Ferrán Adriá, ¿artista o farsante?

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Guerra civil en la alta cocina española: Santi Santamaría carga contra Ferrán Adriá, Sergi Arola, Martín Berasategui y demás representantes de la Cocina-Fusión o “Cocina-Espectáculo”. El tema de los aditivos –glutamato monosódico, etc.- es, en realidad, una cuestión menor. Lo que de verdad enfrenta a Santamaría con Adriá, amén de una probable antipatía personal, es un problema de tipo filosófico. Porque la Nueva Cocina de Ferrán Adriá implica una cierta visión del mundo –moderna, cool y futurista-, contrapuesta a otra visión que podríamos llamar tradicional.
 
Por su esencia, el mundo de la cocina tiende a ser conservador. La cocina ha estado durante siglos ligada a la tradición, al pasado, a las recetas heredadas de las abuelas, a los productos de la tierra y del país. La cocina es la madre, el matriarcado, el signo de Cáncer. De modo que, por su propia identidad, el universo de los fogones se define por su hostilidad a los experimentos caprichosos. No a cualquier clase de innovación, sino a la innovación como un fin en sí misma. Ahora bien: el espíritu de nuestro tiempo, el pathos del Occidente contemporáneo, se identifica precisamente con el cambio, con el prurito de la novedad. Hoy se quiere cruzar todas las antiguas fronteras, transgredir todos los tabúes, mezclar lo que antes se hallaba separado, o separar lo que hasta ahora se consideraba indisociable. “Todo fluye”, decía Heráclito. Hoy habría que ir más lejos y decir: “Todo se confunde”. Seguramente porque vivimos en una época empeñada en celebrar la ceremonia de la confusión más absoluta en todos los terrenos de la realidad.
 
Esta tendencia ha llegado también al mundo culinario. Hasta 1970, existieron sólo las cocinas nacionales o regionales –la francesa, la española, la mediterránea, la asiática-; pero hacia esa época el gran Paul Bocuse se convierte en estandarte de la Nueva Cocina. Sin embargo, este nuevo estilo gastronómico, aun siendo innovador, no resultaba radicalmente rupturista. La verdadera revolución llega en la década de 1990, por medio de Ferrán Adriá y sus numerosos discípulos. Y, claro, toda revolución tiene tanto partidarios entusiastas como enconados detractores. 
 
El trasfondo filosófico de la Nueva Cocina
 
No son pocos quienes, invocando el sentido común, critican la revolución gastronómica encabezada por Adriá –tal vez el más significado de todos ellos sea Alfonso Ussía-. Sin embargo, suele pasarse por alto que, en realidad, la Nueva Cocina que nos propone buñuelos de humo y helados con sabor a pimiento verde sólo es un elemento más del ambiente psicológico y cultural dominante en nuestra época. Los antecedentes intelectuales resultan diáfanos: la Nueva Cocina es la traducción gastronómica tardía de la filosofía de Foucault, Barthes y Derrida, que, en la Francia de los años 60 e intoxicando a varias generaciones posteriores de pseudo-filósofos, se dedicaron a “deconstruir” –descomponer, desmenuzar, deshilachar- el sentido evidente de los textos literarios en busca de supuestos sentidos subterráneos y ocultos -¡siempre el dichoso Freud!-, lo cual desembocaba con frecuencia en afirmaciones gratuitas y arbitrarias. De la misma manera, los cultivadores de la Nueva Cocina “deconstruyen” los platos tradicionales, descoyuntando sus componentes para recomponerlos –a 200 euros el menú- de una manera sorprendente y paradójica. Comer, lo que es comer, los clientes de El Bulli a lo mejor no comerán demasiado; pero eso sí: se irán a sus casas, además de con mucho que contar a unas amistades tan snobs como ellos, con la sensación de haber asistido a un rito iniciático: el que va desde la antigua Cocina Alimenticia –en el fondo, ¡qué vulgaridad!- a la nueva Cocina Conceptual, filosófica, química, experimental, abstracta, minimalista, mestiza y, desde luego, cool, muy cool.
 
El carácter abstracto y minimalista de la cocina de Ferrán Adriá nos remite también, sin duda, a la influencia de Oriente –sobre todo, de la cocina japonesa-. Y, por otra parte, nos pone sobre la pista de qué es lo que persigue realmente la Nueva Cocina. El individuo occidental que se pone a hacer meditación o tai chi, o que cultiva bonsais, o que se queda con la mente en blanco contemplando un jardín zen, lo que quiere es “tener una experiencia”. Es decir: desde una refinada forma de hedonismo, desea experimentar alguna clase inusitada de sensación física o psíquica que excite por un momento su espíritu, cansado y necesitado de estímulos novedosos y paraísos artificiales. El hedonismo posmoderno anda siempre a la caza de nuevas experiencias estéticas y sensoriales: que si un restaurante bajo el mar, que si un loft translúcido, que si unas vacaciones en la Antártida, que si comer en un restaurante completamente a oscuras (esto se ha hecho de verdad en Alemania), que si comer hormigas o beber licor de escorpión en Vietnam, etc., etc. Cuando se tiene la impresión de que el mundo está desprovisto de sentido, cuando uno se ha vuelto ciego para el misterio y la belleza que nos aguardan en todas las cosas, entonces se torna urgente hallar sucedáneos de lo real: experiencias y sensaciones insólitas que parezcan hacernos sentir de nuevo el mundo como un lugar intenso, fresco, “mágico”, acabado de estrenar y que nos ofrece infinitos senderos para la vida y la aventura.
 
La Nueva Cocina como antídoto contra el tedio
 
El caso es que el mundo realmente es así, pero nuestros contemporáneos se han vuelto incapaces de verlo. Y entonces, desesperados, ineptos para captar el misterio omnipresente en lo real, se vuelven, ávidos y sedientos, a las vagas promesas de lo insólito, en pos de un Grial que siempre los esquiva. Así, acuden en tropel a las exposiciones de arte contemporáneo, donde les espera la última creación de Damien Hirst –tal vez ahora, por ejemplo, un tiburón pintado de fucsia y nadando en un enorme recipiente, o tal vez el recipiente solo, lleno de agua y sin ningún tiburón-. Y, del mismo modo, se apuntan en la lista de espera de El Bulli, para que Ferrán Adriá les prepare una velada gastronómica que nunca podrán olvidar.
 
Ante lo que fácilmente cabe calificar como ridículos desvaríos culinarios, los conservadores, la derecha cultural, tiende lógicamente a denunciar que también aquí, como en el cuento, el emperador está desnudo. Por su parte, la izquierda cultural tiende justamente a lo contrario: la burguesía progre que los domingos se lee el suplemento semanal de El País –por cierto, ¡qué tostón de suplemento!-, se siente absolutamente fascinada por Adriá, “alquimista de la cocina”, y por sus invenciones. Acudir a un spa ultramoderno, probar el sexo tántrico y comerse un pincho de tortilla de patatas deconstruida y caramelizada son todo la misma cosa: perseguir con furia la novedad exacerbada de las experiencias, ya que la vida en su conjunto parece carecer de sentido y finalidad. En fin: que, cuando el tedio aprieta, con algo hay que entretenerse.
 
De modo que, en lo sustancial –no necesariamente en lo del glutamato-, Santi Santamaría tiene razón: mejor que la absurda cocina físico-química que nos proponen, una cocina –y una cultura- con raíces. Y, sin embargo, ningún error fascina y perdura si no contiene algún grado de verdad. Es lo que sucede con la Nueva Cocina de Ferrán Adriá: debemos denunciar sus excesos y su en gran parte nefasta base filosófica, a la que ya nos hemos referido; y, sin embargo, existe también un fondo legítimo en su significación. Las creaciones de Adriá –un cocinero discutible, pero de mérito: el propio Bocuse lo ha reconocido- intentan responder a una de las insatisfacciones básicas de la civilización occidental, a saber: la pérdida del mundo como juego, danza, ingravidez y aventura; una pérdida correlativa a la actual dictadura de lo mecánico y determinista (si no existe nada más que el mundo, entonces el mundo es una cárcel). La cocina de Ferrán Adriá nos devuelve de algún modo a la etapa infantil de nuestra existencia, cuando vivir aún era lo mismo que jugar “flotando sobre el mundo”, y cuando cuatro trozos de madera unidos por un hilo se convertían en los vagones de un magnífico tren. Y es en este sentido –sólo en este- en el que Adriá tal vez consiga algo que se parezca, aunque sea lejanamente, al auténtico arte.

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