¿Islamistas? No: terroristas y punto

Pues claro que ´esto´ es el islam

Eso que hoy llamamos "islamismo" no es un accidente en el despliegue histórico del islam, al revés: es una constante desde su mismo origen. Y siempre ha venido acompañado por el yihadismo.

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Cada vez que un atentado yihadista enciende las conciencias, una ola de comentaristas bienintencionados acude rápidamente a aplacar los ánimos advirtiéndonos de que “esto no es el islam”. Se diría que el argumento forma hoy parte del repertorio imprescindible del poder. Y tan denso es el bombardeo que una nube de humo termina ocultando al sujeto del crimen. Estamos ante un mal sin nombre. Un fantasma.

¿Islamistas? No: terroristas y punto. ¿Musulmanes? No, de ninguna manera. Es verdad que los asesinos dicen ser musulmanes, sí, que gritan “Alá es grande” y que justifican sus crímenes en nombre del islam, pero “esto no es el islam”. Es “la barbarie contra la civilización”, es “el fanatismo contra los valores universales”, es “la religión contra la razón” y es “la opresión contra la democracia”, pero no es el islam. El islam auténtico, al parecer, no es el que los islamistas enarbolan, sino el que abanderan nuestros políticos, nuestros opinadores televisivos y nuestros pensadores de guardia (ninguno de los cuales, por cierto, es musulmán). El islam verdadero –insisten- es una religión de paz, los musulmanes son las primeras víctimas del terrorismo, ellos son los más perjudicados por la violencia y nada sería peor que caer en la “islamofobia”, nuevo sambenito infamante para el disidente. Peso de plomo.

¿Y qué es el islam?

Sin embargo, cualquiera que conozca con una mínima profundidad la problemática del islam sabe que “esto” –el yihadismo- es inequívocamente el islam. El islam es una religión de paz, sí –a ratos-, pero también es, y con la misma intensidad, una religión de exterminio del prójimo. El islam es una forma de espiritualidad, sí, pero también es, y aún con más intensidad, una teología política que impone un estricto marco jurídico-político al nombre de Dios. El islam es la predicación y la palabra –la dawa-, pero también es el combate y la imposición violenta de la fe: el qital y, al cabo, la yihad en su acepción bélica. El islam es el Corán espiritual de La Meca y el Corán tiránico de Medina, la misericordia de Alá y el fuego para el infiel, el Mahoma que apacigua los espíritus y el que ordena asesinatos y esclaviza a las mujeres de los vencidos.

El islam es todo eso a la vez y sin contradicción, o más precisamente, con una contradicción que forma parte de su misma esencia. El islam, que sinceramente aspira a la paz del mundo en el seno de Dios, es sin embargo la expansión de la fe a sangre y fuego y, enseguida, la guerra a muerte entre suníes y chiíes, así como la perpetua y cruenta búsqueda de un califato que pueda proclamarse digno sucesor –eso es lo que significa “califa”- del Profeta y su herencia. El islam es el honrado tendero de Montreuil que se horroriza ante los crímenes de París, Beirut o Mosul, claro que sí, pero es también el canalla que corta cabezas en Libia o se hace estallar en París. Es el que mata en Bagdad y es el que muere en Bagdad. Es el Averroes que medita sobre Aristóteles y es también el mismo Averroes que explica qué saquear y qué no, a quién esclavizar y a quién no, en sus lecciones sobre la yihad.

El islam adolece, desde sus inicios, de una serie de problemas estructurales que han determinado su historia y su presente. Primero: como es una verdad revelada de una vez para siempre a un hombre concreto, la doctrina ha quedado congelada en el siglo VII. ¿Y no hay reflexiones e interpretaciones posteriores? Sí: muchas y muy notables. Pero ninguna de ellas tiene más valor que otra y, en todo caso, no puede marcar una evolución del corpus original. ¿Por qué? Por el segundo problema estructural: la ausencia de un clero consagrado que actúe como depositario e intérprete de la doctrina. Mahoma, en efecto, no instituyó nada semejante a un clero, y eso que en occidente llamamos “clérigos musulmanes” no son propiamente tales, sino tan sólo fieles particularmente versados en las escrituras y en las escuelas clásicas de interpretación. ¿Hay entonces interpretación? Sí, pero no exactamente teológica, sino esencialmente jurídica, es decir, cómo aplicar a las circunstancias de la vida cotidiana los preceptos coránicos y la sunna, que son los dichos y hechos atribuidos al Profeta. En el chiísmo, por sus especiales características, sí existe algo semejante a un clero, pero sin las atribuciones sagradas del clero cristiano, por ejemplo. ¿Y es posible organizar la vida pública cotidiana en torno a unos textos religiosos? En el islam no sólo es posible, sino que es obligatorio, porque se trata de una construcción total, que aspira a organizar el cielo y la tierra en torno a una única verdad revelada, y donde no existe separación de esferas entre lo religioso y lo político, entre Dios y el César. Y este es precisamente el tercer problema estructural del islam.

La perpetua tentación salafista

Como no hay evolución doctrinal legítima ni un estamento autorizado para guiarla, ni existe separación entre el orden político y el religioso, cada convulsión política trae consigo una convulsión religiosa, y viceversa. El argumento de la “pérdida de la pureza originaria” es una constante en el islam cada vez que la realidad política o social se aleja del texto fundacional coránico. De esta manera, el fundamentalismo, que aquí es el retorno no sólo a los fundamentos, sino también al ejemplo de los fundadores –eso es el llamado “salafismo”-, se convierte en una constante a lo largo de toda la historia del islam. Fueron salafistas los almorávides y los almohades que invadieron España durante la Edad Media, por ejemplo. Salafistas son también los teóricos del “retorno a la pureza” en el islam moderno. El wahabismo saudí es un salafismo convertido en doctrina de Estado. Y lo es también el integrismo de los Hermanos Musulmanes. Eso que hoy llamamos “islamismo” no es un accidente en el despliegue histórico del islam, al revés: es una constante. Y siempre –siempre- ha venido acompañado por el yihadismo, esto es, por el recurso a la violencia para imponer su fe, incluida la violencia contra los propios mahometanos. El problema es que, con los textos originarios en la mano, nadie podrá acusar al violento de blasfemia ni herejía.

Lo que hoy estamos viviendo –desde el 11-S de 2001, si se quiere poner una fecha- no es en absoluto nuevo. Cambian los nombres y las circunstancias, pero no las fuerzas que mueven el perpetuo proceso del islam contra el mundo y contra sí mismo. Por utilizar esta figura, nos hallamos ante una triple guerra, una dentro de otra: una, la guerra civil entre suníes y chiíes; dos, la guerra que el islam salafista, hoy como ayer, declara a los poderes musulmanes a los que juzga tibios o apóstatas; tres, la guerra que el islamismo declara a los no musulmanes, a los infieles. El Estado Islámico, aún más que Al Qaeda, ha sabido ponerse en el centro de esas tres guerras, y gracias a eso ha alcanzado una proyección inaudita en muy pocos años. Pero el Estado Islámico no es más que un epifenómeno. Terrible, sí, pero secundario, derivado de otro fenómeno mayor. Hoy podremos acabar con el EI, con los restos de Al Qaeda y con las milicias yihadistas que operan en Somalia, Libia o Nigeria, pero la exasperación integrista forma parte sustancial del islam y eso es algo que sólo los musulmanes pueden cambiar. Hoy como ayer. La gran novedad respecto a otros momentos históricos es que, esta vez, la explosión se produce en suelo europeo.

El verdadero enemigo

¿Y cómo hacer frente al islamismo desde fuera del islam, desde las sociedades europeas? Ante todo, identificando sus causas. Primero, el mecenazgo saudí –wahabista- de innumerables mezquitas en Europa, que ha difundido por todas partes una interpretación fundamentalista del islam. Junto a eso, la explosión de la inmigración musulmana en los últimos quince años, que ha configurado en nuestras comunidades una realidad social específica, con identidad propia, que ya no se reconoce en el marco de convivencia europeo. Y además, las convulsiones que el propio islam vive a partir del enésimo “revival” del yihadismo (desde los Hermanos Musulmanes hasta Al Qaeda y, hoy, el Estado Islámico), convulsiones que llegan a Europa provocando una radicalización victimista de las comunidades islámicas. Esa radicalización no genera automáticamente la aparición de terroristas, pero sí crea un caldo de cultivo adecuado para que surjan predisposiciones violentas y, sobre todo, para que el resto de la comunidad musulmana soporte, comprenda o incluso justifique el terrorismo. Si a todo eso le añadimos la desquiciada política norteamericana respecto a Oriente Próximo y una crisis económica que ha frustrado muchas expectativas, tendremos una combinación propiamente explosiva.

¿Conclusiones? Primero: hay que identificar bien al enemigo. Que no es sólo el Estado Islámico, sino, más extensamente, el fundamentalismo salafista. Segundo, y en consecuencia: es preciso extirpar el salafismo de Europa, lo cual pasa inevitablemente por controlar a las comunidades musulmanas en nuestro suelo. ¿Vigilando y expulsando a los predicadores de la yihad? Por supuesto. Pero, ojo: esto quiere decir que no se podrá vencer al yihadismo sin actuar sobre las comunidades musulmanas que viven en Europa. “Actuar” no quiere decir necesariamente “reprimir”. Sin duda será preciso tomar medidas coercitivas, pero sería mucho mejor que fueran medidas cooperativas: que los propios musulmanes separen el trigo de la cizaña. ¿Es posible? Sí, ¿por qué no? Ahora bien, tampoco con esto bastará si, al mismo tiempo, mantenemos la puerta abierta a la entrada indiscriminada de millones de inmigrantes musulmanes (hasta diez millones, dicen los alemanes) que crearán una situación simplemente incontrolable.

Hay que afrontar la realidad: el islamismo radicado en Europa ha arruinado el sueño moderno de una Cosmópolis sin identidad, que es lo que late en la construcción europea desde Maastricht. Tenemos frente a nosotros a un “otro” absoluto que es insoluble en nuestro sistema de valores. Ahora sólo hay dos opciones: o negar la evidencia, seguir diciendo “esto no es el islam” y empecinarnos en nuestro discurso universalista, como hacen nuestros mandamases, o rectificar el rumbo. Esta segunda opción abrirá la puerta, con toda seguridad, a cambios quizá traumáticos en nuestra manera de organizar las sociedades europeas. Pero la primera vía sólo conduce al suicidio. Hay que elegir.

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