"¡Largo me lo fiáis!"

La Tierra morirá dentro de 5.000 millones de años. Entre tanto…

Los filósofos crepusculares se deleitan con la idea, hoy segura, de que la Tierra morirá abrasada dentro de 5.000 millones de años. Y la población mundial espera, resignada, que los telediarios informen de la próxima catástrofe planetaria, bajo la forma de otra masacre en una universidad americana, de otro brutal atentado de Al Qaeda o de una nueva catástrofe económica internacional. Ahora bien: existe una tercera posibilidad entre el optimismo adolescente de un universo evolutivo y el pesimismo cosmológico contemporáneo.

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Desde que, en la década de 1960, las observaciones astronómicas parecieron confirmar la teoría del Big Bang, la idea de un universo en continua expansión ha adquirido, dentro de la cultura contemporánea, una extraordinaria popularidad. Es más: muchos científicos han desarrollado respecto a tal idea una especie de vínculo emocional, porque la expansión eterna del universo implicaba la idea de un cosmos dinámico, lleno de vida, irradiante, evolutivo y, de algún modo, infinito y eterno. Un universo expansivo siempre plantearía nuevos desafíos a la imaginación científica. En tal tipo de cosmos, la inteligencia podría emprender un viaje infinito. Y ya se sabe que la razón moderna nada ama tanto como el viaje, el camino, la investigación que nunca se termina. Como decía en 1979 el célebre físico Freeman Dyson, “el mundo de la física y de la astronomía es inagotable: independientemente de cuánto nos adentremos en el futuro, siempre entrará nueva información y habrá nuevos mundos que explorar”.

Sin embargo, desde hace algunos años –digamos que desde 1998–, los astrónomos y cosmólogos se han vuelto mucho más pesimistas. En efecto: si los cálculos actuales no se equivocan, la expansión del universo se está acelerando por obra de una misteriosa fuerza repulsiva que parece residir, como una propiedad intrínseca, en el propio espacio. Y la existencia de esta especie de antigravedad no es una buena noticia: pues, a largo plazo, empujará a las galaxias a alejarse unas de otras, de modo que, en lugar de aparecer nuevos mundos en el horizonte investigador de los científicos, ocurrirá más bien que los cuerpos siderales que siempre estuvieron ahí, a disposición de nuestros telescopios, irán desapareciendo del horizonte para perderse en las lejanías abismales del espacio exterior. En consecuencia, el conocimiento cosmológico se fragmentará irremisiblemente, ya que, desde esta barquichuela cósmica que es el planeta Tierra, los científicos del futuro estarán condenados a poder estudiar sólo algunas piezas del rompecabezas del universo.  
 
Por supuesto, tal visión del futuro no resulta nada halagüeña para la especie humana. Dicho en síntesis: a largo plazo, no hay futuro para nosotros. En palabras del astrofísico estadounidense Lawrence Krauss, “un universo que se acelera y se expande indefinidamente es el peor posible para la vida, la civilización y la cultura: todo está destinado a caer en el olvido. Como la energía cósmica total es finita, la vida también lo es”. Así que, al parecer, la meditación sobre el futuro del universo nos aboca a la desesperanza y la melancolía. Hoy todavía atravesamos el verano de las edades del cosmos; pero el gris otoño y el gélido invierno irremediablemente llegarán.
 
Ahora bien: ¿hasta qué punto todo este conjunto de deprimentes predicciones, hoy en boga, constituyen el resultado de una investigación científica objetiva? Ya he apuntado más arriba que la teoría del universo en expansión hizo fortuna gracias a la imagen dinámica y “juvenil” que ofrecía acerca del cosmos, muy en consonancia con el optimismo científico de las décadas de 1950 y 1960, que hizo de los espacios siderales la nueva frontera de la humanidad. Se desarrolló por aquel entonces, con enorme pujanza, una mística del cosmos simbolizada por la figura de Carl Sagan. Es la época del 2001 de Kubrik y de Star Trek. Explorado ya el planeta Tierra hasta su última cuadrícula geográfica, quedaba el universo como único océano infinito para la aventura, la imaginación y la exploración científica: pero no un aburrido universo en estado estacionario a lo Fred Hoyle, sino un cosmos evolutivo y expansivo. Un universo que, por su propio dinamismo interno, conquistando continuamente nuevas porciones de espacio galáctico, garantizaba al hombre científico un panorama de renovación ilimitada, de nuevos mundos ofrecidos a la aventura de la investigación. Utilizando un término freudiano, este universo se hallaba bajo la ley cósmica de Eros, esto es, del crecimiento, la vitalidad y la expansión. Así pues, y como tantas veces sucede, las concepciones científicas dominantes venían a reflejar el preexistente ambiente espiritual de la época.
 
Cuando el pesimismo cosmológico se pone de moda
 
Pues bien: algo parecido sucede con el actual pesimismo cosmológico sobre el futuro del universo. Occidente ya no sintoniza espiritualmente con el optimismo de 1960; al menos, no de modo total. En el Occidente convulso y desencantado del siglo XXI, el optimismo hace tiempo que no está de moda en los ambientes intelectuales, ni tampoco a pie de calle. Se respira más bien una atmósfera de escéptico pesimismo a todos los niveles. Los filósofos crepusculares se deleitan con la idea, hoy segura, de que la Tierra morirá abrasada dentro de 5.000 millones de años. Y la población mundial espera, resignada, que los telediarios informen de la próxima catástrofe planetaria, bajo la forma de otra masacre en una universidad americana, de otro brutal atentado de Al Qaeda o de una nueva catástrofe económica internacional. Inmersos en un ambiente de crisis generalizada, el espíritu de nuestra época ya no sintoniza con la idea de un juvenil universo en expansión, sino con un cosmos condenado a la decadencia y a la muerte. Un cosmos, en fin, bajo la ley inexorable de Thanatos.
 
Ahora bien: existe una tercera posibilidad entre el optimismo adolescente de un universo evolutivo y el pesimismo cosmológico contemporáneo, que tiende a ver en él, ante todo, los signos inequívocos de su futura decrepitud. Me refiero a la visión según la cual el universo constituye un sistema orgánico, en el que la vida y su entorno cósmico están recíprocamente co-implicados, formando una misteriosa urdimbre desde la noche de los siglos. El universo, a veces terrible y destructivo como un volcán, no es, sin embargo, “enemigo de la vida”. Pero tampoco es simplemente su “amigo”: ambivalente y bifronte, es, a la vez, amigo y enemigo. Alternando construcción y transitoria destrucción, el universo es “la casa de la vida”; y, digan lo que digan las predicciones científicas –siempre discutibles–, lo seguirá siendo en el futuro.
 
No estamos solos en un universo ajeno a nosotros y entregado al devenir mecánico de unos dinamismos inexorables. Más bien, nos encontramos rodeados por un misterio que nos supera y cuyo complejísimo entramado apenas podemos vislumbrar. El universo es un artístico equilibrio de fuerzas contrapuestas que nos sostienen. La nave Tierra seguirá navegando durante siglos y siglos por ese océano. Y lo seguirá haciendo para que nosotros, levantemos los ojos al cielo estrellado o los dirijamos a los abismos de nuestra alma, busquemos en todas partes el significado más profundo de las cosas y, meditando sobre él, aprendamos el bello y difícil arte de vivir.

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