Hungría: una gran revolución conservadora en marcha

La nación húngara está siguiendo un rumbo que, desde el año 2010, la ha llevado a apartarse decididamente de la senda liberal. En todos los planos. No sólo en el económico: también en el cultural, también en el espiritual, también en el político.

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Frente a la pérdida de raíces de todo tipo: culturales, históricas, espirituales; frente a la idea de que el hombre no debe simplemente tener raíces (recuerden aquella gracieta de Fernando Savater: “A los árboles sí les veo raíces; pero si los hombres las tuvieran no podrían moverse, je, je”…); frente al desvanecimiento, en fin, de la identidad de nuestros pueblos sumidos en la vulgaridad del hombre masa —ese ser individualista y gregario para quien sólo cuenta lo inmediato y sólo importa lo y placentero—, frente a todo ello, la nación húngara está siguiendo un rumbo totalmente distinto y que, desde el año 2010, la ha llevado a apartarse decididamente de la senda liberal. En todos los planos. No sólo en el económico: también en el cultural, también en el espiritual, también en el político.

El pueblo magiar, ¿se aparta del liberalismo… para renegar de la democracia, para caer en las garras de una cerril dictadura de extrema derecha, “fascista” incluso, como los oligarcas de la Nueva Clase —encabezados por los burócratas de Bruselas— han acusado a los dirigentes húngaros? ¡Hasta de “nuevo Mussolini”, se ha llegado a tildar en la prensa anglosajona al primer ministro húngaro Viktor Orbán![1]
 
No, en absoluto. Tanto las libertades públicas como las reglas del juego democrático están siendo perfectamente respetadas por esa auténtica “revolución conservadora” (llamémosla así, haciendo un guiño a la Konservative Revolution alemana de los años veinte) que encabeza el Fidesz de Viktor Orbán, el partido que, habiendo ganado por mayoría absoluta las elecciones de 2010 (obtuvo un 52,73% de los votos, y dos tercios de escaños), ha sacado a Hungría de la quiebra en que la habían sumido los años de desgobierno socialista. Es más, en la medida en que, lejos de limitar las libertades públicas, lo que se ha visto restringido es el poder de la banca y, por consiguiente, su influencia en los grandes grupos mediáticos (nacionalización del Magyar Kereskedelmi Bank, MKB, con adquisición del 99% de sus acciones al banco alemán Bayerisiche Landesbank), las reglas de la pluralidad democrática están mucho mejor respetadas, ni que decir tiene, que bajo la dictadura del pensamiento único que la Nueva Clase financiero-mediática impone en los demás países occidentales.
 
Una Nueva Clase que debe de estar temblando ante proclamaciones como las que hace el gobierno de Viktor Orbán:
 
Afirmamos que tenemos un deber general para ayudar a los más vulnerables, a los más pobres. Afirmamos  que el objetivo común de los ciudadanos y del Estado es lograr el nivel más alto posible de bienestar, seguridad, orden, justicia y libertad. Afirmamos que la democracia sólo es posible cuando el Estado está al servicio de sus ciudadanos y administra sus asuntos de forma equitativa, sin causarles abusos o daños.
 
“¡Qué horror! ¡Medidas intervencionistas del Estado en la economía! ¡Ay, ay, ay! —van a exclamar los ingenuos… o los interesados en preservar el poder plutocrático que nos gobierna—. Esta gente se acaba de librar del comunismo, y ya están esos pobres húngaros volviendo a las andadas. Menudo desastre económico será.”
 
Pues no, todo lo contrario. Los resultados económicos – visto sobre todo de la debacle de la que viene el país – son excelentes. Hungría ha abandonado la situación de quiebra en que se encontraba en 2010, con el país intervenido por el FMI y la Comisión Europea, con una brutal caída del Producto Interior Bruto (-6,8% en 2009), con una deuda pública galopante (llegó a representar un 82% del PIB) y con su Banco Central anunciando una inminente suspensión de pagos. Es más, rompiendo con la política hasta entonces sometida a los dictados del capitalismo internacional —una dependencia que Viktor Orbán calificó de “colonial”—, el gobierno del Fidesz consiguió sacar al país de la recesión, reducir en 2013 la inflación al 1.3% y que el PIB creciera una media anual del 1% entre 2010 y 2013.Y mientras la economía de los países de la Unión Europea estaba estancada (crecimiento nulo en el segundo semestre de 2014), Hungría crecía, ante el asombro general, un 3,9%, su cifra más alta desde 2006.
 
Esto por lo que a los resultados económicos se refiere. En cuanto a la vuelta al comunismo… Pues no, ¡por favor! El país está más que curado de espantos. Tanto de los espantos comunistas como de los de un nazismo cuyas brutalidades también conoció (coincidiendo precisamente con el 70.º aniversario de la ocupación nazi de 1944 se acaba de inaugurar este año en el centro de Budapest un gran monumento dedicado a sus víctimas). De modo que pocas posibilidades existen de convencer a ningún húngaro agitando estos dos espantapájaros a los que los propagandistas liberales recurren por doquier y sin parar, compulsivamente, como si no tuvieran nada mejor que argüir —y no lo tienen, en efecto. Por más que se empeñen en agitar fantasmas dictatoriales (los burócratas de Bruselas han llegado a amenazar con expulsar a Hungría de la Unión Europea), lo que ahí se está jugando no tiene estrictamente nada que ver ni con la momia nazi ni con la comunista. Lo que ahí se está jugando es algo que escapa simplemente a los obsoletos esquemas de “derechas” e “izquierdas”.
 
La cuestión nacional
 
Bien, bien —proseguirán los ingenuos o los interesados—, pero ¿qué me dice usted de este nacionalismo arrogante, avasallador, esa cosa de otros tiempos que los húngaros están desplegando en particular contra otros pueblos vecinos?
 
Ya está. Ya salió lo de siempre, la eterna confusión que hace al amalgamar el patriotismo con el patrioterismo, la defensa de la nación con la arrogancia avasalladora, obtusa, del nacionalismo. Es cierto que, en el pasado, la conjunción de ambas cosas se ha producido, por desgracia, en más de un caso. Pero ¿es esto lo que se está produciendo hoy en el caso de Hungría?
 
No lo parece en absoluto. Veamos lo que, con palabras que chirrían a oídos del hombre apátrida de nuestros países, dice la nueva Constitución de 2011:
Nosotros, integrantes de la nación húngara a comienzos  del nuevo milenio, proclamamos, llenos de responsabilidad por el conjunto de todos los húngaros, lo siguiente:
Estamos orgullos de que nuestro rey San Esteban haya constituido firmemente el Estado húngaro y haya hecho que nuestro país forme parte desde hace mil años de la Europa cristiana.
Estamos orgullosos de nuestros antepasados, que lucharon por la supervivencia, la libertad y la independencia de nuestro país. […] Estamos orgullosos de que nuestro pueblo haya defendido durante siglos a Europa en una serie de luchas [alusión al papel jugado por Hungría frente a la invasión musulmana] y de que haya enriquecido los valores comunes de Europa con su talento y diligencia.
Pero si el pasado es consustancial a la idea misma de Nación, ésta no se limita a mirar hacia atrás. La Nación —ese todo superior a la suma de las partes que la integran— no es otra cosa, en últimas, que el vínculo que, constituyendo a un pueblo, une a los muertos, a los presentes y a los venideros. Por ello, la actual Constitución húngara proclama también con igual firmeza:
 
Después de los decenios que durante el siglo XX nos llevaron a un estado de decadencia moral, tenemos una permanente necesidad de renacimiento espiritual e intelectual. Confiamos en un futuro que, desarrollado conjuntamente entre todos, esté particularmente comprometido con las generaciones más jóvenes. Creemos que, con su talento, persistencia y fuerza moral, nuestros hijos y nietos harán que Hungría vuelva a ser grande. Nuestra Ley Fundamental será la base de nuestro ordenamiento jurídico: una alianza entre los húngaros del pasado, del presente y del futuro. Es un marco vivo que expresa la voluntad de la nación y la forma en queremos vivir.
Hablar de identidad nacional implica hablar también de la relación con otras identidades nacionales —esa relación que tantas no suele ser precisamente tranquila… Por ello son importantes las siguientes palabras de la misma Ley Fundamental de Hungría:
Proclamamos que las nacionalidades que viven con nosotros forman parte de la comunidad política húngara y son partes constitutivas del Estado. Nos comprometemos a promover y salvaguardar nuestro patrimonio y nuestra lengua húngara, así como la cultura, la lengua y el patrimonio de las nacionalidades que viven en Hungría, junto con todo lo hecho por el hombre y los bienes naturales de la cuenca de los Cárpatos.
Pesa sobre nosotros la responsabilidad por nuestros descendientes. Por ello, vamos a proteger las condiciones de vida de las generaciones venideras, haciendo un uso prudente de nuestros recursos materiales, intelectuales y naturales. Creemos que nuestra cultura nacional es una valiosa contribución a la diversidad de la unidad europea.
Es inequívoca, como vemos, la invocación a Europa, tanto a su presente como a su pasado. ¿Es compatible semejante invocación europea con la defensa de la grandeza de la propia nación (sí, es de “grandeza” de lo que habla esa gente, no de utilidad, no de rentabilidad)? No sólo es compatible, sino que es indispensable la afirmación conjunta, simultánea, de las dos patrias: la gran patria europea y la “patria chica” (como decimos en español), ahí donde reside nuestro origen más inmediato, más íntimo, más estrictamente nacional.
Ahora bien, ¿qué pasa con las otras “patrias chicas”, con los otros pueblos y nacionalidades con los que Hungría está involucrada en ese gran entrecruzamiento de pueblos y lenguas que es Europa central (y que el Imperio austro-húngaro trató de resolver lo mejor que pudo; bastante mejor, por cierto, que los compartimentados Estados que las potencias vencedoras impusieron en 1918, al término de la primera parte de nuestra guerra civil europea)?
¿Qué pasa en concreto respecto a Transilvania?
Integrada por poblaciones tanto húngaras como rumanas, Transilvania había formado parte de Hungría hasta 1918. Desde entonces forma parte de Rumanía. Fiel a su principio de que “Hungría deberá asumir la responsabilidad por el destino de los húngaros que viven fuera de sus fronteras”, el nuevo Estado magiar —no estamos ante un nuevo Gobierno, estamos ante un nuevo Estado— ha otorgado a los habitantes húngaros de Transilvania tanto la nacionalidad como el derecho de voto, al tiempo que ha adoptado diversas medidas en materia de fomento cultural y lingüístico. Medidas, ni que decir tiene, que son en sí mismas altamente conflictivas, pero que hasta la fecha no han originado, la verdad, mayor conflicto.
De forma más general, la pregunta que se plantea es la siguiente: todo ese profundo patriotismo que conoce Hungría, ¿corre parejas (o no) con el patrioterismo prepotente y jactancioso que tanto daño ha causado a Europa en su pasado? Todo ese resurgir de la idea misma de  Nación, ¿tiene algo que ver con el nacionalismo burdo y excluyente que es incapaz de afirmar una identidad propia sin pasar por el rechazo del Otro, por su negación…, como bien sabemos en España? No parece, a la vista de los datos disponibles, que tal sea un mal que aflija al país magiar.
La cuestión religiosa
Queda la otra cuestión: la religiosa. La de ese extraño país en la Europa de hoy que tiene la osadía de invocar pública, oficialmente, a Dios y a la cristiandad. “Dios bendiga a los húngaros”, se puede leer en el frontispicio de la Constitución (lugar sin duda más adecuado que los billetes de banco de otro país, en donde se lee “In God we trust”). Así empieza diciendo la Constitución que acaba proclamando a Hungría como Estado confesionalmente cristiano. Consecuente con ello, el actual gobierno, que se ha dado como lema “Soli Deo Gloria”, ha tomado diversas medidas destinadas a fomentar la cultura cristiana (lo cual siempre es preferible, se piense lo que se piense del cristianismo, a fomentar la cultura nihilista), al tiempo defiende a la familia y combate el aborto.
Y, sin embargo, ni el divorcio ha sido prohibido ni el aborto penalizado. Es más, tanto el número de divorcios como el de abortos sigue siendo sumamente alto. El tercero del mundo por lo que a rupturas matrimoniales se refiere (un 65% de los matrimonios contraídos). Por su parte, las medidas tomadas contra el aborto (cuya cifra casi duplica porcentualmente la de España) se circunscriben a la información y a la propaganda en favor de un crecimiento demográfico que es de vital importancia para el país. En realidad, uno hasta tiene la impresión de que, más que las consideraciones propiamente religiosas, son las demográficas las que les importan fundamentalmente a los dirigentes húngaros.
Veamos lo que, con palabras que chocan por cierto con la postura del Vaticano, dice Viktor Orbán a propósito de la crisis demográfica… y de la inmigración de asentamiento con que algunos pretenden resolverla.
La inmigración masiva no puede solucionar en absoluto el problema demográfico de Europa. […] La historia ha demostrado que las civilizaciones que no son biológicamente capaces de perpetuarse a sí mismas están destinadas a desaparecer —y desaparecen. Tal es el caso de nuestra civilización, el de Europa. La inmigración masiva, que muchos proponen como remedio, provoca tensiones que conducen a más conflictos y terremotos políticos, debido a las diferencias culturales, religiosas y de estilo de vida. El sentido común dicta que Europa debe hacer frente a sus problemas demográficos por una vía natural, respetando y protegiendo la familia y la paternidad [ni siquiera dice “maternidad”, oigan…].
¿Qué queda entonces de la advocación cristiana que tan vigorosamente realiza el nuevo Estado húngaro? Queda lo fundamental. Queda lo que es (o debería ser) lo fundamental: la dimensión simbólica, ritual, propia de cualquier religión.
No la pretensión de regir la vida y reglamentar la moral de los mortales. La pretensión, por el contrario, de ser signo —signo colectivo, signo para todo un pueblo— del gran, del sobrecogedor misterio por el que el mundo es. Un signo, un símbolo, que, para el pueblo húngaro, se plasma con particular vigor en las celebraciones, por ejemplo, que en torno a la figura del rey San Esteban se celebran el 20 de agosto de cada año, cuando las autoridades del Estado participan en la misa solemne celebrada en la Basílica de San Esteban y las Fuerzas Armadas —como decidió el actual gobierno— se incorporan a la multitudinaria procesión que, portando la Sagrada Mano Derecha del fundador de la patria, recorre solemnemente las calles de Budapest.
¡Dios bendiga a los húngaros!
¡Dios y los antiguos dioses de los europeos nos bendigan a todos!
 
 
Para más amplios detalles sobre la experiencia húngara, véase el amplio artículo de Sergio Fernández Riquelme, publicado en El espía digital, “Hungría y las raíces de Europa. Historia de una revolución conservadora en el siglo XXI”. De él proceden los principales datos extraídos en el presente artículo.

 



[1] Damien Sharkov, “Hungary’s Mussolini Vows to Make the EU Member an ´Illiberal State´”. Newsweek, 30.7.2014

 

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