Memoria histórica y mala leche

No tomarás el nombre de Paracuellos en vano (no tanto)

¿Puede ofenderse la memoria de las víctimas de Paracuellos sin que nadie ose siquiera protestar? En Paracuellos fueron asesinadas miles de personas inocentes por milicianos comunistas, socialistas y anarquistas en 1936. Pero Paracuellos es también el nombre de un volumen de historietas donde el dibujante Carlos Giménez vacía sus peores recuerdos de un Hogar del Auxilio Social en los años cuarenta. Un alegato antifranquista que usa el nombre de la mayor matanza perpetrada por el Frente Popular. Es una manipulación excesiva. Todos deploramos que Giménez haya sufrido en su infancia, pero ¿qué culpa tienen las 5.000 víctimas enterradas en Paracuellos?

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EMC (Madrid)

Carlos Giménez es un conocido dibujante de tebeos. Nació en 1941. Quedó huérfano muy niño. Ingresó en un Hogar del Auxilio Social, una obra del régimen de Franco –de la Sección Femenina de FET y de las JONS– para niños huérfanos, abandonados o sin recursos. No debió de pasarlo bien allí: años cuarenta, posguerra, hambre, pobreza, disciplina de cuartel. Cuando creció, Giménez se hizo dibujante. También se hizo de izquierda; de extrema izquierda. Entonces empezó a volcar en el papel –ya era 1977– todo el sufrimiento de su infancia. Lo volcó sobre Franco, sobre el franquismo, sobre los curas, sobre España en general. 

Esos fueron los volúmenes de Paracuellos, historietas terribles donde niños desamparados son víctimas de la crueldad sin límite de instructores de Falange, sádicas funcionarias, curas despóticos… ¿Por qué Paracuellos? Uno de aquellos Hogares se llamaba Batalla del Jarama, estaba cerca de Paracuellos y “los niños lo llamábamos así”. Giménez sostiene que fueron los lectores quienes, por extensión, bautizaron como Paracuellos a esta serie de tebeos militantes antifranquistas. Ahora Mondadori acaba de editar en un grueso volumen todas estas historietas. No podemos recomendar su lectura: es sencillamente abominable. Absolutamente todo lo que ahí ocurre es sórdido, repugnante, desesperante, desolador. Si realmente es una autobiografía, entonces es una autobiografía del resentimiento. Esto no es forzosamente un inconveniente desde el punto de vista creativo: la estética del resentimiento abunda en la producción cultural, especialmente en el siglo XX. Pero no es el tipo de estética que queremos proponer desde Elmanifiesto.com.

Ofensa a las víctimas 

El problema, en todo caso, no está en las cosas que Giménez cuenta, ni siquiera en su verosimilitud, sino en el hecho de que se haya escogido el nombre de Paracuellos para titular tan violento alegato antifranquista. En Paracuellos del Jarama yacen cerca de 5.000 personas asesinadas por el Frente Popular durante la guerra civil. La mayoría de ellas fueron asesinadas allí mismo, exterminadas masivamente y enterradas en grandes fosas. Fue la mayor matanza de civiles en nuestra guerra. Después, el nombre de ese pueblo se convirtió en lugar-memoria para el bando vencedor de la guerra. Que ese mismo nombre se emplee desde el otro bando para designar un escenario de horror fascista, una institución brutal donde los vencedores aplican un sistema de crueldad infinita, es algo que sólo puede juzgarse como una provocación deliberada. El horror autobiográfico y personal del Paracuellos de Giménez sepulta el horror masivo, histórico, objetivo de las matanzas de Paracuellos. No es una cuestión política: es la memoria de las víctimas de Paracuellos lo que aquí queda despreciado, reducido a cero o, aún peor, es su asesinato lo que queda justificado, pues el Paracuellos de Giménez parece orientado a mostrar que los nacionales no eran otra cosa que una horda de bárbaros criminales. De aquí sólo hay un paso a decir que “merecían morir”.

En el asunto entra, evidentemente, la cuestión de la memoria histórica, como bien se encarga de subrayar en el prólogo de este Paracuellos el novelista Juan Marsé, que considera estas historietas como una pieza valiosa de “recuperación” de la memoria de marras. En parte Marsé tiene razón. En estos tebeos de Paracuellos se percibe con claridad un tic psicológico que seguramente explica muchas de las cosas que vemos hoy en materia de “memoria histórica”: la gente hace recuento de sus traumas personales y los digiere proyectándolos no sobre sí misma o sobre la sociedad, sino sobre el régimen político. La generación de la posguerra exhibe con frecuencia un victimismo colectivo que tiene un único culpable: Franco. Pero a fuerza de hacer recaer sobre Franco la culpa de todo –del hambre, de una pedrada en la calle, de un profesor que te pegó, de esa chica que no quiso “rollo”–, se termina cayendo en un discurso propiamente mitológico, donde nada se explica si no es por la proterva presencia del Mal absoluto. 

Hay un párrafo de la introducción de Giménez que es transparente sobre este punto. Dice así: “Sepamos que, en los años 40 y 50, en España era completamente normal y cotidiano que en los cuarteles los sargentos pegasen a los reclutas, en los colegios los maestros maltratasen a los alumnos, en los talleres los oficiales y dueños abofeteasen a los aprendices y en las casas los maridos zurrasen a las mujeres y los padres apalizaran a los hijos. Los niños en la calle se zurraban unos a otros, y las dreas [guerras a pedradas] entre barrios eran completamente habituales”. Bien: sepamos, en efecto, que esto era así en la España de los 40 y los 50, y también en la de los 20 y los 30, y además en Portugal, Italia, Francia (¿Giménez no ha visto Los chicos del coro?), Alemania, Grecia y Gran Bretaña, y hoy, todavía, en Marruecos, Turquía y otros escenarios de la alianza de civilizaciones. Y de nada de eso tienen la culpa las víctimas de Paracuellos.

El sufrimiento de Giménez merece tanto respeto como el de cualquier otro ser humano. No es eso lo que está en discusión. Lo que está en discusión es el desprecio a las víctimas mortales de la mayor matanza de la guerra civil.

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