Vuelve la pesadilla anual de ARCO

Nuestras «élites» alientan la infamia del «arte» oficial

Tal para cual, por supuesto: «élites» indignas y «arte» infame. Y comillas a mansalva, como verán. Todo es falso, todo es engaño, nada es lo que pretende ser.

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Vuelve un día de éstos la pesadilla de cada año. Se inaugura en Madrid la Feria —ARCO, la llaman— en la que, con el agasajo de los medios de adoctrinamiento de masas y la presencia de «grandes» de este mundo, el arte se ve anualmente ultrajado y la belleza, escarnecida.
 
No sé por qué, pero andaba convencido, ingenuo que aún soy, de que a la Cosa asistían tan sólo Sus Majestades los Reyes de Estepaís, altos jerarcas del régimen, banqueros (se cuentan entre los principales coleccionistas), así como los directamente implicados: los profesionales del Tinglado denominado «arte» (comillas, por favor) «contemporáneo» (más comillas, pues también existe, al margen, medio escondido, sin reconocimientos ni agasajos, un auténtico arte contemporáneo).[1]
 
El arte sin comillas de nuestro tiempo no cuenta, desde luego, con la presencia ni de los reyes ni de aquellos a quienes se reducía —creía yo— el cortejo de ilustres asistentes a la Cosa anual. Me equivocaba. Van todos. Va toda la «élite» (siguen las comillas): desde nuestros «aristócratas» (aristoi, los mejores, significaba cuando no había que entrecomillarlo) hasta grandes potentados cuyos salones, habitaciones y gabinetes atesoran las más fastuosas colecciones del arte que no necesita comillas.
 
Que una baronesa Carmen Thyssen —alguien cuyo museo Thyssen-Bornemiza atestigua sobradamente su alta sensibilidad y su generosidad para ofrecer a todos las más bellas obras de nuestra historia—, o que una Francesca von Habsburg, archiduquesa de Austria (y emperatriz consorte, si los Habsburgo volvieran al trono), o que alguien como una Alicia Koplowitz, o como el financiero Juan Abelló y la aristócrata Anna Gamazo, por citar sólo algunos de los personajes entre cuyos miles de obras de arte figuran Grecos, Zurbaranes, Tintorettos, Goyas, Vang Goghs, Romeros de Torres…: que gente a la que cabe suponer una cierta o incluso alta sensibilidad, dé su caución a los garabatos y mamarrachadas de la Cosa; que gente así acuda a ella (como informa complacido El Mundo en su crónica de mundanidades); que gente parecida rinda anual pleitesía a la Fealdad y a la destrucción del arte, he ahí algo que…
 
He ahí algo que nos pone ante la descarnada evidencia de nuestra degeneración.
 
Una degeneración que no es, sin embargo, la de nuestro pueblo —ese pueblo, esa gente sencilla, que está enviciada por mil otras cosas, es cierto, pero que, en su mayoría, no comulga en absoluto con las ruedas de molino del Tinglado. Nadie, sin embargo, se atreve a  decirlo: temen las buenas gentes ser tildadas de incultas. Nadie levanta la voz, nadie proclama alto y fuerte que el rey está desnudo —y cubierto de excrementos.
 
Aún menos lo dicen, por supuesto, los directamente implicados: «artistas», marchantes, galeristas… Son, por supuesto, la parte operativa de la destrucción, pero no su causa primera. Nada podrían, a nada llegarían sus ansias de dinero fácil (lleva muy poco tiempo ensuciar un lienzo cuya creación artística requeriría meses) si nadie comprara sus obras, si nadie fuera a verlas, si ningún papanatas escribiera los artículos que se escriben, si hubiera muchos más artículos como éste… Más fundamentalmente: nada podrían las gentes del Tinglado si el mundo no estuviese bañando en un caldo de cultivo, si no estuviera envuelto en todo un «espíritu» (más comillas: es la negación misma del espíritu) que ampara y propicia la destrucción, por primera vez en 20.000 años, del arte y la belleza.
 
Ese «espíritu» que, no siendo espíritu, es lo que lo engulle todo, ¿quién lo cultiva, propicia, fomenta, sino esas «élites» que tampoco son élites y que están compuestas tanto por los «aristócratas», financieros y banqueros anteriormente evocados como por los medios de adoctrinamiento de masas que les ríen las gracietas: las suyas y las de aquellos cuyos engendros aplauden?
 
Entendámonos, sin embargo, señores igualitaristas, que ya les veo venir. El problema, desde luego, son las élites —pero no el que éstas existan. Al contrario. ¡Todo el problema, miren por dónde, es que las élites han dejado de existir! Todo el problema es que quienes ocupan su lugar no merecen tal nombre: se dedican, inclinándose ante la nada, a saludar espantos y a festejar esperpentos. Élites, siempre las ha habido, las habrá y las tiene que haber —hasta que el mundo sea mundo. Élites: gentes que, con toda la desigualdad que ello implica, asumen la alta responsabilidad de mando. El problema es cuando quienes lo ejercen, lejos de ser los mejores, son los peores.
 
Quienes crearon el gran arte de nuestra civilización —el arte a secas, habría que decir— fueron por supuesto nuestros grandes artistas. Pero todos los Praxíteles, los Durero, los Leonardo, los Miguel Ángel, los Rafael, los Tiziano, los Greco, los Velázquez, los Goya, los Délacroix, los Cézane, los Van Gogh (¿sigo?), todos ellos se habrían quedado ahogados (marginados, en el mejor de los casos), todos ellos habrían sido desconocidos en su tiempo y en los tiempos venideros, si el mundo no hubiese estado bañando en un caldo de cultivo, envuelto en todo un espíritu que propiciaba el esplendor del arte y hacía que sus obras fueran acogidas, admiradas, reverenciadas —aunque no siempre de entrada, es cierto.
 
Quienes alentaban semejante espíritu, quienes lo fomentaban —cultural pero también económicamente— eran unas élites que merecían tal nombre. Primero, una aristocracia que, durante siglos, asumió con alto estilo los derechos y deberes que tal nombre y tal rango implican. Luego, la alta burguesía que la derrotó y suplantó, pero  que siguió asumiendo durante un tiempo (quizá sólo para presumir, es cierto) las principales funciones que en el campo de la cultura y del arte habían sido las de su víctima. Hasta que la burguesía se hartó. Hasta que abandonó toda inquietud por las cosas del espíritu. Hasta que se limitó a chapotear en la pura y burda materialidad de sus intereses, en tanto que los antiguos aristócratas —ya simples restos— se iban disolviendo entre los brillos y colorines de las revistas del corazón.
 

[1] De esta marginalidad, el mecenas barcelonés José Manuel Infiesta (aún existen élites sin comillas) se dedica a sacarlo mediante su Museo Europeo de Arte Moderno del que ya hemos hablado en estas páginas.

 
Lo han visto y se han reído ya más de 1.100.000 personas en Youtube. Lo hemos presentado aquí varias veces, pero como siempre hay alguien que aún no lo conoce, aquí va una vez más, ritualmente, como cada año a finales de febrero, el video de una interesante experiencia efectuada en ARCO.

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