La senda del samurai

Así nació el Japón moderno

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JOSÉ LUIS MUÑOZ AZPIRI/AGENDADEREFLEXION.COM.AR
 
El Japón pudo convertirse en un país moderno porque fue atípico, porque se aferró a sus instituciones tradicionales, porque mantuvo en forma inquebrantable su propia personalidad nacional.
 
El desarrollo japonés se caracterizó por un elevadísimo ritmo de acumulación, sobre todo de capital productivo. La reinversión llegó a la tercera parte del producto en el largo período de prosperidad que siguió a la Segunda Guerra Mundial. El capitalismo japonés fue fundamentalmente austero, no sólo en los estratos superiores, sino en toda la población
 
Los gastos militares, que antes constituían el 7% del producto, se redujeron a niveles insignificantes a partir del gobierno del general Mc Arthur. Por otra parte, el mismo gobierno japonés impuso una reforma agraria más avanzada que la que habían deseado algunos reformadores. El desmantelamiento de las fuerzas armadas liberó a muchos técnicos, que iniciaron modestas empresas que después alcanzaron dimensiones gigantescas. El gobierno y la iniciativa privada incorporaron masivamente la tecnología de Occidente, sobre todo por el envío sistemático de gente a formarse en el exterior. Pero no renegó de sus propios valores ni abjuró de su historia y su tradición. Solo se admitieron las trasnacionales cuando el Japón pudo tenerlas y competir con ellas.
 
Ahora bien, ¿a qué se debe la austeridad del capitalismo japonés? ¿Algunos pueblos están predestinados a la acumulación previsora y otros al derroche por su carácter nacional o por un determinismo genético? ¿Existe algún fatalismo histórico que lleva a algunas naciones a la prosperidad y a otras a la pobreza y a la dependencia?
 
Indagando el pasado
 
En 1543, un barco comercial portugués que iba rumbo a China naufragó en alta mar y después de varias semanas de estar a la deriva encalló en la isla Tanegashima en el extremo sur de Kyushu. Los tripulantes fueron rescatados por los isleños, quienes repararon el buque portugués para que pudieran volver a su patria. Los portugueses, muy agradecidos, hicieron una demostración de “tubos negros que lanzaban fuego estruendosos y simultáneamente dan al blanco con una distancia de más de setenta metros”. El señor feudal de Tanegashima se asombró por la precisión con que alcanzaron el blanco las balas y compró dos ejemplares a cambio de una cuantiosa cantidad de plata. Fueron los primeros fusiles que se conocieron en Japón.
 
Unos años después, los portugueses volvieron a Japón trayendo muchos fusiles tratando de venderlos bien; pero el precio que lograron no llegaba al nivel esperado. Después de varios días de frustración, los portugueses descubrieron que ya en el mercado japonés estaban en venta gran cantidad de fusiles fabricados por los japoneses. Resultó que el señor de Tanegashima (Tokitaka, 1528–1579), al comprar los dos fusiles, ordenó a su súbdito, Kinbei Yaita, encontrar la manera efectiva de reproducirlos. Kinbei desarmó los fusiles y con la ayuda profesional de los herreros de espadas logró dominar la metodología para fabricarlos.
 
La técnica de manufactura de fusiles fue transmitida a Sakai (en aquella época era el centro comercial “industrial” de Japón; se ubica al lado de Osaka). Los herreros especializados en producir las famosas espadas japonesas dominaban los secretos de cómo forjar el acero y dar tratamiento térmico más adecuado para aumentar la resistencia del metal. Tenían sus talleres alrededor de Sakai y empezaron a manufacturar los fusiles con mejores resultados que los originales en cuanto a la calidad de la puntería y resistencia al calor.
 
Al principio, los tradicionales señores feudales no reconocieron el verdadero valor de los fusiles. Los consideraban armas cobardes e indignas de un samurai y rechazaron darles un lugar merecido en la estrategia militar. Pero la historia de Japón fue drásticamente modificada a partir de la batalla de Nagashino en 1575, cuyos protagonistas no fueron famosos caballeros con armaduras, lanzas y espadas, sino desconocidos fusileros.
 
Este episodio, y posteriores, se encuentra en el encantador e imprescindible libro de Kanji Kikuchi: El origen del poder. Historia de una nación llamada Japón (Sudamericana, 1993) de obligatoria lectura para quien quiera aproximarse al espíritu nipón. Con este incidente, se inicia una lucha de cuatro siglos contra las tentativas de los “bárbaros del este”, es decir, los occidentales.
 
Una sociedad jerárquica
 
Hasta 1867 existía en Japón una estructura de poder dual. El emperador, con residencia en Kyoto, resumía la autoridad religiosa y la santificación de la jerarquía social, pues otorgaba títulos y poderes nobiliarios, pero carecía de funciones políticas reales. El verdadero poder estaba en manos de los grandes señores feudales, los daimyos, entre los cuales descolló Tokugawa, quien dio su nombre a todo este período. El emperador era un personaje sin poder real, relegado a un papel simbólico, de carácter esencialmente religioso. El verdadero jefe de gobierno era el shogun, equivalente al chambelán de palacio de los francos, que ejercía un cargo igualmente hereditario.
 
Al servicio de los daimyos estaba la casta militar de los samurai y, en la base, los labradores (no), los artesanos (ko), los comerciantes (sho) y los desclasados (hinin, “no humanos”); todos despreciados y oprimidos al no ejercer la actividad guerrera, y sujetos a disposiciones rigurosas sobre vestimenta, prohibición de montar a caballo, etcétera.
 
Los daimyos y sus guerreros profesionales, los samurai, combinaban una difusa lealtad al emperador y a las antiguas instituciones con una despiadada explotación de los campesinos, cuya situación era tan desesperante que los inducía con frecuencia al mabiki (infanticidio) con el objeto de que los niños sobrevivientes pudieran seguir alimentándose.
 
Los occidentales intentaron repetidas veces poner el pie en el Japón, aunque los shogun, en un intento desesperado de cortar todo lazo con Occidente, llegaron a prohibir la construcción de barcos oceánicos y a castigar con la pena de muerte el arribo de extranjeros. Pero todo cambió con la penetración imperialista: en 1853, cuatro barcos pintados de negro dirigidos por el Comodoro norteamericano M.C.Perry (1794-1858) aparecieron en la bahía de Tokio (Edo de entonces) y exigieron la apertura del Japón. ¿La razón? Aunque parezca increíble, las ballenas.
 
En aquel entonces, los puertos japoneses se necesitaban como bases de reabastecimiento para los buques balleneros norteamericanos. Los estadounidenses, conquistando la frontera oeste, llegaron a California. La población norteamericana estaba en franca expansión y la demanda de la grasa de ballena, una suerte de petróleo de la época, como aceite para las lámparas y la materia prima para fabricar alimentos y jabones, crecía cada vez más. Al principio, los norteamericanos cazaban ballenas en el Océano Atlántico, pero al exterminarlas (los cachalotes del Atlántico), se trasladaron al Pacifico y pronto se convirtieron en los dueños del Océano Pacífico del Norte. Los buques balleneros salían de su base en California y tomaban a las islas Hawai como base de reabastecimiento. Según la estadística del año 1846, los buques balleneros norteamericanos en el Océano Pacífico sumaban 736 y la producción anual de aceite de ballena llegó a 27.000 toneladas.
 
Estos buques balleneros persiguiendo cachalotes navegaron desde el mar de Bering hasta la costa norte del Japón. Entrando al siglo XIX, los buques balleneros norteamericanos aparecieron varias veces en la costa japonesa, pidiendo suministros de agua y comida, además de combustible. Porque la autonomía de esos balleneros que navegaban a vapor no era suficiente para un viaje que demandara más de cinco meses. Conseguir la base de reabastecimiento en Japón, o no, era de vital importancia para mejorar la productividad de estos buques factorías. Sin embargo, las autoridades locales de las pequeñas aldeas de pescadores del Japón automáticamente rechazaron a los buques balleneros y ni siquiera les permitieron desembarcar. Para ellos no hubo ningún motivo de discusión al cumplir la orden de la Carta Magna celosamente respetada durante siglos por sus antepasados. A nadie le importaba el por qué del aislamiento. No tratar con los extranjeros era simplemente una regla de juego que había que cumplir so pena de muerte, y punto. La ley de aislamiento ya formaba parte del ser japonés.
 
El Comodoro Perry volvió a la bahía de Edo en el año siguiente (1854), esta vez con siete negros buques de guerra, y llegó hasta la distancia adecuada para el alcance de sus modernos cañones que apuntaban al castillo y a la ciudad de Edo, y exigió de nuevo la apertura. El Shogunato de Tokugawa, completamente asustado, firmó el acuerdo de amistad con Norteamérica, concediendo dos puertos como base de reabastecimiento para sus barcos: Shimeda y Hakodate.
 
De esta manera, el aislamiento en que el Japón vivía desde el comienzo del siglo XVII fue levantado a la fuerza por la escuadra de Perry. Ese año arribó al Japón el primer Cónsul General de Norteamérica, Mr. Harris (1804-78). La misión del señor Harris era lograr la firma del Tratado de Libre Comercio bilateral con el Gobierno del Japón. Inmediatamente lograron concesiones similares Inglaterra, Holanda, Francia y Rusia.
 
Esto contribuyó a desprestigiar al Shogun, y el Emperador, apoyado por una parte de la nobleza, de los samurai que controlaban la flota y el ejército, y de algunas poderosas familias de banqueros, depuso al Shogun, destruyó el poder territorial de la nobleza feudal e impuso un régimen centralizado: un ministerio de quince miembros, fuerzas armadas unificadas, impuestos, administración y justicia nacionales.
 
El grito que surgió en Japón, sin embargo, fue Isshin: volvamos al pasado, recobremos lo perdido. Era lo opuesto a una actitud revolucionaria. Ni siquiera era progresiva. Unida al grito de “Restauremos al Emperador”, surgió el de “Arrojemos a los bárbaros”, igualmente popular. La nación apoyaba el programa de volver a la edad dorada del aislamiento, y los pocos dirigentes que vieron cuán imposible era seguir semejante camino fueron asesinados por sus esfuerzos de renovación.
 
Con la misma terca determinación con que se habían negado durante cuatro siglos a todo contacto con los extranjeros (salvo la curiosa excepción de los holandeses, que eran tolerados, pero confinados en una isla artificial) los japoneses se lanzaron a la aventura de vencer a los occidentales con sus propias armas. Se acusó al shogun –uno de cuyos títulos era el de “generalísimo dominador de los bárbaros”– de ser incapaz de impedir la humillación nacional, se le obligó a renunciar y se desencadenó un tsunami bautizado como “Restauración Meiji”.
 
La Restauración Meiji
 
Desde 1867 ocupaba el trono imperial un muchacho de quince años, Mutsuhito, quien adoptó en 1868 para designar su reinado el nombre del año en curso, Meiji (“gobierno ilustrado”). Los eruditos del culto nacional (Shinto) habían ganado mucho apoyo para su concepción de que el Japón era un país superior, por contar con una casa imperial fundada por la Diosa del Sol. Estas enseñanzas –que constituían en realidad la doctrina nacional japonesa– fueron rescatadas por los grandes señores feudales del sudoeste del Japón, que querían debilitar la institución del Shogunato para imponer su propia autoridad.
 
Cuando el Estado se configura como tal, a partir de la acumulación mercantil, elementos como la religión (transformación cultural del animismo, según algunos antropólogos) quedan incorporados al orden estatal como regulador del consenso.
 
Se levantó así la bandera del “retorno a lo antiguo” (fukkó) y los jóvenes samurai, violentamente antiextranjeros –que se habían vinculado extensamente entre sí a través de años de entrenamiento en las academias de la espada, y que a menudo eran pobres– se plegaron al bando de los daimyos del sur, y derrocaron al último shogun, entregando el poder al emperador adolescente, en cuyo nombre se había realizado todo el movimiento.
 
En 1868 los principales señores feudales fueron convocados al palacio imperial de Kyoto, donde se proclamó la restauración del poder imperial. Al año siguiente la capital fue trasladada a Tokio, y se inició la construcción del Japón moderno.
 
Para 1889 se había creado una monarquía constitucional fuertemente oligárquica, con dos cámaras: la de los pares, vitalicios, designados por el emperador y elegidos por los grandes propietarios, y la de diputados, elegida por los habitantes que pagan censo (500.000 sobre 50 millones que componían la población total. El apoyo directo del régimen lo constituía la casta militar.
 
Tales cambios no modificaron la situación del jornalero agrícola, ferozmente explotado, y fueron acompañados por el empobrecimiento brutal de los pequeños campesinos propietarios, que debieron vender e hipotecar sus tierras. Tampoco se evitaron totalmente las tensiones entre la casta militar y la nueva burguesía. Pero la estructura samurai, actuando sobre el capitalismo existente y el poder fuertemente centralizado, dio origen a un desarrollo aceleradísimo, que se benefició del éxodo de los campesinos arruinados y de los obreros agrícolas, empujados por la miseria hacia las ciudades, donde formaron un enorme ejército de mano de obra barata.
 
La centralización del poder permitió que, en lugar del tradicional laissez-faire de los capitalismos occidentales, se instituyera un fuerte capitalismo de Estado, que mediante la asociación con la nueva oligarquía, dio origen a una rápida trustificación, tanto en la banca como en la industria. El Estado creó y modernizó la industria del hierro, del acero y las empresas textiles, cediéndolas luego a los particulares. Se crearon instituciones bancarias a imitación de las de Estados Unidos, y los comerciantes japoneses, apoyados por el Estado, desplazaron a los extranjeros.
 
El período llamado Meiji significó así la estructuración en pocos años de una sociedad capitalista centralizada, monopólica, militarista, que producía a muy bajos costos debido a lo económico de la mano de obra. Estaban dadas todas las condiciones para que Japón se lanzara a la expansión imperialista y territorial, en conflicto con las otras potencias, y en primer término con Rusia, con la que debía dirimir la hegemonía sobre la costa asiática del Pacífico.
 
Pilares de la transformación
 
Los líderes revolucionario-tradicionalistas estaban convencidos que la fuerza de los países occidentales provenía de tres factores:
 
- El constitucionalismo, que originaba la unidad nacional
- La industrialización, que proporcionaba fuerza material
- Un ejército bien preparado. La nueva consigna fue: “país rico, armas fuertes” (fukoku-kyohei).
 
Basados en estas premisas pusieron en marcha drásticas reformas que significaron en poco tiempo la liquidación de toda la estructura de la sociedad feudal. En primer término se obligó a los grandes daimyos a revertir sus propiedades al trono, que era considerado titular de toda la tierra japonesa. Los señores feudales, en una primera etapa, fueron nombrados gobernadores de sus antiguos feudos.
 
Pero eso duró poco. En 1871 los gobernadores-daimyos fueron convocados a Tokio, se les entregó un título de nobleza, a la usanza occidental, y se les quitaron sus cargos, al mismo tiempo que se declaraba abolido oficialmente el feudalismo. Los 300 feudos fueron convertidos en 72 prefecturas y tres distritos metropolitanos.
 
No menos decidida fue la campaña contra la estratificación social que había predominado durante la época feudal. Era fácil otorgar títulos y generosas pensiones a los grandes señores feudales, pero resultaba mucho más difícil reubicar a más de dos millones de samurai y demás dependientes, sin dinero y sin tierras. A éstos se les concedió una pensión igual a una parte de su antiguo estipendio, y cuando la erogación resultó una carga demasiado pesada para el erario, se los sustituyó por bonos del tesoro, inconvertibles y de bajo interés. Se les prohibió también portar espada y seguir exhibiendo su característica coleta.
 
Pronto las pensiones y bonos se esfumaron, pues la inflación devoró gran parte de su valor. Por otra parte, los samurai carecían de capacidad para adaptarse a las nuevas condiciones imperantes. En 1873, el mazazo final: se instituyó la conscripción obligatoria, con lo cual los samurai perdieron su tradicional monopolio del servicio militar. Hubo motines, por supuesto, pero fueron sofocados. El más célebre fue el de Saigo.
 
Caballos desbocados
 
Después de la Restauración Meiji, los samurai que pelearon para derrocar el régimen feudal, advirtieron que habían sido utilizados y que su premio había sido la desocupación y la pérdida de todos sus privilegios. Al hecho de no poder portar katana ni la indumentaria que los había caracterizado durante siglos se sumaba la obligación de tener que trasladarse a Tokio (ex Edo) con el consiguiente abandono de sus castillos tradicionales y la separación de sus súbditos. Era el precio a pagar por la modernización a la que consideraban una traición a los valores tradicionales y nacionales y una imitación servil de todo lo extranjero.
 
Takamori Saigo, quien fuera Comandante Supremo de las Fuerzas Unidas Reales que derrotaron al Shogunato, surgió por propia gravitación como líder de los descontentos. Por esa época, al igual que la actual, Rusia porfiaba en lograr puertos cálidos en el sur, que no se congelaran en el invierno (tal fue una de las principales causas, si no la principal, de la invasión a Afganistán), en algún lugar en la Bahía del Mar Amarillo o en la costa coreana. Por ello el Imperio Ruso se interesaba tanto en Manchuria o en la Península Coreana a las que Japón consideraba vitales para su defensa. Saigo intentó resolver militarmente los dos frentes aprovechando la energía latente de los samurai ora desempleados y planeó la invasión de Corea. El rechazo a sus planes detonó la rebelión de Satsuma de 1877.
 
Fue la última de las grandes protestas armadas contra las reformas del nuevo gobierno Meiji, y sobre todo contra aquellas que representaban una amenaza para la clase samurai al acabar con sus privilegios sociales, reducir sus ingresos y obstaculizar su tradicional estilo de vida. Son muchos los samurai de Satsuma que en 1873 abandonaron el gobierno junto a Saigo, resentidos por el rechazo a la propuesta de éste de invadir Corea y por el proceso de reforma, que parecía hacer caso omiso a sus intereses. La rebelión surgirá por fin en enero de 1877, acabando con el suicidio de Saigo. Cuenta la tradición que se quitó la vida cometiendo el tradicional seppuku (harakiri) junto con trescientos de sus últimos seguidores.
 
Junto con Saigo, murieron los samurai como fuerza política vigente. Pero la imagen que dejaron, idealizada y embellecida, renació inmediatamente después de la muerte como símbolo de la ética del pueblo. El espíritu honorable de los samurai y sus almas nobles empezaron a buscar un lugar en el corazón de los ciudadanos comunes de Japón. Hoy se venera su memoria junto a las leyendas de los Marinos de Tsushima, el general Kuribayashi de Iwo Jima o los más de 300 pilotos Kamikaze de la Segunda Guerra Mundial.
 
Con ligeras variantes, este episodio fue narrado en las novelas de Yukio Mishima, las películas de Kurosawa o en la versión hollywoodense de “El último samurai”.
 
Cómo generar capital sin endeudarse
 
La abolición de los señores feudales y la expropiación de sus feudos hizo posible desechar el viejo sistema de tenencia de la tierra e instituir un sistema impositivo regular y confiable. Los líderes del Japón moderno estaban convencidos de que sólo podían y debían depender de sus propios recursos. Para obtenerlos no vacilaron en decretar un impuesto en dinero del 3% sobre los valores inmobiliarios, para lo cual se realizó previamente, en 1873, un censo agrario, determinando sus tasaciones sobre la base de los rendimientos medios en los años anteriores. Este censo permitió también otorgar títulos de propiedad a los campesinos, a quienes se liberó de todas las tabas feudales, dándoles entera libertad para escoger sus propias siembras.
 
Todas estas medidas requirieron cierto tiempo, y como implicaban cambios fundamentales, hubo momentos de gran confusión y frecuentes desajustes, que provocaron levantamientos y manifestaciones de campesinos. Sin embargo, la entrega en propiedad a los campesinos, junto con las enérgicas medidas adoptadas por el nuevo régimen para promover los adelantos tecnológicos y adoptar nuevos fertilizantes y semillas seleccionadas, produjeron finalmente un enorme incremento en la producción agraria. Sobre esas bases se construyó el Japón moderno, que en tres décadas pasó de sus inofensivos barcos de guerra de madera a una poderosa flota, con la cual el almirante Togo hundió en el estrecho de Tsushima (1905) a toda la flota rusa del Báltico, que acudía a Extremo Oriente para tratar de levantar el bloqueo japonés.
 
El impuesto a la tierra y la emisión de papel moneda avalado por los valores inmobiliarios se convirtieron durante varias décadas en la principal fuente de recursos del Estado japonés. En toda su historia, el Japón sólo ha hecho uso de un préstamo inglés de un millón y medio de libras esterlinas.
 
Así, en el plazo de una generación y contando solamente con sus propias fuerzas, el Japón se convirtió en una gran potencia. Téngase en cuenta para valorar lo realizado, la extrema pobreza del territorio japonés, que obliga a depender tanto del mar como de la tierra para alimentarse. La alternativa consistía en convertirse en una colonia europea o norteamericana, a lo cual Japón parecía predestinado por su carencia de recursos materiales y su falta de tradición tecnológica. Eligió otro camino.
 
Japón probó que un pueblo asiático era capaz de desarrollar los adelantos técnico-industriales ostentados por los occidentales, y luego enfrentar militarmente a estos, aún derrotándolos, como sucedió con Rusia. El Japón, como ejemplo que demostraba la mentira occidental de una superioridad basada en la raza o en recónditas cualidades espirituales, contó con las simpatía del naciente movimiento nacionalista, tanto chino como indio, indonesio, vietnamita, birmano, malayo o filipino.
 
(…)
 
El respeto a la propia cultura, clave del éxito japonés
 
¿Cómo puede una sociedad reaccionar a las influencias exógenas y desarrollar capacidades potenciales endógenas? El hecho de que ambas van de la mano se ha demostrado repetidamente a lo largo de la historia. Como hemos visto, la experiencia japonesa misma lo comprueba: Japón fracasó cuando trató sencillamente de importar el conocimiento, sin tener en cuenta las condiciones propias. E incluso Europa lo había tomado en préstamo y lo había integrado, ya que en la temprana edad de este milenio Europa aprendió mucho de la ciencia y técnica altamente avanzadas de las zonas culturales árabe, hindú y china. Este proceso incluyó abundantes ejemplos de imitación y préstamo. Pero, una vez arraigados en la cultura europea, estos elementos exógenos permitieron que surgiera la energía latente en las condiciones domésticas europeas. Y Europa comenzó a desarrollarse rápidamente.
 
Sobre la industrialización del Japón existen los excelentes estudios del profesor Kazuko Tsurumi, que rechaza la opinión que considera la ciencia y la tecnología como entidades independientes de la cultura de cualquier sociedad en particular. Cada cultura tiene sus propias formas tradicionales de conocer y hacer. Esto significa que habrá un conflicto entre toda la tecnología prestada y la cultura local del país que la pide en préstamo, conflicto que no puede resolverse sino en el momento en que la tecnología se haya integrado a la cultura. El profesor Tsurumi investigó los conflictos en la tecnología local de la manufactura del hierro en el período Meiji en Japón. Este enfoque se recomienda a sí mismo como un método tecnosociológico. Si comparamos los diversos conflictos ocasionados por la importación de tecnología en algunos países, podemos encontrar muchas claves para la comprensión de la relación entre tecnología y cultura social. No obstante, al comparar China y Japón, el profesor Tsurumi siempre parece considerar la autogestión de manera favorable y positiva, refiriéndose a la imitación en términos negativos. Pero sería imposible para los países en desarrollo alcanzar la industrialización sin imitar o tomar a préstamo tecnología. Tal el caso de nuestra industria metalmetalúrgica de aplicación agrícola.
 
Un país capitalista atípico
 
Como Rusia, el Japón llegó tarde al desarrollo capitalista. Pero a diferencia de aquella, a partir de la Revolución Meiji de 1867, el sistema feudal fue superado en forma muy acelerada, por un lado; por el otro, también a diferencia de la burguesía rusa, la japonesa, apoyada en un fuerte capitalismo de Estado, logró controlar férreamente el proceso excluyendo del mismo la presencia y penetración del capital extranjero.
 
La modernización del Japón, ocurrida de este modo, prácticamente se salteó el período del capitalismo de libre competencia, pasando en forma casi directa del feudalismo al capitalismo monopolista. La Restauración Meiji (1868) convirtió al Japón en un país moderno, aunque atípico. En realidad, tendríamos que señalar que pudo convertirse en un país moderno porque fue atípico, porque se aferró a sus instituciones tradicionales, porque mantuvo en forma inquebrantable su propia personalidad nacional.
 
Ese espíritu independiente se puso de manifiesto en todos los terrenos. En lo referente al desarrollo industrial japonés, este fue totalmente autofinanciado, y los nipones no pidieron el más mínimo crédito a Occidente. Los bancos controlados por el Estado y ampliamente provistos de fondos provenientes de la recaudación del impuesto a la tierra, suministraron todos los capitales necesarios para crear la industria pesada y la liviana. Una vez que se consolidaron las grandes familias (zaibatzu), dotadas de enorme poder económico y político, e integradas en algunos casos por parientes y amigos de los líderes Meiji, se les fueron entregando las plantas industriales. El desarrollo tuvo un ritmo impresionante, pero gracias al bajísimo nivel de vida de la población.
 
Al mismo tiempo, se producía una profunda revolución político-religiosa. Un decreto imperial de 1890, que amalgamaba elementos confucianos y shintoístas, estableció la política educacional del nuevo régimen. Las lealtades feudales fueron reemplazadas por la lealtad a la Nación, encarnada en la figura mítica del Emperador, como un deber patriótico ineludible. Se inculcó en todos los estratos sociales el ideal samurai del honor y la lealtad, que de este modo se convirtió en la herencia legada por los antiguos clanes dominantes. También quedó claramente en vigencia la veneración por los ancianos –rasgo típico de toda cultura arcaica– y los estadistas de mayor edad, después de abandonar la función pública, integraban una especie de gerontocracia, formando un consejo asesor que mantuvo en forma inflexible la continuidad y la coherencia de la política japonesa.
 
No se podría comprender nada de lo que ocurrió en Japón en estos cien largos años sin tener presente esta mezcla inextricable de lo antiguo y lo moderno. Y digámoslo con claridad: para que un país se realice debe asumir plenamente su destino y su tradición nacional, es decir, debe de tener como punto de referencia su futuro y su pasado.
 
En estos términos es posible comprender lo que ocurrió en Japón. En ese país se mantenía totalmente viva, apenas recubierta por un débil estrato feudal, la cultura arcaica, que liga al hombre con su tierra y consigo mismo, esa sociedad que el mundo occidental niega, porque lo toca demasiado de cerca, o que lo relega a los pueblos que llama “primitivos” (véase al respecto las obras de Pierre Clastres). La Restauración Meiji rescató y permitió el afloramiento de dos aspectos básicos de esta sociedad, en las condiciones históricas muy especiales de ese aislado país insular:
 
1. la lealtad a la institución imperial, en la cual habían quedado sintetizados y simbolizados todos los valores espirituales de la aldea arcaica, y
2. el odio a los bárbaros es decir, hacia la civilización occidental, en lo cual no se equivocaban en absoluto, porque esa civilización representaba una amenaza clara de destrucción de todos sus valores esenciales.
 
Civilización y Barbarie
 
¿Por qué pudieron los japoneses afianzar su existencia como nación ante las presiones de todas las potenciales coloniales?
 
Disentimos en un todo con las explicaciones reduccionistas de ciertos “analistas” que atribuyen el desarrollo nipón a su espíritu imitativo y pragmático. Esta explicación, elemental por cierto, que atribuye a una civilización milenaria un supuesto deslumbramiento por la técnica y la cultura de Occidente, se da, como hemos visto, de bruces con la realidad, con la historia del Japón. No es otra cosa, que una de las tantas manifestaciones de etnocentrismo occidental.
 
El Japón evitó ser aplastado e impuso su presencia como nación porque se replegó sobre sus propias tradiciones, que se apoyan en el basamento inconmovible de la cultura arcaica, cimiento insustituible de una comunidad bien organizada.
 
De este modo se constituyó, como hemos dicho, en el heraldo de las reivindicaciones nacionales de otras naciones asiáticas. Lo logró porque a partir de sus propios valores, plenamente vigentes, antepuso ante todo lo demás su reconstrucción nacional. Tras ser el único pueblo del planeta en sufrir una agresión atómica, aceptó una total austeridad, desechó todo lo superfluo y contando solamente con sus propias fuerzas se colocó en dos décadas a la vanguardia de las potencias industriales.
 
Comprendieron que en el dilema “civilización o barbarie” tan caro al pensamiento de nuestros liberales argentinos (que llegaron a importar maestras norteamericanas que ni siquiera sabían el castellano y esgrimieron la consigna para realizar una salvaje campaña de “limpieza étnica” con las montoneras del interior), que civilización es lo propio y barbarie lo extraño. Y los países que lo advierten tienen defensas más eficaces ante el intento la imposición del pensamiento único, mediante el bombardeo masivo de los medios de comunicación donde se ofrece un supuesto mundo racionalista y eficiente. “Un infierno climatizado que nos quieren vender como felicidad”, decía Julio Cortázar. Un racionalismo que ha realizado un asalto despiadado e irracional contra el hombre y la naturaleza y una eficacia que se traduce en crisis y guerras eternas.
 
Al igual que el Japón, debemos afirmar que nuestros propios valores y nuestras propias esencias son más trascendentes, porque hacemos propio el certero axioma de Le Corbusier: “Lo que permanece, en las empresas humanas, no es lo que sirve, sino lo que conmueve”.

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