En defensa de "otro liberalismo". O de otra democracia

¿Es actual Raymond Aron?

¿Nos ponemos a defender el liberalismo en El Manifiesto?... Ciertamente no. Pero es imposible dejar de lado la cuestión de la democracia. La democracia entendida no como laconcepción del mundo en la que éste es sustituido por la falacia denominada "soberanía popular". La democracia entendida como algo mucho más simple, como la mera "organización de la competencia política con miras al ejercicio del poder", decía Raymond Aron. ¿Cómo no hablar de ello? ¿Cómo pensar en alcanzar algún día el poder sin tener claro lo que hacer con los partidos, las elecciones, el Parlamento...?

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El 17 de octubre de 2014 se cumplieron treinta años de la muerte de Raymond Aron, una de las figuras más emblemáticas de la intelectualidad europea del siglo XX. Nadie se dio por enterado en España; y menos que nadie, por supuesto, el Partido Popular o la FAES. Filósofo, periodista, sociólogo, historiador y analista político, su trayectoria vital vino marcada por las coordenadas políticas e ideológicas del período de entreguerras y el posterior de la denominada “guerra fría”. Su proyecto político-intelectual tuvo como objetivo la reconstrucción del liberalismo frente a los desafíos de los totalitarismos. En aquellos momentos, el liberalismo hubo de enfrentarse no sólo a la crítica marxista de ser la cobertura de la hegemonía social y
económica de la burguesía, sino a la acusación, formulada sobre todo por Carl Schmitt, de “apoliticismo”, es decir, de estar basado en unos supuestos morales que le impedían dotarse de una teoría realista del Estado y de la política. Coherentemente, Aron intentó dar respuesta a estos retos. En ese sentido, su liberalismo nunca pretendió basarse en principios abstractos, sino en una filosofía crítica de la historia y en un análisis concreto y realista de las sociedades contemporáneas. De ahí su rechazo de las “religiones seculares” y de lo que denominaba “sociodiceas”, como el marxismo-leninismo o el nacional-socialismo.
Sin duda, su pensamiento se desarrolló en un mundo que ya no es el nuestro. La caída de los regímenes socialistas del Este europeo y el consiguiente final de la “guerra fría” contribuyeron, en su momento, a poner en duda la vigencia de su pensamiento político. En concreto, su amigo el sociólogo norteamericano Daniel Bell expresó el temor de que la obra de Aron se convirtiera en un mero “cenotafio del siglo pasado”. ¿Puede ser aceptado ese diagnóstico? En mi opinión, no. Durante un período relativamente corto, el mundo occidental vivió bajo la alucinación del “Fin de la Historia” y del triunfo definitivo del liberalismo económico y la democracia política. El 11 de septiembre de 2001 supuso, en ese sentido, como dijo el politólogo Robert Kagan, un auténtico desquite de la Historia. El mundo no se había transformado. El viejo antagonismo entre liberalismo y autocracia resurgía nuevamente. A partir de ahí el legado aroniano tomaba un nuevo vigor.
En primer lugar, hay que destacar su lúcido realismo político contrario a lo que denominó, en su tesis doctoral, “humanismo vulgar”. Para Aron, la esfera política era una esfera autónoma, irreductible a las leyes abstractas de la ética. Este realismo político se encuentra ligado a una filosofía de la Historia muy crítica  respecto al optimismo de un cierto liberalismo progresista y del marxismo. Para Aron, la Historia es, según sus propias palabras, “la tragedia de una humanidad que hace su historia, pero que no conoce la historia que ella misma hace”.
No menos actual, por ello, es su visión realista de los regímenes liberales. Aron se jactó, en sus memorias, de haber “despoetizado” y “desencantado” la idea democrática. La democracia liberal se define, ante todo, por la organización de la competencia política con miras al ejercicio del poder; y no por la soberanía del pueblo, concepto que calificaba de “malabarismo ideológico”, ya que resultaba imposible definir qué era “el pueblo”. La rousseauniana “voluntad general” llevaba necesariamente a la “dictadura”, no del  “pueblo”, sino de “aquellos que dicen representarlo”. La competencia electoral era la única traducción posible, en una sociedad compleja, de las ideas democráticas de soberanía popular. No obstante, lo fundamental y prioritario era el respeto a las minorías, la aceptación del compromiso de respetar la competencia pacífica y los límites y controles del poder. En ese sentido, la democracia liberal tenía como fundamento “la filosofía de la desconfianza”.
Significativa e igualmente actual resulta su incisiva crítica al neoliberalismo económico. Aron no condenó el Estado benefactor y apoyó las políticas keynesianas, porque estimaba que sus efectos eclipsarían cualquier veleidad revolucionaria entre las clases obreras y difundirían entre las masas el “escepticismo político”. Además, acusaba a los neoliberales de defender una concepción puramente negativa de la libertad. Más grave resultaba aún que el liberalismo económico sin trabas era incompatible con el sistema de competencia política. Aron estaba convencido de que el régimen político competitivo conducía necesariamente a una economía mixta, y que los planteamientos neoliberales conducían a una dictadura política. La cuestión, para Aron, era saber hasta donde debía llegar el intervencionismo estatal, para que no se pusiese en cuestión las libertades fundamentales y la eficacia económica.
Por todo ello, podemos decir, que si el liberalismo quiere tener un futuro, deberá seguir el camino realista defendido por Raymond Aron, que significa, en el fondo, una rectificación de los perfiles abstractos esbozados por otros autores, como Hayek, Popper o Rawls. En ese sentido, Aron es ya un clásico del pensamiento político. Y, si los liberales pretenden sobrevivir, tendrán, sin duda, que actualizar su legado.

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