Pío Baroja, una antropología del dolor

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Si hubo algo parecido en España a la “Konservative Revolution” alemana, ese movimiento ideológico “imaginario” –no inventado, sino por el valor otorgado a las imágenes– debió surgir necesariamente a partir de la crisis generacional de 1898.  Pensemos que 1900 es el año de la muerte de Nietzsche, la cual se toma como punto de partida en la recepción de su pensamiento por una corriente filosófica espiritualista y culturalista que transversaliza toda Europa.

No hay que esperar, pues, a 1918 como hace Armin Mohler, ni tampoco a la implementación nietzscheana de Heidegger. Volviendo a España, Pío Baroja es, quizás, quien más se aproxima, junto a Unamuno, Ortega y Maeztu, a lo que representa la Revolución conservadora alemana.
 
Baroja, pese a sus estudios de medicina, no era un científico, pero encontró en la ciencia los grandes trazos sobre la historia de la humanidad, paradigmas para algunos, mitos para otros. Del conde de Buffon y de sus apreciaciones patológicas sobre el decaimiento de los animales en cautividad, asumió las teorías de la escuela francesa de los “degeneracionistas”, con Morel a la cabeza. Era un pensamiento romano-germánico y aristocrático –opuesto, en consecuencia, a lo católico y a lo democrático–, que no parte del origen paradisíaco del pecado, el trabajo y la muerte, sino de la lucha darwiniana por la vida que impone las duras leyes de la selección y de la evolución al hombre europeo civilizado.
 
Baroja rescata el mito de Hércules, ejemplo del tránsito de héroe a dios, liberando el fuego de la sabiduría de Prometeo: el escritor vasco era un buen conocedor, a través de su amigo Paul Schmitz, de la obra de Nietzsche. El superhombre era la reencarnación del mito griego. Y también leyó a Kant y Schopenhauer, de los que heredó su pesimismo.
 
Pero Baroja también era un lector aficionado de Spencer, y como él pensaba que las leyes biológicas y sociológicas predeterminaban la marcha de la historia de la humanidad. No desconocía tampoco al conde de Gobineau. Sus descripciones de los grupos humanos en su trilogía “la lucha por la vida” no dejan lugar a dudas: iberos y semitas, celtas y bereberes, gorilas y chimpancés, dolicocéfalos y braquicéfalos, son los calificativos utilizados para designar, por un lado, a los hombres superados, por otro, a los condenados.
 
De Baroja se ha dicho casi de todo. Que era un escritor desordenado, abandonado de estética y de estructura, aunque su sencilla técnica sólo pretendía reflejar estrictamente la realidad de su poderosa imaginación. También ha recibido calificativos peyorativos como “escritor maldito” por su forma de pensar “políticamente incorrecta”. Pero nadie puede negar su estilo directo y personal, una suerte de atracción que arrastra al lector entre la amenidad y la curiosidad, entre la acción y el pensamiento, consecuencia lógica de la plasmación por escrito de una rabiosa sinceridad y de un radical escepticismo. En definitiva, un escritor de ritmo rápido y libre, lleno de vitalidad y afecto a la lengua popular y coloquial, más que al cuidadoso estilo literario. Su autorretrato como escritor era de esta guisa: “Si fuera un artista, un escritor hábil, elegiría unos episodios, suprimiría otros, inventaría algunos; pero no lo soy, y no pienso escribir más que mis recuerdos, por un vulgar orden cronológico”.
 
No es de extrañar que, pese a su originalidad, Baroja recibiera la influencia de hombres de la talla de Dickens, Poe, Balzac, Stendhal, Dostoievski y Turgenev. Posiblemente, Baroja no fuera un estilista primoroso, pero lograba dotar de una intensa vida a sus personajes, sin camuflarlos ni pulirlos, y lo mismo sucede con sus ideas, impregnadas de una inteligente ironía que ha sido considerada como una “moderna renovación del espíritu picaresco”. Pese a ese cítrico “humor” de sus narraciones, toda su obra está presidida por “el dolor” (tema al que, precisamente, dedicó su tesis doctoral). El dolor, personal o social, será el tema de muchas de las novelas barojianas y su preocupación ante el dolor –una imagen muy española– será seguramente la clave de la gloria de su personalidad: sus personajes son seres sufrientes, enfermos, hambrientos, explotados, agonizantes, marginales, estigmatizados en suma.
 
A Pío Baroja se le enmarcó dentro de la gran “Generación del 98”, pero él siempre rechazó esta gratuita etiqueta, pues sus diferencias de estilo, género, temática y, sobre todo, de “ideología”, le separaban de forma abismal de Ganivet, Valle Inclán, Benavente, Azorín, aunque quizás no tanto de Unamuno. Ahora bien, sí compartía con ellos la honda preocupación por la situación de España y por su incorporación a las corrientes culturales, filosóficas y literarias de Europa: esa preocupación española por el complejo mundo transpirenaico que fue un pensamiento transversal europeo en las “generaciones de combate” de la primera mitad del siglo XX.
 
Como pensador político, Baroja alzó la bandera del individualismo contra cualquier ideología de espíritu colectivista y comunitario. En este sentido, se aleja, es cierto, del espíritu de la Revolución conservadora alemana, con el cual comulga, sin embargo, por las consecuencias que extrajo al criticar un parlamentarismo impersonal y abstracto en el que cientos de miles de ciudadanos están representados por un reducido grupo de profesionales, líderes pasajeros de la oratoria y canalizadores de la violencia de la mayoría o de la masa.

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