La próxima guerra ha comenzado ya (V)

Llegamos con ésta a la penúltima entrega de la serie.

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El problema del islam
¿Dónde encaja aquí el fenómeno del islamismo? En el campo de las resistencias a la globalización, sin duda, aunque de una manera muy singular, y está claro que el mundo global no ha sabido hincarle el diente a este hueso. Porque, por muy pétrea que sea la fe en el advenimiento del Estado Mundial kantiano y en la universalidad de la razón, es una evidencia que el concepto del mundo global, secularización del universalismo de cuño cristiano, es una creación específicamente occidental y, por tanto, no necesariamente asimilable por otros espacios de civilización. Es interesante que la siguiente aportación doctrinal norteamericana en esta materia, después del hegeliano “fin de la Historia” de Fukuyama, fuera precisamente la idea de Huntington del “choque de civilizaciones”, es decir, la teoría según la cual la humanidad se divide en espacios de civilización que chocan entre sí como placas tectónicas. Esto venía a significar que el nuevo orden no se impondría sin conflicto.
El islam, que constituye una unidad de civilización, está lejos de formar una unidad política, pero tiene su propia forma de universalidad: la umma, religiosa y política a la vez, y sus principios son incompatibles con los del nuevo orden mundial. Hasta los años 60 y 70, la relación del mundo musulmán con el concierto internacional se había establecido en los términos clásicos de la política entre Estados, lo cual incluía el eventual choque de unos contra otros en función de las respectivas alianzas. Pero, por un lado, los países islámicos comenzaron a vivir un rápido proceso de “revival” religioso-político a partir precisamente de aquella fechas (la primera república islámica moderna, que es la de Pakistán, quedó formalmente proclamada en 1956 y enseguida gozó del apoyo americano) y, por otro, el progresivo desmantelamiento del sistema de la guerra fría dejó a uno de los campos –el pro soviético- sin su mentor. A todo ello se sumó la agitación islamista en Egipto, la decidida política salafista de Arabia Saudí, la guerra civil en Afganistán, la revolución chií en Irán, la efervescencia islamista en prácticamente todo el mapa y la progresiva transformación del problema palestino en un frente de yihad. Así el mundo musulmán salió de la fase moderna de la política de Estados para entrar en otra, muchísimo más compleja, de retorno conflictivo a las fuentes de su identidad.
Huntington aconsejaba aprovechar las diferencias (políticas, de intereses materiales) entre los Estados musulmanes para impedir que ahí surgiera una resistencia al orden mundial, y así se ha venido haciendo, pero la consecuencia ha sido una exasperación identitaria que ya está fuera de control. Visiblemente, el nuevo orden ha infravalorado el peso de los factores culturales, de civilización, a la hora de dibujar el destino de las naciones. No es sólo el terrorismo yihadista; es que, además, países que a finales del siglo XX parecían firmes aliados de Occidente, como Arabia Saudí o Turquía, buscan ya abiertamente su legitimidad en la herencia islámica, es decir, en la negación absoluta y esencial del proyecto occidental moderno. Sin embargo, las cabezas rectoras en Washington, Londres o Berlín siguen pensando que esas discordias no incomodan al gran proyecto, al revés, pues sólo generan división y, por tanto, son incapaces de crear fuerza alguna. Por eso siguen pensando que el enemigo está en Rusia y en China. “Enemigos existenciales”, los define literalmente la Casa Blanca.
Sea como fuere, dos campos han quedado dibujados con claridad: uno, el del nuevo orden del mundo, el de la “gobernanza global”, extendiéndose a través de los grandes océanos (la “libertad de los mares”, como siempre quiso Washington); el otro, el de dos colosos continentales que, por decirlo así, van quedando aislados entre un rosario de bases militares de los Estados Unidos y sus aliados. La respuesta sino-rusa, la Organización de Shanghai, creada en 1996 y revitalizada veinte años después, carece de la densidad comercial e industrial suficiente para sustituir a la cooperación con Europa, seriamente alterada después de las sanciones que, por mano americana, impuso la Unión Europea a Moscú. Los mandatarios de la UE, por cierto, han visitado China en julio de 2016 y han presionado a Pekín para que abra mercados, vale decir para que se someta a la “gobernanza global”. Es otra puñalada a Moscú. Dicen los clásicos que la I Guerra Mundial comenzó porque Alemania cometió el inmenso error diplomático de hacer que Rusia se echara en brazos de Francia. Hoy hemos visto cómo Europa ha provocado que Rusia se eche en brazos de China. No es alentador.
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