Algunas preguntas a los diez años del Manifiesto contra la muerte del espíritu y la tierra

Se acabó el Festín. Ruge la gente

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¿No lo oís? Aún no es un clamor, pero el rugido va subiendo, poco a poco, cada vez más fuerte. No se traduce aún en grandes acciones y manifestaciones, en programas y proyectos. Pero ahí está, mal contorneado, oscuro, ronco, ese rugido que tarde o temprano acabará estallando nadie sabe cómo.

[Un ejemplo entre mil. En sólo 24 horas (pensaban necesitar más de un mes) los “indignados” españoles han recogido, a través de las redes sociales, 15.000 euros con los que costear una querella contra Rodrigo Rato, el ex director de Bankia, el banco cuya quiebra sólo se evitará, como siempre, inyectándole miles de millones de euros de todos.]
 
¿Cómo, hacia dónde, en qué puede plasmarse todo ese oscuro rugir…? Nadie lo sabe, ni siquiera los que más alzan la voz. De momento sólo hay malestar, indignación, cólera. Y náuseas ante el vacío.
 
¿Cómo no las habría cuando lo que se está desmoronando, señoras y señores, consumidoras y consumidores, es nada menos que la clave de bóveda que sostenía al Gran Tinglado? Tenía por nombre: “El mayor bienestar material de toda la Historia”. No había otro pilar, ninguna otra columna. Sólo ésta sostenía el Gran Tinglado, como sigue sosteniendo lo que aún queda de ese ingente montaje que ha convertido al mundo en un Supermercado, en un Sistema que ha privado a los hombres de su condición de hombres para convertirlos en bestias de consumo.
 
Consumidores, es cierto, de migajas: las que caían de la mesa del gran festín que otros se daban… y siguen dándose. Como siempre ha sido y como siempre será: no hay ni puede haber en toda la Tierra manjares bastantes para que todos se peguen semejante festín.
 
Ya sé quenos habían dicho que sí, pero nos habían engañado. Para tenernos contentos, para atarnos corto, los comilones del gran festín nos habían dicho, entre eructo y eructo, que sí, que esto es Jauja, que no hay problema, que las migajas no son tales, que todos estamos invitados, ¡pasen, señores, pasen!
 
Hasta que la cosa no ha dado para más. Hasta que su codicia sin freno ha hecho que, reventándose el Tinglado, dejasen de caer las muchas y apetitosas migajas que de su mesa se desprendían.
 
Por eso se indigna la gente, por eso comienza a rugir. Para que no triunfe la injusticia, dicen. Para que se refrene la gula de los grandes comilones, para que se acaben sus derroches y despilfarros. Para que haya para todos.
 
[Otro ejemplo. Después de que su antigua aura se viera eclipsada durante años, uno de los principales éxitos de la Feria del Libro celebrada en 2012 en Madrid ha sido nada más y nada menos que El Manifiesto Comunista. Sí, sí, aquel libro en el que unos tal Marx y Engels hablaban (y por desgracia daban en el clavo) de “un fantasma que recorre a Europa”.]
 
Los derroches y despilfarros de los grandes poseedores, dicen todos. ¡Qué error! También lo dice la prensa, es cierto: para intentar esconder la verdadera causa de lo que ocurre. ¡Como si el desenfreno y las trapisondas de los grandes financieros, o como si las corruptelas de la casta política fueran la verdadera razón por la que se está derrumbando el Gran Tinglado! No. Tales cosas sirven (a lo mejor hasta son indispensables) para enardecer a la plebe, pero despilfarros y corrupciones sólo son la punta del iceberg, sólo representan una gota de agua perdida en el mar de otra voracidad: la que constituye el verdadero motor del Sistema.
 
Un Sistema que ha producido la mayor cantidad de bienes y riqueza, es cierto, de toda la Historia. Pero los ha producido (hablo de quienes accionan el motor, de quienes dirigen el Tinglado) no para vivir mejor (ellos mismos o quien sea), no para gozar más intensamente de la vida, aún menos para propiciar grandezas y heroicidades, ya no digamos para extasiarse (eso eran cosas de la aristocracia) en el estremecimiento que tiene por nombre belleza.
 
¿Para qué diablos trabajan entonces como burros? ¿Para qué diablos producen, diseñan, invierten, compran, venden, viajan, se mueven sin parar? ¿Para qué (hablo de los grandes, de los poderosos) se agitan como locos? ¿Para qué destruyen (entre otras cosas) el planeta? ¿Qué desenfrenada voracidad les mueve, qué fuego sagrado (perdón por el adjetivo: todo es tan rastrero) les quema el culo? ¿Por qué esa compulsión de zampárselo todo en tan desenfrenado festín? ¿Por qué no se quedan quietos de una vez? Total, con lo mucho que ya tienen, si de zampar se tratara, siempre seguirían zampando igual.
 
No se trata de zampar, por supuesto. Los lujos y prebendas de los prebostes no son el motor del Sistema: son efectos derivados, secundarios, insignificantes en últimas para la significación básica de la cosa. (Por eso no tiene ningún sentido, señores revolucionarios, envidiar, odiar… o ansiar remplazar a los prebostes; por eso la lucha de clases es una estupidez, o algo peor.)
 
El motor del capitalismo no es el Gran Festín. Es la voracidad, sí, una voracidad infinita, sin tasa, pero voracidad que, girando sin parar, se encierra sobre sí misma. El motor del capitalismo es la voracidad por la voracidad. Es la desenfrenada ansia, la compulsiva codicia por amasar riqueza y dinero, a espuertas, a mansalva, pero con el principal fin de amasar por amasar. Amasar no para esconder el dinero, como hace el avaro, sino para reinvertirlo, para que la rueda, girando sin cesar, lo haga cada vez con mayor intensidad, para que se fabrique, se produzca se intercambie sin parar más, en todo momento más, constantemente más y más.
 
¿Más qué?… ¿Más productos, más bienes, más objetos? Sí, al comienzo, la producción era el motor. Pero ya ha dejado de serlo. La producción (industrial, agraria o de servicios) se ha hecho secundaria al lado del Dinero cuyo vértigo lo engulle hoy todo. Pero un Dinero que ya no es ni oro ni plata (hasta se abolió en 1971 el Patrón Oro). El Dinero ya no es ni siquiera monedas y billetes. El Dinero ya sólo son cifras: una enloquecida vorágine de cifras que se cabalgan, engullen, cruzan y entrecruzan en un infinito torbellino en el que se cifra la Felicidad —o la desdicha, cuando las cifras se ponen rojas.
 
[Cuando —primer ejemplo— la deuda externa (es decir, el conjunto de la deuda pública y privada) de la primera potencia económica del mundo  ya es superior a su PIB; es decir, cuando lo que adeudan los Estados Unidos es más que lo que producen en todo un año. Cuando —segundo ejemplo— más de la mitad, entre el 50 y el 60 por ciento de las operaciones bursátiles norteamericanas (y los índices en otros países no deben de ser menores) son realizadas por megaordenadores que, practicando trading de alta frecuencia y aplicando sofisticadísimos algoritmos, aprovechan la menor diferencia infinitesimal de precio para comprar y vender, en nanosegundos y a la velocidad de la luz, activos financieros de todo tipo. Cuando —tercer y último ejemplo— ciertos días los Mercados mundiales llegan a intercambiar sumas equivalentes a veinticinco veces el Producto Interior Bruto de todo el planeta. Cuando tales cosas ocurren…]
 
Cuando tales cosas ocurren, el vacío está ahí, a nuestros pies. Sobre él vivimos, sobre él danzamos: envueltos en el aire del gigantesco globo de cifras, virtualidades y especulaciones en el que estamos embarcados todos: tú, yo y el vecino. Cuando tales cosas ocurren, ello significa que la más brutal especulación financiera (“los Mercados”, dicen, tan tiernos, los chicos de la prensa) ha acabado  dominando al conjunto del sistema, aplastando a las fuerzas productivas, engendrando ese gigantesco globo de aire que el menor alfilerazo puede reventar.
 
Cuando tales cosas ocurren, ello significa que se han modificado los datos básicos de la cuestión. La gran línea divisoria (por eso también la lucha de clases es una absurdidad) no es la que separa “ricos” y “pobres”, “burgueses” y “proletarios”, “propietarios” y “no propietarios”. La línea divisoria es la que se establece entre dos grupos. Por un lado, uno inmenso, aplastantemente mayoritario (¡si llegara un día a tomar conciencia de su poderío!…): el conjunto de las fuerzas sociales (“burgueses”, “proletarios”, ejecutivos, profesionales, agricultores si aún quedan…: clases medias, altas y bajas, en suma). Es decir, el conjunto de quienes están implicados activa, sensatamente, en la producción (¿no representan las pequeñas y medianas empresas cerca del 70 o del 80 por ciento del tejido productivo?). Y, por otro lado, toda esa alta plutocracia que nos está conduciendo al abismo y a la que más valdría otorgarle, dominada como está por la locura especulativa y sus virtualidades, el nombre de especulocracia o virtualocracia.
 
El ronco rugido
 
¿Qué tiene todo ello que ver con el ronco rugido del que hablábamos? ¿En qué medida se tiene conciencia de tales cosas en las calles y plazas que empiezan hoy oscuramente a rugir? Con otras palabras, ¿en qué medida los emergentes movimientos de protesta están dispuestos a abandonar los viejos clichés revolucionarios para enfocar las cosas con la mirada nueva que exige la propia novedad de las cosas?
 
La respuesta no está clara. Es más, resulta imposible responder hoy a tal pregunta: nada está aún jugado. Ciertos elementos parecen permitir la esperanza; otros, en cambio, la desbaratan. Por un lado, todo el movimiento de los “Indignados” (limitémonos a él) centra sus ataques contra los bancos y el sistema financiero; sus acometidas contra el sistema político alcanzan tanto a los partidos de derechas como a los de izquierdas; no hablan nunca en nombre del proletariado, ni de acabar con la burguesía, ni de conquistar el socialismo, ni de realizar su redentora Revolución. ¡Celebrémoslo, alborocémonos! Pero, aunque no hablen de ello, ¿no están profundamente marcados por el espíritu que de tales cosas rezuma? ¿No es el igualitarismo, no es su resentimiento lo que más hondamente les empuja? Todo lo que quieren, ¿no es en últimas participar ellos también en el Gran Festín del mundo? Si de la mesa del Festín siguieran cayendo las buenas migajas que antes caían, ¿acaso se habría indignado alguien?, ¿acaso habría movido alguien un solo dedo?
 
Por supuesto que no. A eso —al Festín y a sus perdidas migajas— parece reducirse todo el horizonte contestatario de la indignación contemporánea. Ahora bien, aunque es imposible que todo el mundo participe en el Festín, aunque los gustos, lujos y consumos no son siquiera el centro del problema, ¿no es acaso legítimo, no está más que justificado pretender reducir las diferencias abismales que existen entre los de arriba y los de abajo, entre la “plebe alta” y la “plebe baja”, como diría Nicolás Gómez Dávila?
 
Desde luego que sí, pero a condición de plantear correctamente la cuestión. La cuestión no es lo que tengan o dejen de tener los de “arriba”. Si quieren llenar el vacío de sus vidas atiborrándose de gustos y lujos, de gadgets y nimiedades (sí, de acuerdo, algunas de sus fruslerías hasta pueden resultar bien apetecibles), que se atiborren cuanto quieran. A mí me deja totalmente indiferente, y espero que a nuestros lectores también. La verdadera cuestión no está ahí. La verdadera cuestión está en que el desarrollo tecnológico — mucho más que el capitalismo como tal— ha llevado las cosas hasta el punto de que somos hoy capaces de producir bienes suficientes para que una vida digna y sin agobios sea posible para todos. Y sin que ello implique en absoluto eliminar la desigualdad que siempre hará que los más inteligentes o capacitados, los más productivos o trabajadores, los más excelentes, en suma, disfruten de las más altas y mejores posiciones. (Que quienes disfrutan de tales posiciones, lejos de ser los más excelentes son hoy los más zafios; que nuestras élites, dicho de otro modo, son deleznables: es ésta otra cuestión —en realidad, uno de los fondos de toda la cuestión— que creo haber dejado ya suficientemente clara.)
 
Pero esa vida digna y sin agobios para todos sólo se podrá alcanzar con una condición. Que cese la lacra de la voracidad que hunde a todo el sistema productivo —y a nosotros con él— en la vorágine de un doble sinsentido: el que se deriva tanto de la voracidad financiero-especulativa como de la voracidad —llamémosla así— productivo-destructora.
 
¿Ejemplos de esta última? Miles. Desde los desmanes contra la naturaleza hasta el permanente desarrollo de la ansiedad consumista que engendra el bombardeo publicitario, pasando por todos aquellos casos en que la producción tiene como único horizonte el beneficio más rápido y cuantioso posible. Como cuando, destruyéndose ciudades y paisajes, se expande fealdad y horror ahí  donde antes había belleza. O como cuando se edifican en España un millón (o dos, ya he perdido la cuenta) de esas viviendas en las que nadie vivirá y que nos han llevado a la ruina. Se quedarán fantasmalmente vacías hasta que se caigan de viejas esas  viviendas que nadie habitará ni comprará, pues nadie necesita para vivir lo que sólo se necesitaba para especular. ¡Y aún hablan de racionalidad económica!… Puro delirio es la pretendida racionalidad. Como cuando, en lugar de dejarles durar decenas de años, toda una vida, los productos se diseñan y fabrican —desde una bombilla hasta un ordenador— para que sólo duren unos pocos meses, para que se estropeen cuanto antes y acaben amontonándose en descomunales vertederos del Tercer Mundo. “Obsolescencia programada”: tal es el nombre de este delito perpetrado con premeditación y alevosía.
 
Toda esa voracidad, toda esa absurdidad es lo que hay que combatir, erradicar. No la propiedad, no el mercado, no el dinero como tales. A éstos basta colocarlos en el secundario lugar que es el suyo. “Basta”…: ¡como si la tarea no fuera ingente, gigantesca! La tarea es titánica porque se trata de colocar en un lugar subalterno lo que hoy ocupa el más alto de todos: la clave de bóveda del mundo. Dinero, mercado, productos, objetos, trabajo…, la dimensión material de la vida, en suma: he ahí el faro que pretende iluminar nuestros días, configurar nuestro destino, dar sentido a nuestra vida y a nuestra muerte.
 
¡Y no, claro!… Basta ir al corazón de las cosas, enunciarlas con toda su claridad, para comprender el desvarío sobre el que vivimos. ¿Cómo, en tales condiciones, no iba a producirse la muerte del espíritu, el desvanecimiento del sentido, el triunfo de la fealdad, el imperio de la absurdidad?
 
Pero poner las cosas en el lugar que les corresponde es todo lo contrario que combatirlas o aniquilarlas. El mercado y el dinero, producir, vender y comprar con vistas a obtener, ¡claro que sí!, la mayor ganancia posible: nada de ello es el faro que pueda iluminar nuestra vida, pero todo ello constituye una luz indispensable. Ninguna de tales cosas es prescindible, todas nos son absolutamente necesarias. (Ya se vio, por lo demás, lo que pasó cuando unos descerebrados pretendieron prescindir de la propiedad, el dinero, el mercado…: a los campos de concentración y al exterminio de masas acabaron recurriendo.)
 
Una nueva concepción del mundo
 
Enfocar las cosas de tal modo equivale a efectuar —tomemos el término de Nietzsche— una completa transvaloración de los valores hoy imperantes. La más radical de todas: una transvaloración que pone en la picota tanto los valores del liberalismo (los económicos, ante todo) como los del socialismo. Es toda una nueva concepción del mundo, toda una nueva cosmovisión lo que semejante transvaloración implica.
 
Pero una concepción del mundo no puede nunca ser exclusivamente teórica. Por ello, salta de inmediato la pregunta: ¿cómo pueden tales cosas plasmarse en la realidad? ¿Cómo, mediante qué estructuras productivas puede articularse la vida económica que semejante cosmovisión implica? Más concretamente, ¿cómo puede conseguirse que la libertad de emprender y producir —es obvio preservarla— no acabe conduciendo, como hasta ahora ha conducido, a la voracidad y a la absurdidad que hoy lo destruye todo?
 
La cuestión es inmensa, y crucial, probablemente la más decisiva de todas. Nadie, sin embargo, se ha debatido a brazo partido con ella, nadie la ha abordado con el arrojo y la decisión que se necesitarían. Y, sin embargo, sería imposible plantear dicha cuestión, jamás habría surgido siquiera, si desde hace años no se hubiera efectuado, con arrojo y decisión, la denuncia que le subyace. El problema es que dicha denuncia siempre se ha quedado en denuncia, se ha limitado a una impugnación desprovista de contenido positivo, ha quedado envuelta en una negación nunca transformada en auténtica afirmación.
 
¿Ejemplos? Para constatarlo basta tomar todos y cada uno de los artículos —empezando por los míos— publicados en este periódico. O basta tomar, más generalmente, el conjunto de lo que se pudiera denominar el pensamiento heterodoxo (desde los textos de un Alain de Benoist y de la corriente de pensamiento mal denominada “Nueva Derecha” hasta la obra de autores como los franceses Philippe Muray o Jean-Claude Michéa, el norteamericano Christopher Lasch, el alemán Karl Heinz Weissmann o el italiano Marcello Veneziani, por citar sólo unos cuantos). En todos los casos la denuncia de los males que nos afligen es tan certera e implacable como difusas sus alternativas. Si todos denuncian —si todos denunciamos— los mecanismos de la asfixia, nadie conoce cuál sea la composición del aire que vaya a permitir una nueva respiración.
 
Pero esta indeterminación no se produce tan sólo en el caso de la amplia y heterogénea corriente de pensamiento heterodoxo a la que acabo de aludir. Sucede algo parecido con un movimiento como el de los Indignados, cuyos planteamientos teóricos, aparte de situarse las más de las veces en presupuestos distintos, no llegan, por supuesto, ni a la suela de los zapatos de la reflexión efectuada por los anteriores autores.
 
No son los pensadores, es la sociedad misma —se dice muchas veces— quien debe elaborar, y acabará un día elaborando, el contenido de las alternativas que marquen su destino. Por supuesto. Pero nunca nadie elaborará nada si no se dispone de una idea más o menos clara de hacia dónde se va. Nunca nadie moverá un dedo si no se esboza, como mínimo, la respuesta a preguntas como las siguientes:
  • ¿Mediante qué mecanismos o instituciones impedir que la libertad de emprender y producir acabe conduciendo a la voracidad y a la absurdidad a la que ha conducido hasta hoy?
  • ¿Cómo limitar, frenar o extirpar el poderío y la voracidad propios del sistema financiero y del conjunto de los grandes monstruos multinacionales? ¿Nacionalizándolos, estatalizándolos? ¿Volviendo, pues, a las andadas?… ¿Cómo evitar, dicho de otro modo, “las andadas” del socialismo? ¿Cómo hacer que, combatiendo al monstruo del dios Dinero, no se alce en su lugar el monstruo del dios Estado?
  • ¿Cómo acabar con la estupidez mediática al tiempo que se preserva la libertad de pensamiento y expresión? (No se trata sólo de preservarla; se trata, en realidad, de instituir una libertad de expresión que hoy simplemente no existe; quien no dispone de medios —medios financieros y mediáticos, valga la redundancia—, quien no puede llegar a amplias masas, sólo dispone de una libertad: la de desahogo y pataleo.)
  • ¿Cómo acabar con la estupidez del bombardeo publicitario (un bombardeo, la mayoría de cuyas bombas sólo son disparadas, dicho sea de paso, por las grandes empresas y marcas)? ¿O acaso se imagina alguien que pueda imperar entre los hombres un espíritu libre y renacido si no se acaba antes con esa constante incitación al desenfreno, con ese permanente aguijón al festín materialista y consumista que es el engañabobos de la publicidad?
 
No tenemos aún respuesta a tales preguntas. Es evidente. Pero ¿puede acaso  surgir una respuesta —la que sea— si no se han formulado previamente las preguntas?
 
Diez años después de haber lanzado el Manifiesto contra la muerte del espíritu y la tierra, completarlo mediante tales preguntas es tarea mucho más provechosa, me parece, que la de reiterar por enésima vez los mismos denuestos, las mismas denuncias de siempre. Por más justos, por más necesarios que sean.

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