¡A la cárcel los piropeadores!

Poco menos que cárcel para los piropeadores —esos machistas de otra época— es lo que está exigiendo una especie de clamor general ante lo sucedido en Nueva York y ampliamente repercutido en las Redes Sociales.

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Poco menos que cárcel para los piropeadores —esos machistas de otra época que se atreven a ensalzar la belleza femenina— es lo que está exigiendo una especie de clamor general suscitado entre quienes —más de 20 millones en pocos días— ya han visto el video de lo ocurrido en Nueva York.
 
Por si aún no la conocen, les contamos la historia. Cámara oculta en ristre, la actriz Shoshana Roberts estuvo durante diez horas andando con paso firme y decidido por las calles de Nueva York. El acoso sexual que sufrió fue tan indecente como clamoroso. Tuvo que soportar los peores ultrajes. Desde que la llamaran “princesa” (“¿Dónde vas, princesa?”), hasta que la tildaran de hermosa (¿Qué pasa, belleza?). Hubo quienes, invocando el nombre de Dios, llegaron incluso  a pedir al Altísimo que la bendijera (“¡Dios te bendiga, mami!”).
 
Horripilante, de verdad.
 
Horripilante, en efecto, el hecho de que el piropo —y no sólo el piropo: cualquier forma de halago— se haya convertido en un acoso, en una afrenta. En una grosería.
 
Por supuesto que el piropo puede convertirse en una grosería —todo en la vida puede degenerar en su contrario. Basta ver, por ejemplo, a ese desgraciado que, durante un buen rato, se le pega como una babosa a la actriz. En la medida en que el piropo se convierte en una zafiedad —no la única: la lista es interminable en el imperio de la vulgaridad que es nuestro mundo—, hay que denunciar tal cosa, hay que combatirla, y con firmeza. Ocurre, sin embargo, que no es eso en absoluto lo que combate el feminismo —quiero decir: la feminización general de la sociedad, como la llama el cada vez más célebre escritor francés Éric Zemmour.[1]
 
Lo que combate ese estado de espíritu plasmado, entre otras cosas, en la “ideología de género”, es la posibilidad misma de ensalzar la femineidad, esto es: la atracción que ejercen el estilo, la gracia, el donaire de una mujer —esas cualidades que, no existiendo ni pudiendo existir en un varón, nadie nunca las ensalzará. Como es bien natural.
 
¿Como es bien natural? ¡Vade retro! Lo natural: el que exista algo naturalmente inapelable; el que algo —la profunda diferencia entre ambos sexos— esté ahí, inconmovible, frente al capricho de las pulgas soberanas que creen poder decidirlo todo: he ahí el trasfondo último de la cuestión. Pero no ahondemos más en ello (total, tampoco hay gran cosa que ahondar por los campos de la nada) y abordemos la otra cuestión que plantea la historia del “acoso sexual” sufrido en las calles Nueva York.
 
¿En las calles de Nueva York? ¿O en las calles de ciertos barrios de Nueva York? Viendo las imágenes, tal parece como si durante sus 10 horas de andadura (600 minutos que han dado lugar a 2 minutos de concentrado, apabullante piropeo), Soshana Roberts sólo hubiera estado paseándose por barrios de (con perdón) negros, portorriqueños o dominicanos. Tal vez se paseó también por barrios de (con perdón) blancos. Pero si lo hizo, ninguno de los blanquitos se conmovió —o quienes se conmovieron, se callaron.
 
Como también se hubiera callado hoy cualquier españolito de bien, cualquiera de los asépticos hombres de Estepaís antaño denominado España, por cuyas calles y plazas ya ninguna mujer escuchará nunca aquellas galanuras que se dejaron de oír tan pronto como nos hicimos todos demócratas e igualitarios.
 
Cosas que sonaban así:
 
Si la belleza fuera pecado no tendrías perdón de Dios.
¿Te dolió caer del cielo, angelito?
Si no existieras... ¡te inventaría! 
¡Qué te guarde Dios y la llave me dé!
¿Qué hace una estrella volando tan bajito? 
En tus ojos quisiera nadar hasta ahogarme.
Morir ya no me asusta. He visto el cielo en ti.
 

[1] Y de quien Áltera publicó en su momento un libro traducido con el título de ¡Perdón, soy hombre!



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