tuviera éxito al defender sus posiciones, cosa con la que ningún experto parece contar, pero que entra dentro de lo posible. La población palestina, escarmentada por la pérdida de sus tierras en 1948 y 1967, ya ha anunciado que no va a abandonar Gaza. Posición que han reforzado los gobiernos de Jordania y Egipto al negarse a recibir a los refugiados. Por lo tanto, si el ejército israelí derrota a Hamás, se enfrenta a una futura ocupación en circunstancias calamitosas, como ya son las que vive la Franja de Gaza; todo ello conduciría a una crisis moral israelí superior a la sufrida durante la Intifada. Tampoco olvidemos una amenaza más grave: que las operaciones se extiendan al sur del Líbano, donde Hizbolá cuenta con tropas más numerosas, expertas y veteranas que las de Hamás. Lo que ya no puede hacer Israel es retroceder y no atacar, pues eso significaría una derrota y el mayor éxito que Hamas pueda conseguir. Haga lo que haga, el gobierno de Netanyahu ya ha sufrido un fuerte fracaso político.

Como los Estados de la Cruzadas, Israel es un cuerpo extraño incrustado en el mundo árabe

Como los Estados de la Cruzadas, Israel es un cuerpo extraño incrustado en el mundo árabe; sus dimensiones y su población son muy inferiores a los de Egipto o Siria (Israel cabe en la provincia de Badajoz) y, además, la necesidad permanente de inmigrantes que mantengan el nivel demográfico y sustituyan a la población que marcha a Estados Unidos, o que no se reproduce en número suficiente, vuelve muy complicado su futuro. Más aún cuando una parte de la población israelí, los haredim, que ahora son casi el 14% de la misma, participan poco o nada en el esfuerzo militar y su lealtad al sionismo, al que consideran una herejía, es objeto de una profunda división de opiniones. Pero, sobre todo, el principal problema lo supone la propia población de Israel. ¿Hasta qué punto será capaz de soportar un estado permanente de guerra? El deseo de paz crecerá si la situación militar se estabiliza y se produce un goteo diario de bajas durante una ocupación inacabable. Porque, si no hay limpieza étnica, ¿quién gobernará en Gaza? ¿La Autoridad Nacional Palestina, sistemáticamente boicoteada por Israel? ¿Algún inconcebible cipayo árabe? Parece mentira que en un territorio tan reducido se produzcan tantas complicaciones. El laberinto de Gaza pierde, sobre todo, a los imprudentes que entran en él sin hilo de Ariadna, confiados sólo en la fuerza de sus brazos. En cualquier recodo serán fulminados. 

Un malo pero único remedio

En 1993, los Acuerdos de Oslo supusieron una solución poco brillante pero práctica al conflicto de Palestina. La OLP se conformaba con las fronteras de 1967 y la fórmula paz por territorios se convirtió en una realidad. Desde la llegada de Sharón y Netanyahu al poder, en 1996, ese proceso fue boicoteado de forma sistemática por los gobiernos israelíes, que, además, favorecieron a Hamás para debilitar a Al Fatah y a la Autoridad Nacional Palestina, hoy borrada de Gaza y con graves problemas de apoyo popular en Cisjordania, debido a su incapacidad para frenar el avance de los colonos israelíes, cuyos asentamientos impiden la continuidad territorial del gobierno palestino e imposibilitan una administración viable, que no tiene ni siquiera el control de sus recursos hídricos esenciales. El fracaso de los Acuerdos de Oslo explica en buena parte el poder de Hamás. Los ataques israelíes, por extraño que nos parezca, le refuerzan y le proporcionan nuevos adeptos: ¿A alguien le puede extrañar que los hijos y hermanos de las víctimas de los bombardeos de Netanyahu ansíen venganza? El odio acumulado es inextinguible y durará siglos. Y, pese a su fuerza, Israel no puede acabar con Palestina. La única salida posible para un arreglo menos calamitoso que cualquier otra solución posible pasa por los Acuerdos de Oslo. Su cumplimiento, aunque sea con tres décadas de retraso, podría ser el inicio del fin de este conflicto, que nunca acabará mientras no haya un Estado palestino independiente y libre, dueño de su tierra y de sus recursos naturales. No hay una forma más práctica de derrotar a Hamás.

 

¿Qué es el liberalismo?

¿Libertad u otra cosa?

Léalo en el N.º 2 de nuestra revista

 

 

 

 

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