Vamos a contar la Revolución Francesa (y III)

Mito y realidad de la toma de la Bastilla

La Toma de la Bastilla es uno de los mitos fundadores del mundo moderno, pero a diferencia de los mitos fundadores de la Antigüedad, éste no se corresponde en nada con los hechos reales, habiendo sido consagrado por los escritores del romanticismo historiográfico, como Jules Michelet, panegirista oficial de la Revolución. Sin embargo, aún hoy el poder del símbolo es decisivo. ¿Qué hubo en realidad detrás de este evento que se nos suele presentar en los manuales de Historia como el “triunfo del pueblo contra el despotismo”?

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RODOLFO VARGAS RUBIO 

Los ciudadanos de París se hallaban desde hacía días en un estado de gran efervescencia debido a la carestía y al temor –infundado– de una intervención extranjera para acabar con las reformas que estaba llevando a cabo la Asamblea Constituyente. Los ánimos se hallaban lógicamente crispados y proclives a cualquier exceso a poco que se los excitase, como en efecto sucedió. El 12 de julio corrió la noticia de la destitución del popular ministro Necker debido a su poca eficacia en atajar la crisis. Esa fue la señal para llamar a las armas contra el gobierno del Rey, de lo que se encargó el joven abogado y periodista Camille Desmoulins (futuro colaborador de Robespierre). Las turbas que se formaron alrededor de las Tullerías, procedentes del Palais Royal y de otros distritos cercanos, tuvieron un primer enfrentamiento con el regimiento de caballería Real-Alemán en la Plaza de Luis XV (hoy de la Concordia.)

El día 13, la mayor parte de las barreras de entrada y salida a París son incendiadas por los sublevados, que se dirigen al Hôtel de Ville (Palacio Municipal) para pedir armas. Allí se les unen campesinos armados de palas que huyen de la supuesta invasión de sus tierras por los bandidos organizados, rumor que se ha hecho correr deliberadamente para exacerbar los ánimos (es la llamada Grand Peur o Gran Miedo). El preboste de los mercaderes, Jacques de Flesselles, convertido en máxima autoridad municipal, decide organizar una milicia en su intento por mantener el orden que se desborda por momentos. Obtiene de la Corte la autorización para armar a 12.000 efectivos: es el nacimiento de la Guardia Nacional. Pero la improvisación y lo precipitado de su organización la hace inefectiva contra las milicias populares que los agitadores profesionales ya están reclutando. El Barón de Besenval, comandante militar de la Isla de Francia y que había logrado mantener el orden en París, indignado por la pasividad del Gobierno (que había rehusado seguir su consejo de reforzar las guarniciones en París), comete el error de retirar a sus Suizos, acantonados en el Campo de Marte, lo que deja el terreno libre al populacho amotinado, que asalta el Guardamuebles, donde se provee de armas más bien obsoletas, como las llamadas “picas sarracenas” (de tan deplorable recuerdo.)

La Bastilla

El 14 por la mañana, la milicia ciudadana de Fleselles sigue sin armar, mientras las milicias de los rebeldes asaltan el Hotel de los Inválidos, donde se apodera de 27 cañones, 1 mortero y 32.000 fusiles. Entonces se difunde la consigna (procedente del círculo del Duque de Orléans) de ir a la Bastilla. Era ésta una fortaleza anacrónica de tiempos del rey Carlos V (época de la Guerra de los Cien Años), que fungía como prisión de Estado, pero cuya demolición ya había sido decidida por su contraste con el entorno urbano. La última vez que los cañones que sobresalían de sus almenas habían tenido utilidad militar fue durante la Fronda (1648-1653). Desde entonces sólo se utilizaban para disparar salvas celebrando los fastos reales. La imaginación popular vio en ellos una amenaza efectiva y exigió primeramente que fueran retirados. 

Un delegado del Hôtel de Ville, el abogado Thuriot, es enviado a entrevistarse con el gobernador de la Bastilla, el marqués Bernard-René Jordan de Launay, quien lo recibe amablemente y en prueba de buena voluntad le hace revistar a la guarnición, formada de 95 inválidos y 30 suizos, y hace tapar las troneras. Thuriot, satisfecho, se marcha para dar cuenta a la autoridad municipal, pero el populacho no lo sigue y comienza a atacar el bastión. Launay deja libre la entrada al primer patio, pero alza el puente levadizo que da entrada al patio de honor o de gobierno. Los asaltantes rompieron las cadenas del puente e invadieron el recinto central, que fue defendido por la pequeña guarnición de Launay, el cual ordenó tirar en respuesta al violento ataque del que eran objeto. La muchedumbre retrocede, pero vuelve a la carga animada por la llegada de los guardias franceses amotinados. Esto desmoralizó a los defensores, que fueron convencidos a capitular bajo la palabra de que no se les haría ningún mal. Vana esperanza.

Lo que siguió fue el preludio de lo que iba a ser la Revolución: el diluvio anunciado por Luis XV, pero un diluvio de sangre. El gobernador Launay fue en pocos minutos masacrado no obstante la palabra dada por el oficial de la guardia francesa con el que había parlamentado. Igual suerte corrieron otros miembros de la guarnición. El grueso de ella fue sacado para ser conducido a la municipalidad, pero muchos de los inválidos perecieron por el camino asesinados por sus captores, mientras Fleselles, el preboste de los mercaderes, era a su vez abatido en Hôtel de Ville, bajo la acusación falsa de connivencia con la Corte para conspirar contra el pueblo. En el paroxismo del horror, se produjeron actos de canibalismo. 

Una vez que la plebe enfurecida traspasó los límites de la ley natural y probó la sangre, le tomó gusto. En lo sucesivo se iban a repetir estas escenas y a mayor escala. En cuanto a la Bastilla, el tan cacareado símbolo de la arbitrariedad, se sacaron de ella y pasearon en triunfo a sus prisioneros como si fueran héroes y mártires de la libertad cuando sólo se trataba de delincuentes comunes (cuatro falsarios, un incestuoso, un cómplice de intento de asesinato y un libertino que no resultó ser otro que el marqués de Sade). Conservábanse en la Bastilla los archivos del Lugarteniente General de Policía de París, que fueron saqueados, perdiéndose gran parte de documentación útil para la historia de la criminalidad.

El epílogo de esta jornada aciaga no puede ser más irónico. A Versalles llegan las noticias de la toma de la Bastilla durante la noche, pero no se informa al Rey hasta el día siguiente. A la hora de su lever, a las 8 de la mañana, el duque de La Rochefoucault-Liancourt lo pone al corriente de los acontecimientos. Luis XVI le pregunta si se trata de una revuelta, a lo que el duque le responde: “No Sire, no es una revuelta, es una revolución”. Y pensar que el pacífico monarca había escrito la víspera en su diario la palabra "Rien" (nada)…

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