La Historia ha cambiado de rumbo

Colapso del proyecto americano. Divergencia de intereses geopolíticos entre EEUU y Europa. Crisis identitaria europea. El mundo de 1989 se acaba.

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Debe de ser verdad aquello que decía Nietzsche: la Historia llega con pasos de paloma. O sea que los grandes giros históricos aparecen sin que seamos capaces de entender su magnitud hasta cierto tiempo después. Algo de eso está pasando ahora ante nuestros ojos.

En los últimos años hemos asistido a novedades de enorme calado que entrañan un acusado cambio de rumbo. Esos acontecimientos no nos han pasado desapercibidos, incluso han llenado portadas de periódicos y horas de radio y televisión, pero, entre la barahúnda de información, sólo hemos sido capaces de ver el hecho concreto, no su conexión con otros episodios y aún menos su significado general. Ahora, sin embargo, la acumulación de sucesos en distintos frentes nos permite construir una imagen general. Uno: el proyecto americano de nuevo orden mundial entra en fase de colapso. Dos: surge una imprevista divergencia de intereses geopolíticos entre Estados Unidos y Europa. Tres: Europa entra en una profunda crisis de identidad bajo la presión simultánea de la inmigración masiva y el terrorismo yihadista. Paisaje: el mundo nacido en 1989, tras el desplome del bloque soviético, está agonizando.

Cada uno de estos grandes cambios merece un comentario detallado y a ello, abusando de la generosidad del director de gaceta.es, nos emplearemos en días sucesivos, pero vale la pena adelantar conceptos y, sobre todo, situarlos en el mismo plano de la escena para calibrar la magnitud de lo que estamos viviendo y cómo va a afectar –está afectando ya- a nuestras vidas tanto individual como colectivamente.

Tres grietas bajo los pies

Primer cambio: el proyecto de globalización mundialista pilotado por los Estados Unidos ha entrado en fase de colapso. Tras la caída del Muro de Berlín y el hundimiento de la Unión Soviética, por todas partes se extendió la convicción de que caminábamos ineluctablemente hacia un mundo cada vez más unificado tanto en lo político y lo moral –y a ello se empleó la ONU- como, sobre todo, en lo económico, y el mejor signo de esto último era el rápido proceso de globalización financiera. Pero la gran crisis de 2008 ha roto el proyecto, la definición del orden planetario en torno a criterios de trasparencia financiera ha naufragado y en las naciones más desarrolladas de Occidente se ha instalado una coyuntura permanente de enorme deuda pública, crecimiento muy limitado y valor cero del dinero. Por el contrario, enseguida han surgido resistencias que tratan de construir grandes espacios económicos alternativos, como atestigua el ejemplo de los BRICS en torno a China y Rusia. El programa norteamericano sigue adelante a través de los tratados de librecambio con el Pacífico y la Unión Europea, pero su resultado no será un orden global, sino un espacio local. Y esto es nuevo.

Segundo cambio: se ha puesto de manifiesto que los intereses geopolíticos de los Estados Unidos y los de Europa ya no caminan al mismo paso. Las crisis de Ucrania y las denominadas “primaveras árabes” han demostrado palmariamente que lo que Washington considera bueno y útil –y, en su perspectiva, lo es- para Europa resulta malo e inútil. Hoy tenemos en torno a Europa un auténtico “cinturón de fuego” que va desde el Magreb hasta Ucrania pasando por Siria. Y eso, que desde los Estados Unidos puede verse como un lejano limes fronterizo, se ve desde París, Berlín o Madrid como un incendio en la puerta de nuestra casa. La ruptura –de momento, soterrada- de la solidaridad trasatlántica es un hecho de la mayor trascendencia porque cambia el escenario tendido en 1945. Ahora toda la preocupación de los líderes europeos es, en el caso de Merkel y Hollande, tratar de recuperar las relaciones con Rusia y China, y en el caso de Gran Bretaña, ver cómo debilitar más a una Unión Europea que ha perdido el rumbo.

Tercer cambio, este intraeuropeo: la construcción europea empieza a presentar grietas muy profundas, probablemente irreparables. ¿Por defecto de estructura? No. O no solamente. Europa ha descubierto que hay una auténtica fosa entre las preocupaciones, los intereses y los valores de la elite que nos gobierna, y los del ciudadano europeo de a pie, que empieza a preguntarse si no le estarán llevando al suicidio individual y colectivo. El acontecimiento que ha dejado al descubierto esta fosa ha sido, evidentemente, la denominada “crisis de los refugiados”, que finalmente se ha manifestado en su auténtica dimensión de invasión masiva de inmigrantes. Contra sus propósitos iniciales, y a pesar del impresionante dispositivo mediático desplegado para atenuar el trance, la burocracia de Bruselas se ha resignado –por el momento- a limitar drásticamente su previsión de “acogidos”. No lo ha hecho por un súbito conato de sentido común, sino ante la evidencia de que las sociedades europeas, en su gran mayoría, no están por la labor de ver alterada su propia identidad. Ciertamente, el recrudecimiento del terrorismo islamista ha ayudado a ello. Y, de paso, ha hecho que los europeos se formulen con urgencia una pregunta que desde hace medio siglo habíamos dejado en suspenso: quiénes somos y qué queremos ser. Esta pregunta, en el contexto de los otros cambios antes mencionados (el colapso del proyecto globalizador occidental y la divergencia de intereses entre Estados Unidos y Europa), alcanza unas dimensiones propiamente históricas.

Todas estas cosas modifican radicalmente el paisaje surgido de la segunda guerra mundial y la posterior guerra fría. Estamos entrando en una fase nueva. Sin embargo, las instituciones que determinan nuestras vidas como españoles y europeos, desde la OTAN hasta el Parlamento de Estrasburgo y, naturalmente, el Banco Central Europeo, pertenecen al mundo anterior, aquel que creía inminente la implantación de una tecnoestructura planetaria regida por una “gobernanza global” donde Europa se disolvería, felizmente, como una suerte de Cosmópolis sin identidad. También nuestros políticos y la mayor parte de nuestros creadores de opinión viven aún en ese mundo. Por eso es cada vez más notorio el divorcio entre la “superclase” que rige la Europa de Bruselas –la clase política, los propietarios de grandes medios de comunicación, los tecnócratas del orden transnacional, los financieros globalizadores, etc.- y el ciudadano de a pie, que está viendo cómo aquella realidad formidable construida después de 1945, rica, pacífica y confortable, se deshace a golpes de crisis, paro y destrucción de la identidad cultural y del lazo social.

Hemos entrado en una fase de destrucción y reconstrucción. El debate debería ser qué queremos hacer ahora. Y las opciones están ya sobre la mesa.

© La Gaceta

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