Antes musulmanes que "papistas"

Inglaterra prolonga el veto contra los católicos en el acceso al trono

Los herederos del trono británico pueden casarse con un animista, un budista, un musulmán o un ateo, pero no con un católico; por supuesto, menos aún pueden ser católicos los propios herederos. Lo prohíbe la Ley de Sucesión de 1701, que veta expresamente a los católicos el acceso al trono. El actual primer ministro Gordon Brown, laborista, había planteado abolir esta norma discriminatoria, pero, una vez en el poder, ha dado marcha atrás. La Corona de Inglaterra seguirá aferrada a esta antigualla. Dicen que la masonería británica anda por medio.

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RODOLFO VARGAS RUBIO 

El nuevo primer ministro del Reino Unido, el laborista Gordon Brown, que cuando era ministro de Finanzas del gobierno Blair había planteado la abolición de la Ley de Sucesión de 1701, finalmente ha decidido no seguir adelante con este proyecto (ya contemplado en su programa por Michael Howard, candidato conservador en las elecciones de 2005), probablemente por presiones de la masonería británica, activa defensora del establishment protestante en las Islas. Y es que la Ley de Sucesión a que nos referimos, votada por el Parlamento a instancias de Guillermo III de Orange-Nassau (1688-1702), impide la ascensión al trono de los católicos e impone la renuncia a sus derechos dinásticos a todo posible sucesor a la Corona que se case con una persona “papista.”

El origen del cisma anglicano

Hagamos un poco de Historia. Enrique VIII no fue un monarca protestante (contra lo que se suele pensar) sino sólo cismático. Él no negó la teología católica, todo lo contrario: conservó con orgullo el título de Defensor fidei, recibido del papa León X por su opúsculo Assertio Septem Sacramentorum, que había escrito contra Lutero (dicho título lo ostenta todavía la actual soberana Isabel II). Enrique VIII tampoco atacó la liturgia tradicional (en latín): el venerable Sarum inglés. Se limitó a declarar que en su Reino la instancia suprema en asuntos eclesiásticos era él, constituido en cabeza de la Iglesia de Inglaterra. Esta medida, que se conoce como el Acta de Supremacía (Act of Supremacy) de 1534 y desgajó a la antigua Albión de la comunión con Roma, fue hija de las circunstancias. Ante la negativa del papa Clemente VII (el famoso “non possumus”) a anular su matrimonio con Doña Catalina de Aragón, el Rey se abocaba la causa en la que era él mismo parte de modo inapelable, invalidando el recurso al Papa, a quien se le reconocía una preeminencia de honor pero se le rehusaba cualquier competencia jurisdiccional. 

La protestantización de Inglaterra tuvo lugar bajo el reinado siguiente, el de Eduardo VI (1547-1553), hijo de Enrique VIII y de su tercera mujer Juana Seymour. Subido al trono siendo menor de edad, reinó bajo la tutela sucesiva de su tío Edward Seymour, duque de Somerset, y de John Dudley, duque de Northumberland. Fueron éstos los que, inspirados en la doctrina y espíritu del arzobispo de Canterbury Thomas Cranmer (secretamente luterano bajo Enrique VIII), se encargaron de cambiar el culto –mediante una implacable reforma litúrgica– e hicieron de él vehículo del cambio de credo. El Book of Common Prayer, que sustituyó a los libros litúrgicos católicos, era enteramente protestante. Al morir Eduardo VI sin posteridad, debía cumplirse el testamento de Enrique VIII, que establecía el orden sucesorio: la princesa María (hija de Catalina de Aragón), la princesa Isabel (hija de Ana Bolena) y su sobrina Frances Brandon (hija de su hermana María, duquesa de Suffolk). Northumberland dio un golpe de mano y declaró desposeídas de sus derechos a María e Isabel, dando el trono a la hija de Frances Brandon, la joven Juana Grey, protestante, a la que había casado con su hijo menor. El reinado de Lady Grey fue efímero – nueve días– porque el pueblo (en el que todavía se conservaba el sentimiento católico) apoyaba a la católica María Tudor. No así la mayor parte de la nobleza, que se había beneficiado con la desamortización de los bienes de los monasterios, suprimidos por Enrique VIII, y a la que convenía mantener el cisma. En todo caso, el primer intento de impedir a un católico ceñir la corona inglesa fracasó.

Bajo María Tudor (1553-1558) se produjo una breve vuelta a la comunión con Roma, pero al sucederle su medio hermana Isabel I (1558-1603) se implantó de nuevo la Iglesia de Inglaterra, de la cual fue declarada la Reina “Suprema Gobernadora” por la segunda Acta de Supremacía de 1559. Durante su reinado se consolidó el protestantismo, que fue implantado por la política persecutoria de su ministro William Cecil, Lord Burghley, contra los católicos y los puritanos. La celebración de la misa de Rito Romano quedó proscrita bajo pena de muerte y confiscación de bienes, y fueron muchos los sacerdotes que perecieron torturados y ejecutados bajo “la buena Reina Bess” (the Good Queen Bess). Como ésta no tuvo descendencia hubo de resignarse a reconocer como sucesor al hijo de su odiada rival María Estuardo (a la que había hecho decapitar en 1587), Jacobo VI de Escocia, el cual subió al trono inglés como Jacobo I (1603-1625). Tanto él como su sucesor Carlos I (1625-1648) fueron devotos protestantes. El segundo defendió a la Iglesia de Inglaterra contra los embates de los puritanos, y fue ésta una de las razones por las que perdió el trono y la cabeza. El puritanismo triunfante con Oliver Cromwell abolió la monarquía en Inglaterra y Escocia, creando el régimen republicano de la Commonwealth. Pero la monarquía volvió en 1660, en la persona de Carlos II (1660-1685), hijo del infortunado Carlos I. 

Carlos II se había casado con una infanta de Portugal, Catalina de Braganza, de religión católica, lo que puso en alerta a los levantiscos lores protestantes ingleses, como ya había ocurrido con ocasión del matrimonio de su padre con la católica Enriqueta María de Francia, reina que sufrió un continuo hostigamiento en la Corte. La conversión del Rey al catolicismo in articulo mortis y la subida al trono de su hermano el Duque de York, abiertamente “papista”, no ayudaron a apaciguar los ánimos sino todo lo contrario. Jacobo II (1685-1688) tenía dos hijas de su primera mujer Ann Hyde: las princesas María y Ana, educadas en el protestantismo. La primera se había casado con Guillermo de Orange-Nassau, estatúder de Holanda. La sucesión protestante del Rey católico estaba, pues, asegurada y ello tranquilizaba a la aristocracia inglesa. Pero Jacobo II se casó en segundas nupcias con una católica –María Beatriz de Este, princesa de Módena– y tuvo un hijo de ella, que fue bautizado en la Iglesia de Roma. Esto fue el detonante de la Revolución de 1688, llamada pomposamente “la Gloriosa.”

La exclusión de los católicos 

Los lores llamaron a Guillermo de Orange y a su esposa a Inglaterra para ocupar el trono, del que echaron a Jacobo II. Éste tuvo que huir al continente con su hijo y esposa, refugiándose en Francia bajo la hospitalidad de su primo Luis XIV. Guillermo y María fueron proclamados reyes y la nobleza aprovechó para quitar a la Corona la mayor parte de sus poderes tradicionales. Inglaterra quedó desde entonces en manos de una oligarquía prepotente y fiscalizadora del monarca. Para evitar la eventualidad de la vuelta al catolicismo (dado que Guillermo III no había tenido hijos y la princesa Ana no veía prosperar a los suyos, que morían uno tras otro), fue por lo que se dio, en 1701, la famosa Ley de Sucesión (Act of Settlement) que inhabilitaba a los católicos para ocupar el trono (conculcando los derechos de los pretendientes Estuardo) y designaba a la electora Sofía de Hannover (nieta de Jacobo I) y a sus descendientes como herederos de la princesa Ana en caso que ésta muriera finalmente sin posteridad.

La Ley de Sucesión apartó definitivamente a los legítimos herederos (los Estuardo) del trono de la Gran Bretaña e Irlanda, amargó la vida conyugal a Jorge IV (a quien, siendo Príncipe de Gales, se obligó a separarse de su esposa católica para casarse con su prima Carolina de Brünswick, matrimonio que resultó desastroso y hace palidecer las desavenencias entre Carlos y Diana) y ha excluido de la sucesión al príncipe Michael de Kent, primo de la Reina, casado con la católica María Cristina von Reibnitz. Lo más aberrante de esta disposición es que los hijos del actual Príncipe de Gales pueden teóricamente casarse con una musulmana, una animista o una atea confesa, pero no con una católica. Nueva paradoja en el contexto de una Europa amnésica y sin norte. Punto en contra para el premier británico, que ha comenzado su mandato incumpliendo su palabra.

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