Cunde la alarma en la política española

Imaz se va; el PNV saca la garrota

Imaz era el presidente del PNV. Así pasan las glorias del mundo. Al bastón de mando se le da un nombre más finolis (aginte-zigorra), pero el bastón de toda la vida, duro y nervudo, ese que empuñaba el paisano, se llamaba y se llama en vasco mokil o makila, y eso, la makila, la garrota, es lo que le sacó el PNV a Imaz hace pocos días, cuando en el sanedrín jeltzale se impuso la tesis soberanista, la escalada imparable hacia un referéndum de autodeterminación, contra las tesis más moderadas del ahora dimisionario. Intimidado, Imaz se repliega: después de todo, no es grato ser el presidente de un club que te hace la cama. Lo bueno del suceso: el paisaje se clarifica. Lo malo: nuestros políticos, y en particular el Gobierno, ven cómo se les cae una pieza esencial del sistema. El desconcierto es general.

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La dimisión de Imaz puede interpretarse así: de las dos almas del nacionalismo vasco (la templada y la airada), cede la templada y gana la airada. La primera reacción de los políticos españoles ha sido de preocupación, porque el PNV se sube a la parra de la reivindicación soberanista. Seguramente es el análisis correcto. Visto en una perspectiva más amplia, a escala de toda España, el suceso significa esto: el PNV suelta sus últimos lastres para abanderar de nuevo la ofensiva separatista que aqueja a nuestro país.
 
Una estrategia ambigua
 
Hasta ahora, el PNV se ha beneficiado –y mucho- de un doble discurso: hacia “Madrid”, reivindicación templada; hacia sus propias bases, invocación de las esencias eternas. Adórnese el esquema con cuantas combinaciones se quiera de rostros amables y rostros hoscos, de manos tendidas y puños crispados. La presencia asesina de ETA hizo extraordinariamente rentable esa táctica: para Madrid, acceder a las peticiones del PNV era una forma de mostrar sensibilidad hacia el “problema vasco”. Todo eso empezó a romperse después de la tregua de 1998, el Pacto de Estella y el Acuerdo de Barcelona: ahí el PNV apostó por ir más lejos. La política de Aznar permitía prever que “Madrid” no retrocedería ni un paso más. El Plan Ibarreche fue hijo de aquella nueva tesitura.
 
Como el PNV no es sólo un partido, sino, quizá sobre todo, una estructura de poder, fueron muchas y muy numerosas las voces que desde el propio ámbito nacionalista reclamaron prudencia: el poder, por definición, teme las aventuras. En ese contexto hay que situar la polémica interna “jeltzale” entre quienes apoyaban un proceso de independencia clásico y brusco, como Joseba Eguíbar, y quienes preferían redefinir los conceptos de soberanía e independencia para adaptarlos al marco europeo y a un mundo donde las naciones ya no pintan gran cosa. Esta última era la postura de Imaz y, en general, la de los moderados del PNV.
 
El lugar de Imaz
 
Hay que subrayar que la posición de Imaz, perteneciente a una nueva generación de líderes crecidos en un País Vasco de hegemonía nacionalista, no es menos partidaria de la independencia que la posición de los duros. El tiempo de quienes se contentaban con una autonomía ancha dentro de España ha pasado ya: éstos eran los que Arzallus denominó “michelines” del partido, que debían ser disueltos. Lo fueron. Lo que vino después fue, más bien, una forma inteligente de entender la “independencia”. Inteligente y, además, realista, porque partía de la base de que la sociedad vasca está dividida entre nacionalistas y españolistas. Ese realismo es lo que convertía a Imaz en un socio óptimo para los políticos españoles: después de todo, esa independencia matizada podía llegar a parecerse a un estado autonómico estirado hasta lo confederal y, al mismo tiempo, la constatación de que la sociedad vasca no es monolítica ya es un paso hacia la paz. El acuerdo era posible, al menos en la España “flexible” de Zapatero. Por eso Patxi López, siempre en socorro del vencedor, se apresuró a proponer un gobierno “transversal” en el País Vasco.
 
¿Qué ha pasado? ¿Por qué ahora el PNV fuerza el desalojo de su propio presidente? ¿Acaso la opción Imaz no era un buen negocio? Objetivamente lo era, pero a veces ocurre que la realidad desata procesos cuya fuerza arrastra cualquier cálculo, cualquier ponderación objetiva. Desde el pacto de Estella de 1998, desde la proclamación del Plan Ibarreche y desde la última tregua de ETA, el horizonte del referéndum de autodeterminación al viejo estilo ha terminado imponiéndose en las cabezas del PNV. No es pura obcecación: realmente la política de Zapatero ha llevado la cohesión nacional a un punto de fragilidad tal, que cualquier aventura es posible. Sobre todo: no es previsible que España vuelva a estar tan debilitada como hoy. Para los más duros del PNV, es una cuestión de ahora o nunca. En el mejor de los casos, el PNV aspirará el voto radical de Batasuna y se convertirá en partido único del nacionalismo. En el peor, la estrategia maximalista permitirá al PNV negociar con “Madrid”, desde una posición de fuerza, una solución intermedia que reporte buenos beneficios.
 
Y ahora, ¿qué? Para empezar, hay que esperar a ver cómo digiere el PNV esta marcha de Imaz: no sería el primer líder político cuya fuga sólo es un primer paso para volver. Esto va a depender, en principio, de lo intensa que sea ahora la inquietud de quienes cortan el bacalao en el País Vasco. Y junto a eso, habrá que ver cuál es la reacción de los dos grandes partidos españoles, pasado este primer momento de desconcierto. Una lógica de Estado elemental debería llevar al PSOE y al PP a reconstruir un bloque constitucionalista y moderado frente al ya radical PNV. Pero sabemos que eso es precisamente lo menos probable.
 
¿Diagnóstico? El mal se agrava.

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