¿Qué tal si reivindicamos el boxeo?

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Recientemente, Javier Castillejo, el mejor boxeador español de los últimos tiempos, se quejaba de que, en la España actual, el boxeo es un deporte maldito, invisible, ignorado sistemáticamente por los medios de comunicación. Los grandes periódicos nacionales –salvo error u omisión por mi parte, y excluidos As y Marca- tienen absolutamente censurada la información sobre temas pugilísticos, al igual que las cadenas generalistas de televisión en abierto, que no retransmiten desde hace décadas combate alguno. En fin: que, en la España de hoy, pesa sobre el boxeo una censura férrea y un denso manto de silencio.
 
Las cosas no siempre han sido así: entre los recuerdos televisivos de mi niñez –década de 1970-, figuran las peleas de Carlos Monzón, Roberto “Mano de Piedra” Durán y Muhammed Alí. Sin embargo, la llegada de la posmodernidad significó una inexorable decadencia para el boxeo profesional, asociado ya desde hacía tiempo –todos recordamos Más dura será la caída, aquella excelente película de Humphrey Bogart-, y no sin razón, a los bajos fondos, el hampa, promotores sin escrúpulos, boxeadores sonados y exprimidos por sus managers y rumores de tongo. El ejemplo de nuestro Poli Díaz, el potro de Vallecas, recalando finalmente –tras una brillante carrera- en la droga y en los sótanos del cine porno, no hacía sino confirmar lo que ya parecía ser opinión común: que, en la era cool del loft posmoderno, el boxeo constituía una realidad a extinguir. Por sórdida, por cruel, por bárbara, por sanguinaria. También por analfabeta y por vulgar. Pero, ante todo, por no sintonizar en absoluto con el espíritu de los nuevos tiempos, que se movía entre el ritmo del techno y la suavidad del chill out
 
De este modo, la sociedad occidental posmoderna, estricta observante de todos los tópicos políticamente correctos del universo mundo, decretó el ostracismo contra el boxeo, como también contra todas las realidades que juzgaba excesivamente violentas (los toros, la caza, la pena de muerte, los cachetes de padres a sus hijos y de los profesores a sus alumnos, el ejército, el servicio militar obligatorio, los juguetes bélicos, etc.). Por este camino, la Europa bienpensante de finales del siglo XX debía convertirse en un paraíso exento de todas las primitivas formas de violencia y barbarie que habían conseguido sobrevivir hasta nuestros días. Y, sin embargo…
 
Cultura pacifista y sociedad violenta
 
Sin embargo, y para sorpresa sólo de los ilusos, esta prohibición oficial de la violencia produjo unos efectos bien diferentes de los esperados. La cultura occidental adoptó, en efecto, una apariencia “menos violenta”. Pero, paradójicamente, una cultura menos violenta engendró, como resultado, una sociedad más violenta. Así –todos lo sabemos-, desde las décadas de 1980 y 1990, el cine, la televisión y los videjuegos exhibieron una violencia progresivamente más gráfica, brutal y desinhibida. El universo del deporte –en especial el fútbol- también degeneró en dirección hacia una violencia creciente. El mundo laboral se convirtió en un entorno cada vez más tóxico, hasta que el mobbing saltó un día sí y otro también a las páginas de nuestros periódicos. La atmósfera reinante en las relaciones de pareja se enrareció hasta extremos insospechados, desembocando en la tragedia de la llamada “violencia de género”. La escuela vio surgir fenómenos aberrantes y hasta entonces desconocidos –antes las cosas eran de otro modo-, como el bullying o matonismo escolar y, ya en nuestros días, las palizas grabadas con el móvil. Y todo esto en una sociedad que, en teoría, abomina de la violencia. La execra, pero indirectamente fomenta su aumento y proliferación. 
 
¿Cómo es posible que, en la sociedad del pacifismo y la tolerancia, en la sociedad que censura ampliamente el boxeo, se hayan producido todos los anteriores fenómenos? La respuesta podría encontrarse en la idea que apuntábamos más arriba: una cultura en apariencia menos violenta produce una sociedad realmente más violenta. Todas las culturas han sabido que la violencia necesita ser canalizada y ritualizada, para evitar que estalle de una manera salvaje y sin control. Ahora bien: la cultura posmoderna se ha negado a reconocer esta necesidad, optando, simplemente, por censurar todas las antiguas manifestaciones culturales que, de algún modo, implicaban una cierta presencia de actos violentos (como sucede, por ejemplo, con el boxeo): de modo que tales realidades quedaron condenadas a ocupar una posición vergonzante y marginal. Como consecuencia de este imprudente proceder -así como del caos espiritual que, de modo genérico, campa hoy a sus anchas entre nosotros-, el hombre occidental contemporáneo no dispone de suficientes canales culturales para vivir la violencia de una forma ritualizada y significativa. Y lo que entonces sucede es que esa violencia, como una tromba de agua que no encuentra un cauce por donde discurrir, se desborda y lo inunda todo.
 
John Ford y el ejemplo de Innisfree
 
En el tramo final de la célebre película de John Ford El hombre tranquilo, el ex-campeón de boxeo Sean Thornton (John Wayne), retornado a su Irlanda natal, se peleaba a puñetazo limpio, durante minutos y minutos de metraje, con el hermano de su esposa (Maureen O’Hara), el tozudo Will Danaher, ante el indescriptible entusiasmo de todos los habitantes de Innisfree -incluido el padre Lonergan, párroco del pueblo y gran aficionado al boxeo-. Décadas después, en El diario de Bridget Jones, Mark Darcy y Daniel Cleaver dirimían sus diferencias en otra estupenda pelea completamente ajena al espíritu de los tiempos posmodernos. Como lo era también, desde luego, el Innisfree creado por John Ford, un pueblo donde la gente apostaba con pasión en la carrera de caballos celebrada cada año sobre las arenas de la costa, había noviazgos formales sometidos a una estricta reglamentación pública –que Thornton y la indómita Mary Kate se saltan a la torera-, los lugareños cantaban juntos baladas populares transmitidas de padres a hijos y, cuando se terciaba, los hombres ajustaban sus cuentas pendientes a base de mamporros, para a continuación darse un apretón de manos y tomarse una pinta de cerveza.     
 
El boxeo profesional, tal como hoy se practica y explota comercialmente, puede presentar –es evidente- aspectos discutibles. Pero lo que me parece claro es que la cultura occidental de nuestros días, si de verdad quiere salir del impasse en el que actualmente se encuentra, debería recuperar esa ritualización de la violencia que se realiza, además de en otras instituciones de la cultura, en el universo de la lucha. No se trata sólo de que el boxeo profesional vuelva a los periódicos y a la televisión –aunque, personalmente, estoy a favor de tal retorno-. De lo que se trata es de que nuestra cultura se atreva de nuevo a mirar de frente a la realidad, y a aceptar todos los elementos que ésta contiene. Entre ellos, la lucha y, como una de sus modalidades, el boxeo.
 
¿Con qué tipo de futuro nos es legítimo soñar a quienes no nos conformamos con la gris vulgaridad que hoy nos rodea? Con un futuro en el que, entre otras muchas cosas, los seres humanos vuelvan a cantar juntos en público canciones antiguas –como en el Innisfree de El hombre tranquilo- y a formar un vociferante corro en torno a dos hombres que pelean con nobleza: no para hacerse daño, sino por el simple ánimo deportivo de vencer, o tal vez –sería mejor- por una finalidad espiritual de más enjundia –recordemos la importancia cultural de la lucha en una cultura de tipo agonístico, como la griega-. En realidad, música y poesía popular, por un lado, y valiente lucha pugilística, por otro, son las dos caras de una misma moneda. Hoy hemos perdido buena parte de ambas –lírica y épica- y, junto con ellas, tantas otras cosas valiosas que echamos de menos, pero no sabemos cómo recuperar. Dignificar culturalmente el boxeo y devolver a la lucha su legítimo lugar en el imaginario colectivo de Occidente podría ser una buena manera de empezar a hacerlo. Y no sería sólo Javier Castillejo quien nos lo agradecería.

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