En Finlandia la radio emite noticias en latín... con 75.000 oyentes. ¡Felices ellos!

¿Por qué los finlandeses veneran tanto el latín

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He aquí un hecho absolutamente insólito: de junio a diciembre de 2006, durante el periodo en que Finlandia actuó como país presidente de la Unión Europea, el gobierno finlandés se preocupó de que las noticias y resúmenes de las distintas comisiones, aparte de en las lenguas oficiales de la Unión Europea, se publicaran también en latín. ¿Una extravagancia irrelevante, el empeño exótico de algún friki del latín que había logrado colarse hasta el sillón de algún ministerio finés? No, en absoluto: es que, sorprendentemente, en Finlandia la lengua de Cicerón disfruta de un status y de una veneración extraordinarios.

En los últimos tiempos, todos hemos oído hablar de Finlandia como país número uno en los resultados del Informe PISA: el sistema educativo finlandés tiene fama de ser el mejor del mundo. Sin embargo, lo que resulta mucho menos conocido es que, en los institutos finlandeses, los estudiantes pueden optar por estudiar latín como lengua extranjera al mismo nivel que el inglés o el francés. Y, por otra parte, según las últimas estadísticas disponibles, las noticias en latín emitidas por la radio nacional de este país escandinavo tienen una audiencia media de unos 75.000 oyentes.
 
Habría que meterse a bucear en la intrahistoria de la cultura finlandesa para comprender por qué, a principios del siglo XXI y en medio del descrédito generalizado que padecen las lenguas clásicas en los países occidentales, los finlandeses, nadando contra la corriente general e impugnando el espíritu de los tiempos, mantienen, orgullosos, su amor por el latín. Ahora bien: existe una convicción, compartida por la clase intelectual finlandesa, que seguramente nos revela la clave metafísica de la que procede este singular fenómeno: porque en Finlandia se suele recordar que el latín no representa una lengua más entre otras, sino que es “el idioma eterno”: recordando de algún modo aquello de la “Roma eterna”, los finlandeses parecen haber comprendido que el latín es una lengua que, de alguna manera, nos vincula con esa dimensión superior del tiempo y de la historia que discurre, serena y olímpica, por encima del tráfago incesante de los acontecimientos, revoluciones y cambios políticos de todo tipo. De manera que estudiar latín se asemeja a remontar el vuelo abandonando el plano —tan pedestre— de la realidad horizontal en la que se mueve el día a día de la sociología y de la historia para, como montados en el carro alado de Platón, acceder de ese modo a las alturas uránicas en las que el ser humano se eleva hasta el mundo eterno del espíritu.
 
Por otro lado, a la hora de emprender una apología del latín también es posible aducir razones más concretas y pragmáticas. Hace unos años me sorprendió enterarme que varias multinacionales japonesas de la electrónica anduvieran buscando jóvenes licenciados que, entre otras cosas, conocieran el latín. ¿Por qué? Porque sus departamentos de recursos humanos, asesorados por diversas universidades, estaban convencidos de que dominar el latín otorga a la mente una flexibilidad que consideraban muy interesante como recurso del “capital humano” con cuyos servicios deseaban hacerse estas grandes empresas. Por mi parte, en el instituto donde doy clase estoy acostumbrado desde hace años a que la profesora de latín tenga muy pocos alumnos: el grueso del alumnado que elige la opción de ciencias sociales evita el latín —el sistema se lo permite— porque tiene fama de difícil. Sin embargo, los pocos estudiantes que hay buenos de verdad, no sé si asesorados por alguien, por espíritu de distinción o por instinto de rebeldía, escogen latín y griego como optativa. De modo que, al menos en ciertos círculos, el estudiar latín todavía es algo que otorga status.
 
Entre nosotros, es bien sabido que, desde hace años, el ilustre catedrático Francisco Rodríguez Adrados desarrolla una especie de quijotesca cruzada en favor del latín y de las humanidades en general. Los resultados hasta el momento han sido muy magros: el latín y el griego son ya materias absolutamente residuales en el sistema educativo español, pese a que últimamente ha vuelto a ser posible elegir latín en 4.º de la ESO. Y, a mi modo de ver, existe aquí una cuestión de fondo, propiamente filosófica, que no se aborda: la de cuánto latín hay que saber, y, sobre todo, por qué y para qué. Preguntas esenciales, por cierto: porque, si no, podemos terminar cayendo en lo que sucede hoy: en que a los pocos alumnos que todavía estudian latín se les mete en dos cursos, a marchas forzadas, un empacho tremebundo de sintaxis latina para que, en la Selectividad, puedan hacer como que saben traducir realmente un fragmento de un autor clásico; pero luego, cuando algunos de ellos llegan a 1.º de Filología Clásica, ¡los profesores tienen que empezar por explicar las declinaciones! Esto me lo comentaba hace unos días Araceli, la profesora de latín de mi instituto: los estudiantes que se matriculan en Clásicas llegan sabiendo tan poco latín, que la Facultad se ven obligadas a montar una especie de “curso cero”, como, por otra parte, muchas Facultades de Ciencias se ven obligadas a hacer hoy también, en el primer curso, con las Matemáticas.
 
¿Por qué sucede esto? Pues muy sencillo: porque el sistema educativo, reflejando una previa barbarie espiritual presente en la sociedad (¿para qué vivimos? Por toda respuesta, un embarazoso silencio nos golpea…), no sabe realmente para qué enseña el latín, qué finalidad precisa persigue incluyéndolo en sus estudios: con lo cual, desorientada respeto al télos, a la finalidad última, también se hace un lío respecto al cuánto, al cuándo y al cómo. De modo que termina en lo que antes apuntábamos: en un atiborramiento de sintaxis durante dos cursos con vistas a amaestrar a los alumnos para que parezca que saben traducir en Selectividad, pero sin que se haya sabido incorporar orgánicamente la lengua latina a la formación general del alumno, dentro de una visión panorámica de la cultura, del mundo y de la vida que hoy, embrutecidos y barbarizados como estamos, simplemente ya no existe.
 
A este respecto, me permito desde aquí proponer una modesta idea: que se considere como parte esencial de la enseñanza del latín el dominio de la etimología y de ese acervo de frases que, conteniendo, en apretada cifra, una enjudiosa idea, pertenecen desde hace siglos al más noble acervo de la cultura occidental. Si se hiciera así, un alumno que sale del instituto conocería sin dificultad frases que algunos tal vez recuerden de sus años de instituto o de universidad, como:
 
-Ducunt volentem fata, nolentem trahunt (el destino conduce al que lo acepta, pero arrastra al que se resiste a él: ahí está lo esencial de la filosofía estoica).
 
-Nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu (nada hay en el intelecto que previamente no haya entrado por los sentidos: he aquí una idea básica de la filosofía de Aristóteles, que se opone en este punto a su maestro Platón).
 
-Frustra fit per plura quod fieri potest per pauciora (en vano se hace mediante muchas cosas lo que se puede hacer utilizando menos: ahí tenemos el célebre principio de economía, la “navaja de Occam”).
 
-Quod natura non dat, Salmantica non docet (lo que no se tiene por naturaleza ni siquiera Salamanca lo puede enseñar: no se pueden pedir peras al olmo, o sea, cada mollera tiene sus limitaciones).
 
-Da mihi animas, caetera tolle (dame las almas, llévate lo demás: lema tradicional de los salesianos).
 
Etcétera, etcétera: existen excelentes libros que atesoran cientos y cientos de tales frases, y que serían una auténtica mina en manos de un buen profesor. Y en cuanto a lo que decía de la etimología y del léxico, sólo un ejemplo entre miles posibles: del latín grex, gregis (“rebaño”) salen en castellano “gregario”, “congregar”, “congregación”, “egregio”, “disgregar”, “agregar” y, por supuesto, “grey”. ¿Cuántas de estas palabras está en condiciones de comprender realmente y utilizar con propiedad un alumno español que llega hoy a la Universidad? Mejor nos ahorramos la respuesta: sé por experiencia que, hoy en día, es casi imposible que, en una redacción, un estudiante use, por ejemplo, el término “congregar” o “congregarse” (“Una multitud se congregó en los alrededores del palacio”). Sencillamente, es que esa palabra se encuentra a años luz de sus posibilidades lingüísticas actuales. Entre otras cosas, porque el sistema educativo no está diseñado para que al menos los alumnos que estudian Latín, y tampoco —desde luego— los de Lengua Española, terminen dominando el campo léxico que se mueve en torno a grex, gregis y a tantas y tantas otras palabras. Si esto no es barbarie y signo de una inminente hecatombe, que venga Dios y lo vea.
 
Sin embargo, aún existen razones para la esperanza: a buen seguro, una de ellas es la veneración que los finlandeses profesan al latín, y con la que seguro que simpatizamos todos los que nos rebelamos contra la vulgaridad que hoy campa por doquier. Aprendamos, pues, de los finlandeses. No sigamos siendo tan cafres y burros como nos estamos volviendo. Hagamos algo más que pastar y rebuznar. Por ejemplo, volvamos a recitar con unción los casos latinos: nominativo, acusativo, genitivo, dativo, ablativo. Volvamos a la escuela, como pedía hace años Julián Marías. Hagamos examen de conciencia y volvamos al latín. Porque, como nos recuerdan los finlandeses, el latín es nada más y nada menos que la “lengua eterna”.

 

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