El varón domado

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Mi amigo Anselmo no se llama Anselmo aunque tal remoquete le pongo por dos motivos: para preservar en lo posible su auténtica filiación y porque Anselmo siempre me ha parecido nombre de pringao, con mis disculpas y mis respetos para todos los Anselmos del mundo. Y para todos los pringaos. Anselmo era un pringao, en efecto. Creo que el pobre lo sigue siendo. En dos minutos les cuento su historia.
 
Casó Anselmo a la edad de veintiséis años con una pizpireta hija de familia madrileña. Como adoraba a su cari, se propuso darle lo mejor de lo mejor en esta vida, sin esperar a que la muerte los separase para gozar de la felicidad eterna. Había jurado ante el cura amarla, respetarla, serle fiel y estar a su lado siempre, mas tal era su afecto a la pava que se exigió más aún: borró de las promesas sacramentales aquello de “en la enfermedad... en la pobreza”. Decidió no ponerse nunca malo y ganar todo el circulante posible, el mismo que su idolatrada esposa necesitaba para mantener el tren de vida de una princesa.
 
Trabajó duro, actualizándose de continuo en la difícil rama de ingeniera industrial en la que estaba
licenciado; dedicaba su tiempo, su talento, todas sus energías a la tarea de afianzarse como joven promesa en la compañía de prospecciones en la que trabajaba, ascender, ganar más, cada vez más, hasta conseguir nómina de ejecutivo de primer nivel. Su cari, encantada. Anselmo era un primor, una joya.
 
Pero muchísimo nunca es suficiente para una princesa de boca de fresa. Poseían un estupendo adosado en urbanización con piscina, pádel y Spa en las afueras de Madrid, según se sube al Guadarrama. Sus dos hijos pequeños iban a la mejor guardería de la zona y tanto Anselmo como su prójima ya les habían reservado plaza en el colegio privado-privado más caro de la capital. Cuatro automóviles dormían en la inmensa cochera del ejemplar matrimonio: uno para él, quien por razones de trabajo se desplazaba con frecuencia a distintos puntos de la hispana geografía; otro para ella, pues salía de compras con las amigas día sí y día también; otro para la chica de servicio, quien aparte de llevar a los niños a la guardería necesita el vehículo para ir a Mercadona y otros recados domésticos; y otro familliar, impresionante monovolumen muy útil en las vacaciones, no iban a viajar al apartamento de la costa apretados e incómodos, como hacían nuestros padres cuando se ponían a los mandos del 600 para la visita anual al pueblo. Aunque ya les digo, todo aquel dispendio rigurosamente pagado con el sudor de Anselmo no era suficiente. La churri de sus sueños quería más, mucho más: temporada de moda en París, estrenar modelo en la Bienal de Venecia, subastas en Durán, época de nieves en Baqueira, semana de compras en Nueva York, diseños exclusivos de Garrido y Lastra, joyero de Paloma Picasso y, a ser posible, salir en el Hola cuando fuese al ilustrísimo colegio de sus retoños para recogerlos tras la inauguración del primer curso, entrañable ocasión que todas las familias bien tienen a gala ver reflejada en el satinado de las revistas como Dios manda.
 
Para el sufragio de aquellos asiáticos lujos, el abnegado Anselmo -a pesar de que su nómina en la empresa de prospecciones resucitaba a un muerto -, abarcó un poco más y se empleó de por libre en un importante estudio de arquitectos, encargándose de los informes geológicos, estudios de impacto ambiental y cosas parecidas. Trabajaba dieciséis horas al día, de lunes a sábado, y descansaba los domingos por la mañana y parte de la tarde; sobre las 20´00 horas, cuando sus jefes regresaban del fin de semana, empezaban a llamarlo al móvil para instruirle sobre las tareas, todas impostergables e importantísimas, del siguiente día, lunes fatídico.
 
Pero Anselmo todo lo daba por bueno, aquellos desvelos, aquellos horarios de semiesclavitud, aquella devota dedicación a los afanes sociales y materiales de su cari bendita. Por ella habría dado la vida porque ella era toda su vida. Ninguna adversidad importaba. Lo suyo era puro sacrificio a punto de convertirse en martirio.
 
Ella empezó a ponerse rara. “No me atiendes, no te preocupas por mis cosas, todo el día fuera, de aquí para allá, vives para el trabajo y me tienes desatendida...”. Anselmo, al principio, se preocupó por aquel cambio de su tarrito de miel; después se angustió. El día en que ella le confesó que le estaba metiendo unos cuernos como el perchero de un marqués, con un hombre delicado que sabía cómo tratar a una dama y atenderla y mimarla y estar siempre a su lado y pendiente de sus suspiros, Anselmo se deprimió. Muchísimo.
 
Situación actual: Anselmo, tras dos años de tratamiento psicológico, va mejorando poco a poco. Es posible que dentro de seis meses pueda volver a la oficina de empleo en busca de un trabajo que remotamente se parezca en categoría a los que antes desarrollaba.
 
Problema: que no desaparece el estrés, lo que obstaculiza su recuperación; desequilibrio emocional que tiene su origen, más o menos, en los apuros que pasa el infeliz para seguir costeando la hipoteca del adosado de lujo, el colegio de los niños, la paga compensatoria a su ex esposa -un pastón, ella no ha cambiado ni tiene porqué -, el alquiler del modesto apartamento que habita en Las Rozas y, sospecha, algún que otro capricho del nuevo sultán en el corazón de la traidora, caballero atentísimo aunque bastante renuente a cualquier clase de actividad física o intelectual lucrativa. También le desazonan mucho las dificultades que tiene para ver a sus hijos. No sabe si los fines de semana alternos en que toca visita tendrá dinero para el autobús, el ferrocarril de la sierra o, en su defecto, gasolina para el coche de tercera mano que ahora conduce.
 
Problema añadido: Anselmo sigue culpándose por haber perdido a su costillita. Si la hubiese cuidado, si hubiera atendido su relación con el esmero con que cada día se riega un idílico jardín... quizás otro gallo le hubiese cantado.
 
Como sigue siendo un pringao y un iluso, Anselmo sufre remordimientos cada vez que enchufa la TV y sale una ministra hablando de la marginación de las mujeres en nuestra competitiva sociedad, así como las grandes dificultades que encuentran para armonizar su vida laboral con la familiar. Cierto es que así lo piensa: su pobrecilla mimorri se vio tan sola, tan al margen, tan apartada de la vorágine laboral y productiva en la que él estaba inmerso, que su rebeldía y radical autoafirmación vía adulterio le costó el matrimonio. Adiós, felicidad. Adiós, ilusión por la vida. Buenos días, tristeza.
 
A Anselmo nunca nadie le ha dicho que es el paradigma del varón domado. El perfecto ejemplo del gilipollas moderno. De modo que desde estas páginas digitales se lo digo, porque quien bien te quiere te hará llorar y porque me da la gana.
 
Anselmo, eres tan pringao y tan imbécil que si participases en un concurso de pringaos e imbéciles quedarías el último. Por pringao y por imbécil.
 
Ya está.

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