Los americanos, de vuelta de la revolución sexual

El matrimonio estable es un factor de éxito personal y social

Basta leer la prensa bien-pensante, ver la televisión o fijarse en las mujeres que destacan socialmente, para constatar que el matrimonio tradicional ha muerto. La unión de un hombre y una mujer, que viene de la noche de los tiempos, no es ya más que un contrato firmado por dos adultos de sexo indiferenciado que consienten en ello y que unen sus vidas mientras dura su amor efímero. Sin embargo, en un trabajo publicado recientemente en los Estados Unidos, Matrimonio y casta en América –del que ya se habló en Elmanifiesto.com-, la socióloga Kay S. Hymowitz demuestra que el tópico feminista y antifamiliar es falso: el matrimonio tradicional equivale al éxito personal y social.

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NICOLÁS PERRENOT
 
Según la autora existen dos Américas: la de las mujeres que quieren licenciarse, casarse antes de tener hijos y que se divorcian cada vez menos y, por otra parte, la de las madres solteras adolescentes que dejan sus estudios. Dos Américas que conviven sin tocarse: la primera gana una parte cada vez más importante de la riqueza nacional mientras que la segunda, en su mayoría negra, se hunde en la pobreza, la asistencia social y la angustia moral.
 
Uno de los mayores atractivos de este trabajo de Kay S. Hymowitz es el de aportar un diagnóstico sobre los problemas de la comunidad afroamericana y ofrecer una serie de pistas y áreas de reflexión para intentar sacarla de una espiral que lleva a la autodestrucción.
 
La crisis de la familia negra americana, diagnosticada desde 1965
 
Cuando comenzaron los años 60 el aumento sin precedentes del número de nacimientos ilegítimos entre los negros llamó la atención de Patrick Moynihan, un oscuro sub-secretario de Estado del ministerio de Trabajo americano. En 1965 publicó un estudio en el que se preguntaba por el 25% de nacimientos de madres solteras en algunos barrios negros. Los dirigentes de las organizaciones negras, realmente indignados, denunciaron el estudio por racista y por su paternalismo, que ignoraba «la robustez de las féminas afro-americanas y sus fuertes lazos naturales de solidaridad femenina». La familia tradicional, papá, mamá y los niños… eso era cosa de blancos.
 
Patrick Moynihan fue, por tanto, el primero que se dio cuenta de las nefastas consecuencias que tenía la desaparición de la familia tradicional en la comunidad negra. Al prescindir de la familia, las madres solteras no se beneficiaban de una célula protectora de donde obtener recursos y seguridad. Se contentaban con hogares precarios viviendo con el miedo permanente del mañana y con una existencia teñida por los conflictos incesantes con los diferentes padres de sus hijos.
 
Cuarenta años después de la publicación del estudio de Patrick Moynihan, los ghettos negros se han convertido en una zona donde apenas quedan familias tradicionales. La tasa de nacimientos ilegítimos entre los negros se ha doblado, llegando al 80% en los barrios más pobres. El porcentaje de los blancos es mucho menor, sólo llega al 10%.
 
Un bebé que viene rápidamente
 
El número desproporcionado de madres solteras entre las adolescentes negras ha llevado a los sociólogos a interesarse por este fenómeno, originado por la desaparición de la familia tradicional en las comunidades negras. Los sociólogos progresistas llegaron a la conclusión de que el origen de esta explosición de nacimientos fuera del matrimonio era el resultado de la falta de información sexual, ligada al puritanismo americano. Sin embargo, los programas intensivos de iniciación a la contracepción no impidieron que la tasa de nacimientos entre los adolescentes negros continuara aumentando.
 
La realidad es que se olvidaron de un aspecto crucial a la hora de sacar conclusiones: que estos adolescentes querían tener sus bebés. Tener un hijo supone el reconocimiento social en el ghetto, además de ser un medio de obtener independencia financiera gracias a las ayudas que ofrece el Estado a las madres solteras.
 
Estas chicas ceden a la presión de sus parejas sin tener ninguna idea de lo que es necesario para ser feliz en la vida. Así, permiten que el primer adolescente que aparezca las deje embarazadas. El fruto de esta unión efímera, que dura lo que dura un coito, vivirá sin la presencia de un padre, en el seno de matriarcados desestructurados. Los niños, privados de apoyo, no identificarán el colegio como un lugar que te ayuda a triunfar en la vida y lo querrán dejar cuanto antes. Desorientados, encontrarán en el tráfico de drogas una forma de vida. Sin ningún tipo de ayuda, sus madres aceptarán trabajillos muy poco valorados.
 
Un mundo sin maridos
 
Tras veinte años de crisis de los valores familiares, inducidos por la revolución sexual de los años sesenta, los resultados son inequívocos. En Estados Unidos un tercio de las madres son solteras. La mayoría de estos niños pertenecen a las clases más bajas de la sociedad y, sobre todo, a la comunidad negra.
 
Un estudio realizado con profundidad por el Insituto Urban demuestra que una chica poco educada que elija casarse con un hombre, aunque éste tampoco esté muy cualificado, ni perciba un salario alto, se beneficiará de un nivel de vida incomparablemente mejor que el de sus homólogas solteras. La soltería no es, por tanto, una elección deliberada, sino fruto de la ausencia de reflexión, de previsión y de sentido común.
 
En la columna de la socióloga Frank Furstenberg, en la revista Dissent, podemos leer lo siguiente: los padres con recursos materiales y culturales limitados tienen pocas posibilidades de mantenerse unidos en el seno de un matrimonio estable. Puesto que el poseer este capital psicológico, humano y material está íntimamente ligado con la estabilidad marital, es fácil confundir las consecuencias de un matrimonio estable con las de una buena educación parental.
 
¿Hay solución?
 
El trabajo de Kay S. Hymowitz se ha realizado a partir de los artículos publicados en la revista City Journal, lo que explica las repeticiones en los distintos capítulos. En la exposición de sus ideas la autora va tan lejos como se lo permite lo políticamente correcto. Por ello la cuestión crucial sobre la correlación entre las muchachas embarazadas y su cociente intelectual no ha sido abordada. Sin embargo, los estudios existentes al respecto son reveladores: la población marginada y pobre tiene un CI más bajo que la media. Siguiendo la misma táctica del camuflaje, la autora evoca la cuestión racial de manera alusiva. Así, cuando habla del caso de las «jóvenes chicas pobres», aunque no dice negras, los nombres citados hacen pensar inmediatamente en la comunidad afro-americana. Al igual que un lector francés sabe que los nombres Nelson, Dylan, Kevin, Noah, Cochrane o Sandy pertenecen, por lo general, a personas de clase baja.
 
A pesar de los remilgos de la autora, las conclusiones son claras y transparentes. El matrimonio, sin ser la receta mágica que garantiza el éxito social, es una condición sine qua non. Para intentar detener la espiral de la descomposición de la familia negra y sus consecuencias trágicas: fracaso escolar, criminalidad, paro y marginalización, la medida más urgente es hacer que estas chicas jóvenes envidien el matrimonio. Los bellos vestidos de novia serán más convincentes que los mejores argumentos racionales. Es algo así como aplicar el eterno deseo femenino a la ingeniería social.

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